

Esos detractores de la cacofonía defeña
se quejan (la mayoría de la veces con razón) del “golosa, golosa” que atormenta
las viejas grabadoras de los vendedores de discos pirata, que han hecho de sus
intromix toda una oda a la disonancia. Esos corsarios del sonido que conviven
día a día con los perros callejeros, quienes entre ladridos, gruñidos y
quejidos, nacen, se reproducen y mueren, a veces en compañía de los ebrios que,
tras salir de la cantina, se van gritando la hermosa vida por las calles de la
ciudad.
En el Metro también se experimenta
cotidianamente con todo tipo de voces que se entremezclan con el “tururú” de
las puertas y el altavoz que anuncia cada estación: los vendedores de ilusiones
por diez pesos comparten micrófono con la doñita que le platica sus penas a su
comadre, provocando el sueño de los pasajeros con su sonsonete; el ruido de los
frenos del vagón que antecede el “avancen, avancen”; el eco de los pasos
apresurados que componen una sinfonía sin nombre, el rechinar de los
torniquetes, los gritos que se escuchan a lo lejos provenientes de los
paraderos de autobuses y a veces, sólo a veces, el regalo de una buena canción
vibrando por las bocinas de los andenes, con el respectivo “clac clac” de los
tacones llevando el compás.
Y en la superficie, un día cualquiera
que se presenta cada 15 o cada ocho, hay un sonido que retumba hasta el
hartazgo en cientos de oídos, delicados o no, que por desventura se han quedado
varados en medio del tráfico. Es el sonido de los manifestantes, que gritan
consignas obsoletas, esas que aseguran que “se ve, se siente, el pueblo está
presente”, aunque se trate de una docena de gatos solitarios. En algunas ocasiones,
eso sí, nos regalan ruidos que pueden ser regalos para un escucha kamikaze: el
tallar de unos machetes en Paseo de la Reforma, la pintura saliendo por los
aerosoles de punketos cegeacheros, el casco de caballos en plena metrópoli, los
dialectos de indígenas acarreados, las chillonas trompetas tipo 15 de
septiembre.
Yo, en lo personal, prefiero ser una
buscadora de hermosas sorpresas auditivas. Me quedo con el sonido del viento al
soplar entre los árboles, con las campanas de las iglesias que me recuerdan que
nunca voy a misa pero que debiera hacerlo de vez en cuando tan sólo para
escuchar los cantos de la estudiantina, esa en la que muchos roqueros hicieron
sus pininos. Me instalo en las escobas hechas con ramas de los barrenderos, que
resuenan en la madrugada por las calles del Centro Histórico, en el “ricos y
deliciosos tamales oaxaqueños, tamales calientitos, de verde, de rojo, de
dulce” que me hacen preguntarme qué será el verde que prometen hay entre las
hojas de maíz; prefiero oír el grito de “gaaaaaaaas” del chaparrito que carga
sus tanques al hombro, aunque me despierte a las siete de la mañana, que el
“chin, se acabó el gas” que a veces se llega a fundir con el sonido de mi
regadera.
Y qué decir de la extraña resonancia que
puedes captar si pegas tu oreja al asta bandera del Zócalo en pleno concierto y
que te hace vibrar de pies a cabeza como si se tratara del corazón de la
ciudad, que late emocionado al ritmo del de la multitud. O el “cucucucú” de las
palomas que se pasean por las plazas mientras cagan tranquilamente todo lo que
hay a su paso. O la voz insistente de los merolicos de la Alameda, que venden
hierbas y pomadas milagrosas gracias a sus palabras, que sin saberlo van
creando nuevas estrofas para “El yerberito moderno” que, como la 6-20, llegó
para quedarse en nuestros tímpanos.
Guardo también, en el soundtrack de mi
vida, el “Hayyyyyy naranjaaaaaas” del güero de rancho que recorría las calles
de los suburbios cuando era niña, la canción infantil del carrito de los
helados, el repiqueteo del triángulo de aquel que vende galletas redondas, el
“pruébelo, marchante, pruébelo” en los mercados, el chapaleo de las fuentes, el
cantante callejero en Coyoacán, la primera —y única— vez que escuché al
Concord, el espeluznante tronido de los edificios cuando tiembla, el ondear de
la bandera del Campo Marte, el romperse de las hojas en el suelo durante el
otoño, el chipichipi de la lluvia, el crepitar de los truenos, la voz del
vendedor de la lotería, que algún día, quizá, me hará gritar de emoción.
Los sonidos de la ciudad son tantos y
tan diversos, que al final se hacen uno solo: se convierten en una eterna
canción que envidiaría cualquier músico de renombre y que nos recuerda que
mientras la escuchemos, sabremos que seguimos estando vivos y aquí.