Jacobo Zabludobsky. |
En la columna Bucareli que se publica en numerosos medios
nacionales y regionales del país, como El Universal, Jacobo Zabludovsky opina acerca de la no realización del tradicional desfile deportivo
del 20 de noviembre, y especula del interés de algunos de sepultar nuestras
tradiciones nacionales, por ejemplo el Día de Muertos, la celebración de la Independencia, el 20 de noviembre como fecha
conmemorativa de la Revolución Mexicana y
la sustitución de la doctrina cristiana de amor, hermandad y buena voluntad,
por la figura de Santa Claus surgida
de una campaña de mercadotecnia de la Coca Cola.
El artículo de Zabludovsky lo tomamos de la sitweb del periódico Vanguardia, correspondiente a hoy lunes 18 de
noviembre.
Este
miércoles no habrá desfile. Como si la
Revolución hubiera muerto.
Revolución hubiera muerto.
Después
de 80 años de celebrar la Revolución con un desfile deportivo, este año no lo
habrá. Ni siquiera se suspende: no se había previsto, según la Secretaría de
Gobernación.
No
es asunto frívolo conmemorar acontecimientos notables con desfiles populares,
ni cuestión menor su cancelación. En el primer siglo de la era cristiana, para
no remontarnos a la prehistoria, las batallas ganadas por Trajano fueron
celebradas con desfiles triunfales en la Roma agradecida al español que agrandó
sus dominios al someter a Dacia, vencer a Decébalo, restablecer la paz interior
del Imperio y elevarlo al más alto grado de prosperidad. La historia ofrece miles
de ejemplos y mis contemporáneos han de recordar los primeros desfiles del 20
de noviembre, en ese México protagonista de un movimiento popular de campesinos
y obreros vencedores de una dictadura y transformadores de un sistema social y
económico obsoleto, para ponernos de lleno en el siglo XX.
La
Revolución Mexicana antecedió a la bolchevique. Los comunistas celebraban
también con un gran desfile la Revolución de Octubre y en 1967 presencié en la
zona de invitados junto al Mausoleo de Lenin el paso de soldados, tanques y
cohetes al celebrarse 50 años de la llegada del soviet al poder. Los nazis
hicieron de sus marchas un acto deslumbrador, con escenarios y coreografía
desafiantes de un mundo apático que no vio la verdad detrás del espectáculo y
pagó caro su error. Ambas celebraciones, la comunista y la nazi, desaparecieron
con los regímenes que las crearon. No antes. Y así ha ocurrido a lo largo de
los siglos y de las distancias terrestres.
En
México no se canceló el desfile del 20 de noviembre ni durante los dos sexenios
en que se empoderó el Partido Acción Nacional que nace precisamente con el
propósito de combatir los postulados básicos del Estado en cuyo honor marchaban
los deportistas. No es que demostraran un gran entusiasmo en participar de la
fiesta, pero eran más o menos respetuosos y en el peor de los casos discretos.
Pero el desfile no dejó de avanzar por el Paseo de la Reforma, Avenida Juárez y
Madero o 5 de Mayo hasta saludar al Presidente que observaba desde el balcón
central del Palacio Nacional en una jornada llena de simbolismo en todos sus
detalles, enriquecida por la costumbre y la tradición.
Este
miércoles no habrá desfile. Como si la Revolución hubiera muerto, según los
ejemplos mencionados renglones arriba. Se ignora, para desconcierto general,
cuando el Partido de la Revolución regresa al Poder Ejecutivo y el gobierno del
Distrito Federal es encabezado por un candidato triunfante de la izquierda.
Para los dos gobernantes es un primer 20 de noviembre en que son ellos, juntos
o separados, quienes deciden si la lucha iniciada en 1910 merece o no
dedicarle, como quien enciende una vela, el recorrido callejero de algunos
miles de hombres y mujeres, habitantes de un país deudor de sus antecesores,
más de un millón de ciudadanos anónimos, que murieron para hacernos vivir
mejor.
A
nadie escapan, al buscar las causas de este desaire, las turbulencias generadas
por grupos descontentos, como el de los maestros, cuyas manifestaciones a veces
desordenadas ocurren en las mismas avenidas del desfile frustrado y culminan en
un Zócalo difícil de mantener tranquilo en esas circunstancias. Si ese fuera el
motivo de la interrupción de una fiesta que de ninguna manera es superflua,
habría sido oportuna una explicación que no se dio nunca, porque atribuir su cese
a no haber sido considerada su realización es confesar una culpa, no justificar
la omisión. Se anuncian para pasado mañana algunos actos conmemorativos:
condecoraciones a militares, coronas ante alguna estatua, discursos con frases
para la posteridad.
Algo
irreemplazable se ha perdido. Abstenerse de señalarlo equivale a avalar el
desacato y alentar el mismo error en los años venideros. A la Revolución le
debe México el fortalecimiento de las instituciones democráticas, de la
educación laica, gratuita y popular, de las conquistas obreras desde el salario
mínimo hasta la jornada máxima, y la entrega de tierras a los campesinos, de
una estructura jurídica para disfrutar una libertad por la que nunca se deja de
combatir.
Las
religiones empiezan su extinción cuando se extingue el rito. En política la
forma es fondo y las ofrendas no se depositan en altares milagrosos, sino en el
surco que el paso de la gente hace en las demostraciones cívicas. Borrar esa
huella atenta contra los valores forjados por el tiempo.
Devolvamos
a la Revolución el homenaje arrebatado y a un grupo de ciudadanos inermes el
derecho, un día al año, de caminar sin miedo por sus calles.