Identificado
por la gente grande como El Señor de Tierra Blanca, don Braulio Fernández Aguirre fue uno de los mejores gobernadores
que ha tenido Coahuila y durante su administración realizó una abundante obra
material. Su vida fue larga, poco más de una centuria, y en ella vivió
numerosas anécdotas algunas de las cuales fueron registradas por el periodista,
abogado y político Roberto Orozco Melo en
su libro De Carne y Hueso. Las anécdotas que compartimos a continuación se publicaron en El Heraldo de
Saltillo para recordar a don Braulio, y nosotros las tomamos de la página
electrónica de ese diario. Aquí las anécdotas narradas por el escritor
originario de Parras de la Fuente.
Y
nuestras hermanas tan pendejas
Fue
en el sexenio de don Benecio López Padilla, allá por los cuarenta, cuando don
Braulio Fernández Aguirre hizo su primer intento de llegar a la Presidencia
Municipal de Torreón, con tan mala suerte, que perdió la oportunidad ante el
candidato de la línea oficial, don Rafael Duarte, quien a su condición de
hermano de la primera dama de Coahuila agregaba la de concuño del presidente
Miguel Alemán. Don Braulio solo tenía el apoyo del pueblo, pero en aquellos
años éste no contaba mucho.
Cuando
se decidió el asunto, reunió el señor Fernández Aguirre a un grupo de sus más
cercanos amigos para comer y agradecer su apoyo, y estos, de paso, lamentar que
su gallo no hubiese conseguido la candidatura del PRI. Entre ellos estaba
Gregorio García Yeverino, un agresivo líder cetemista lagunero que no entendía,
y lo decía en los más variados tonos, por qué razón había triunfado un
desconocido de los torreonenses, y no alguien que tenía todas las simpatías a
su favor.
Don
Braulio callaba, pero otro contertulio quiso intervenir para apaciguar las
protestas de Goyo, que ya alcanzaban registros inconvenientes.
-Mira,
Goyo, la cosa es sencilla. Duarte es cuñado del gobernador y concuño del
presidente. Por eso ganó.
Goyo
García Yeverino guardó silencio, meneó la cabeza en signo de irremisible
aceptación de las razones del triunfo, pero se levantó indignado y dijo con voz
estentórea:
-¡Y
nuestras hermanas tan pendejas, que se casan con puros pinches ruleteros!
¿Cómo
el subcomandante Marcos?
El
Gobernador Braulio Fernández Aguirre solía ocupar las vacaciones de Semana
Santa en recorrer los rincones más incomunicados de Coahuila, sobre todo en el
área del desierto, acompañado por algunos funcionarios y unos cuantos de sus
viejos amigos.
Se
concentraban el último día de labores antes de la Semana Mayor en Monclova y al
día siguiente salían muy de madrugada, vía Cuatrociénegas y Ocampo, rumbo al
norte de Coahuila, por caminos malos y veredas peores, llegando a aquellos
pueblos abandonados de la mano de Dios, para saludar a las gentes, convivir con
ellas, escucharlas y tratar de resolver algunas necesidades, además de meditar
en cómo rescatar esas zonas del desamparo y la miseria.
Fue
en la Semana Santa de 1964 cuando salió la primera de las seis excursiones que
organizó don Braulio durante el sexenio. En ella estuvo, como no, Enrique
Marroquín Pámanes, su viejo amigo, quien se unió a la comitiva desde Saltillo.
Los funcionarios manejaban sus camionetas, en cuyas cajas iban los refrescos,
las vituallas, el elemental botiquín y todos los medios para instalar un
campamento en el monte y disfrutar el cielo del desierto, que en la primavera
suele ser imponente y espectacular.
Por
más que las camionetas muellearan y los conductores buscaran sacarle a las
trampas del sendero, el brincadero era duro y las espaldas de los caravaneros
se resentían. Un sol desconsiderado reverberaba sobre las planicies y el calor
dejaba sentir su peso en los polveados párpados, ocasionando una profunda
modorra. "Como paseo -pensaban algunos- hubiera sido mejor ir a
Acapulco."
Al
caer la tarde paraba el convoy y los excursionistas buscaban el mejor sitio
para acampar. Una vez escogido, se instalaba el vivac, las carpas y la cocina.
Salían de las camionetas, como de un ánfora milagrosa, los cortes de carne, los
jarros con frijoles, los quesos y las tortillas de harina. Humeaba el café que
hervía sobre las brasas y se calentaban los braseros y los comales para asar
cortes y tasajos, recalentar gorditas con carne, huevo con chorizo, chicharrón
y demás antojitos norteños.
En
ese sentido, el mismo don Braulio, que para contento de sus amigos ha gozado
siempre de una excelente salud y disfruta del buen comer, recordaba en las
giras políticas que "no hay ranchero que desprecie un taco" y su
paisano sampetrino, el líder agrarista Pablo Orozco, aseguraba sobre el mismo
tópico que "en la política, como en los ranchos, hay que andar siempre
acedito." Es decir, con la panza ahíta y regurgitante.
Así,
después de la sabrosísima cena no faltaba la copa de tequila o el vaso con
whisky que juntaba a los amigos en torno a la hoguera, como en los meros
tiempos de la Revolución y se entretejía la charla con anécdotas, leyendas y
hechos históricos. Antes de la media noche bostezaba el señor gobernador, lo
cual se entendía como señal de que era hora de ir a la durmia, para recomenzar
en la madrugada el recorrido.
Una
noche de ésas, ya picadito por el tequila, el famoso "Güero"
Marroquín aprovechó un silencio de la conversación para dirigirse al gobernador
Fernández Aguirre:
-Oiga,
mi gobernador, usted sabe que soy su amigo. ¿O no?
-Claro
que sí, mi "Güero" -le contestó sonriente.
-Y
usted sabe que yo no me he rajado nunca, ¿verdad?
-Es
cierto -dijo, un poco más serio, don Braulio.
-Entonces,
dígame, porque a mí, la mera verdad, ya me duelen los riñones de tanto trote
por estas soledades. ¿Todavía estamos en el gobierno o ya andamos levantados?
Las
carcajadas de los circunstantes no se dejaron esperar. Y por aquella noche, la
gracejada del "Güero" Marroquín los mantuvo despiertos hasta las
primeras horas de la madrugada.
¿Mala
suerte?
Recorría
don Braulio Fernández Aguirre, en su campaña para el gobierno de Coahuila,
pueblo tras pueblo en la región carbonífera. Las giras electorales daban la
oportunidad a la gente para conocer muy de cerca al candidato y éste de
averiguar cuáles eran los problemas más urgentes en las regiones. Se daba por
sentado que todos los ciudadanos votarían por el candidato del PRI, pues la
oposición todavía era inexistente.
Don
Braulio eligió a la cordial ciudad de Sabinas como centro de sus actividades en
la región. Un día invitó a desayunar a varias personas que le acompañaban y
cuando estaban en amena sobremesa, pues desde que fue alcalde de Torreón se
distinguió como un gran conversador, se le acercó un vendedor de billetes de lotería
y le ofreció una serie para el sorteo más cercano.
Don
Braulio, un hombre muy atento y educado, tomó la ristra de billetes, los vio,
los regresó al billetero y le dijo:
-No,
mi amigo, muchas gracias, pero yo tengo muy mala suerte. El vendedor de lotería
lo miró sonriente y con una actitud dubitativa, le respondió, irónico:
-¿Mala
suerte usted, señor, con ese chambón que se acaba de agarrar?
Los
circunstantes soltaron la carcajada y don Braulio tuvo que comprar y repartir
aquellos billetes de lotería, que por cierto no alcanzaron ni reintegro.
Mentiras
y verdades
Don
Braulio Fernández Aguirre es un hombre de buen humor, capaz de reír de sí mismo
y de los demás. A esa actitud ante la vida se debe atribuir su magnífica salud.
Hombres
como él, que sepan afrontar con responsabilidad las cosas serias de la vida y
al mismo tiempo matizarlas con rasgos de buen humor y agudeza lúdica, hacen
falta en nuestra política, hoy tan cargada de jóvenes adustos y espesos, a
quienes se les dificulta reír a carcajadas por el temor a perder compostura.
En
Coahuila antes había algunos municipios cuyos habitantes serían capaces de
matarse a balazos para alcanzar la oportunidad de ser alcaldes; pero en otras
localidades, por el contrario, los buenos ciudadanos rechazaban la posibilidad
de encabezar el Republicano Ayuntamiento. Solo para ilustrar, mencionaré que en
fronterizo municipio de Hidalgo hubo ocasión en que al presidente municipal
electo se le mantuvo bajo arraigo domiciliario hasta el día de la toma de
posesión, para que no huyera, y cuando estuvo sentado en la silla municipal,
llamó al secretario, le ordenó firmar una carta de bracero en su beneficio y se
largó a trabajar a los ranchos de Texas.
En
la primera hornada de presidentes municipales del sexenio de Braulio Fernández
Aguirre se arraló el grupo de precandidatos en cierto municipio del norte.
Nadie quería aceptar la responsabilidad municipal, porque se publicaba por ahí
un periódico semanario que no medía el alcance de sus críticas hacia los
funcionarios y les sacaba a orear sus trapitos públicos y privados. La fecha de
las convenciones del PRI estaba a vuelta de hoja en el calendario y no se
atinaba a dar con el candidato adecuado. Como don Braulio no confiaba mucho en
el delegado del PRI, fue a aquel municipio donde llegó a la hora de cenar.
Tenía citado a un ganadero para convencerlo de aceptar la candidatura del PRI.
-No,
don Braulio, perdóneme usted -le respondió al gobernador-. Yo no soy político;
¿para qué me enredo en cosas que no entiendo? Luego vamos a salir mal.
Sin
embargo, el gobernador no tenía más alternativas, pues los grupos políticos
tradicionales estaban trenzados en uno de esos pleitos tan comunes en tiempos
preelectorales. La única solución viable era que el partido postulara a un
tercero en discordia, a quien no se le pusieran peros, que contara con el
respeto de la comunidad y unificara los grupúsculos pugnaces.
-Eso
no es problema, mi amigo -insistió el Ejecutivo-. Usted tiene entre sus
conocidos gente muy capaz que puede asistirlo. Además, yo estaré pendiente para
que usted pueda hacer una buena administración.
El
ganadero no atinaba, de tan nervioso, a encender el cigarrillo que tenía entre
los dedos de su mano derecha. Don Braulio se acercó, cortésmente, y le arrimó
un cerillo prendido. Una vez que hubo aspirado la primera bocanada de humo,
dijo de modo terminante:
-No,
no, señor gobernador. Ya me imagino: todavía no habré calentado la silla y los
periodistas comenzarán a decir cosas en mi contra, sobre todo los del
semanario. Me van a inventar cuentos y movidas, me calumniarán por cualquier
motivo. No, no, no, ni pensarlo.
Don
Braulio, quien fumaba uno de esos largos y sabrosos puros con los que solía
ayudarse a bien reflexionar las preguntas y respuestas en sus diálogos con sus
gobernados, lo tranquilizó al decirle:
-Usted
de eso no se apure. Cuando lo empiecen a criticar, viene conmigo, me dice quién
lo está molestando y yo le ayudo a contrarrestar los ataques.
Es
difícil que un simple ciudadano pueda negarse ante la proposición del
gobernador del estado para ocupar un cargo público. Siempre se asume como un
honor, pese a las dificultades que entrañe la encomienda. Así que el honorable
ganadero norteño no tuvo más remedio que acceder, para gusto de don Braulio,
quien habló al partido, dio su opinión favorable de aquel hombre y tutti
contentti.
Pasó
la campaña, llegó la toma de posesión y la nueva administración municipal se
encarriló junto con las otras 37 de la entidad. Seis meses después, el señor
gobernador Fernández Aguirre recibió una solicitud de audiencia por parte del
alcalde en cuestión. Rafaelito Martínez, secretario privado de don Braulio
anotó la cita en la agenda y el día señalado se le recibió en palacio de
gobierno.
El
Jefe del Ejecutivo lo atendió con mucha cordialidad, pero no dejo de notar que
el hombre venía bastante mohíno y cargaba, además, un voluminoso paquete de
periódicos.
-Siéntese,
señor alcalde. ¿En qué le puede servir su amigo el gobernador?
El
presidente municipal se revolvió en su silla, tosió para aclarar la voz y
repuso:
-¿Se
acuerda de lo que me dijo cuándo me trepó a esta mula rejega, señor gobernador?
Sobre lo de los periodistas... ¿Se acuerda?
Don
Braulio asintió y no pudo ocultar una sonrisa comprensiva.
-Sí,
como no, mi amigo. ¿Apoco ya lo empezaron a molestar esos señores?
Como
única respuesta, el alcalde puso el paquete con los periódicos sobre el
escritorio, los desató y desparramó sobre la pulida superficie, al tiempo que
decía:
-Allí
están todas las cosas que me inventan esos desgraciados. Yo vengo a renunciar
señor gobernador.
Don
Braulio le dio dos chupadas a su puro y luego abrió uno de los cajones de su
escritorio:
-Mire,
mi amigo, asómese, para que vea todo lo que dicen de mí.
El
alcalde echó una mirojeada rápida al cajón, donde había varios ejemplares de
distintos diarios, se sentó de nuevo en su lugar, y después de un gran respiro
exclamó:
-Pos'
sí, señor gobernador, y me va a perdonar, pero lo que dicen de mí no es cierto.
Nomás
no lo ponga en el Centro
Don
Braulio Fernández Aguirre fue austero y esforzado como gobernador del estado de
Coahuila. Trabajaba de sol a sol y, bajo un riguroso programa previo, nada
dejaba al azar, preveía hasta los mínimos detalles y nunca acordaba con
precipitación e imprudencia. Los pros y los contras de cada asunto eran
examinados por él, sin prisas ni desmesuras.
Otra
cualidad de don Braulio era su capacidad de captar al punto las intenciones
reales de quienes se acercaban a plantearle alguna solicitud de apoyo. Tenía
una afinada sensibilidad que de inmediato lo ponía alerta contra cualquier
intento de sorprenderlo. Además, sabía quitarse de encima a quien lo intentara,
con buenas maneras, sin ofenderles, gracias a su buen estilo y a su excelente
sentido del humor. Transmitía seguridad y provocaba respeto.
Vivían
don Braulio y su esposa, doña Lucía Aguirre de Fernández, en Madero y
Cuauhtémoc, a cinco cuadras de palacio de gobierno, después de atravesar la
bella Alameda Zaragoza.
Desde
el balcón de su casa por las mañanas era posible admirar aquel bosque de
verdura sin par y escuchar el gozoso parloteo de los cientos de aves que
poblaban los árboles. Muy frecuentemente, los transeúntes veían al matrimonio
Fernández Aguirre caminar a temprana hora por la Alameda y disfrutar de su
frescura matinal, sencillamente, sin guaruras ni comitiva.
A
veces, cuando don Braulio no tenía más compromisos que asistir a su oficina en
palacio, caminaba solo y su alma hacia allá, lo que mucha gente aprovechaba
para recordarle asuntos que sufrían retrasos, o plantearle problemas
personales. No quedaban desairados, pues el gobernador siempre los escuchó para
que sus peticiones fueran resueltas.
Uno
de aquellos días caminaba el gobernador Fernández Aguirre por la calle de
Victoria al oriente, rumbo a palacio de gobierno y cerca del Correo encontró a
un viejo conocido suyo de La Laguna, quien se sorprendió al verlo y lo evidenció
con jubilosas expresiones. En plena banqueta, aquel hombre se sorprendió de su
acompañante, una señora escandalosamente vestida y con mucho maquillaje en la
cara, la cual se alejó con discreción y se mantuvo a buena distancia, mientras
el lagunero conversaba con don Braulio.
-¿Y
qué anda haciendo por Saltillo? -le preguntó el Gobernador.
-Pues
aquí, don Braulio, quiero instalar un negocio. A ver si tengo suerte. Mire, esa
señora con la que me vio será mi socia.
Don
Braulio dio una larga chupada a su habano, mientras observaba con más
detenimiento, aunque de lejos, a la mujer. Asintió con la cabeza, para indicar
que había captado el tipo de negocio que intentaba emprender su coterráneo.
Luego lo tomó del brazo y caminó unos metros, para poner más distancia de
aquélla fémina que no tenía apariencia de muy buena conducta y dijo al hombre,
con una sonrisa pero con mucho tacto y firmeza:
-Nomás
le recomiendo una cosa, paisano: no vaya a abrir su negocito muy en el centro,
porque se lo cierro.
Después,
don Braulio Fernández Aguirre siguió muy campante su camino rumbo a palacio de
gobierno. Y, por lo pronto, aquel hombre y su pintarrajeada amiga no pusieron
ningún "negocito" en Saltillo.