Higinio Esparza Ramírez forma parte de una generación de comunicadores que ejercían el
periodismo con pasión y vocación cuando el aprendizaje de la profesión se
realizaba en las trincheras de la actividad cotidiana y no obstante
desempeñarse en medios que competían entre sí, los veteranos se convertían en
maestros de los bisoños por lo que tanto El Siglo como
La
Opinión ofrecían a sus lectores un producto de calidad. En la actualidad ni La Opinión ni
El
Siglo son lo mismo. El trabajo de Higinio lo publica en su edición de junio la
revista Progreso de Francisco Hernández González.
“A todos los que ejercimos y ejercen ésta misión”
Alejandro Saborit Irigoyen, Eduardo
Elizalde Escobedo y Arturo Cadivich Michelena, fueron tres competentes
reporteros del diario matutino “La Opinión”. El tercero el más académico de
aquellos, de hecho empíricos, pues en aquel entonces no existía en la comarca
lagunera la licenciatura en periodismo o bien, no había dinero para aspirar a
la profesionalización en la capital de la República. Como los boxeadores, la
mayoría de los futuros informadores era de cuna modesta. Conviví con ellos un buen rato,
en aquella época en que comencé a desenvolverme como improvisado reportero de
guardia en El Siglo de Torreón.
Sólo sabía mecanografía y algo de
ortografía, pero nada, absolutamente nada, de las faenas reporteriles y menos
de redacción. Sólo llegué hasta el segundo año de la carrera de comercio, no
conocía ni la sintaxis ni la prosodia y hasta la fecha sigo igual de ignorante
en ese renglón...
Una noche un automovilista atropelló a
un motociclista en el sector oriente de la ciudad y salí “volando” a cubrir el
accidente. Alejandro y Eduardo se me adelantaron. Ambos cubrían exitosas
jornadas diurnas, escribían excelentes reportajes y crónicas, pero como eran
muy inquietos y entregados a la profesión, cuando faltaba el guardia nocturno
ellos se habilitaban como tales y en ocasiones Arturo se les unía.
La modernidad trajo el progreso económico a El Siglo pero en el proceso perdió la identidad que nos hacia verlo como algo propio. |
Los encontré de rodillas, empinados, con
la cabeza prácticamente debajo de la carrocería del automóvil causante del
percance. “Pobre hombre”, “está destrozado, se le desprendió la cabeza”,
exclamaron compungidos al darse cuenta de que yo me acercaba.
Me quedé azorado, de pie; ellos se
levantaron, se sacudieron la tierra de los pantalones y en el momento en que me
agaché para comprobar por mí mismo lo que habían relatado en voz alta y con
fingido pesar, estallaron en carcajadas. No había nada, ni abajo ni alrededor.
Avergonzado por la burla –fue la
novatada que tuve que pagar- me levanté y los miré con rencor.
Tres o cuatro noches después Elizalde me
llamó por teléfono: -Higinio, hay una bronca fenomenal en la zona de
tolerancia; hay mujeres gravemente heridas y otras detenidas por la policía. Se
pelearon por los tortillones que vende “La Güera” allá nos vemos, y colgó.
A mis 17 años, sin pizca de malicia, le
creí. En menos de diez minutos llegué al lugar indicado y me detuve ante el
estanquillo de “La Güera”. Había paz y tranquilidad, sin evidencias de ninguna
batalla campal. Se me acercó un individuo con ojos vidriosos: -¿Usted es
reportero? Ya se las llevaron, a unas la Cruz Roja y a otras la “Julia”. – ¿Me
da sus nombres? Le pedí. –Carolina Herrera, Rosita Alvírez, Lola La Trailera,
Mercedes Benz “La Meche” y soltó una risotada… en ese momento comprendí. Solté
los brazos, pluma y libreta y me alejé cabizbajo, confundido y derrotado.
El resentimiento duró poco, pues con el
paso del tiempo se convirtieron en guías y maestros; me cobijaron con su
amistad y comencé a aprender la carrera leyéndolos y conviviendo con ellos,
principalmente en las cantinas donde Arturo se mostraba como un orador de
grueso calibre y un profundo conocedor del trabajo periodístico.
Lamentablemente, Alejandro murió a los 33 años afectado por un implacable
cáncer pulmonar (Nos legó un librito intitulado “Vértice” donde reunió sus
reportajes más sobresalientes, incluyendo una crónica sobre una intervención
quirúrgica de alto riesgo… “El reloj marcaba las 7: 30 de la mañana”, comenzaba
más o menos el relato) Arturo le siguió poco después a consecuencia de un tumor
cerebral y Eduardo, el más simpático, bromista y bohemio del grupo, también se
fue más tarde. Recuerdo que una noche, en el bar “La Fama”, presumió, colocándola
en la barra a un lado de un espumoso tarro de cerveza, una medalla dorada que
le dieron como premio por una destacada cobertura periodística.
Alfredo Rivera Martínez |
Por el lado de El Siglo de Torreón,
igualmente tuve la fortuna de crecer laboralmente con José de la Parra, Rodolfo
F. Guzmán y Guillermo Galván Rivas, el primero un especialista en las crónicas
policiacas y sobre accidentes célebres, tradiciones regionales, hechos
sobrenaturales y fantasmas; el segundo, un redactor dedicado en sus inicios a
la difusión del deporte en todas sus ramas y posteriormente reportero a cargo
de las fuentes informativas de Gómez Palacio y Lerdo y de todos aquellos
sucesos que deberían conocer los lectores; el tercero recorría afanosamente a
pie, maletín bajo el brazo las oficinas públicas y los comercios más pujantes
de la época, acaparando toda la publicidad a cambio de jugosas comisiones.
Siempre vistió de traje, uno sólo, de tono gris desteñido, de cuyos bolsillos
extraía natillas de cajeta para paliar el hambre que le acosaba durante los intensos
recorridos. Semi calvo, moreno, de cara redonda, se mostraba imperturbable, y
escribía con los dos índices extensas cuartillas en seguidilla, sin separar los
párrafos.
Cada mes de diciembre les regalaba a
todos los trabajadores de El Siglo, anforitas con aguardiente, práctica que
años después yo también le daría vigencia pero con botellas de tres cuartos de
“Presidente” que ponía en manos de formadores, linotipistas, prensistas, mensajeros
e intendentes y alguno que otro administrativo. A mi compadre Roberto, jefe del
taller de formación, lo alegraba con botellas de sotol que me traían ex profeso
de Cuencamé.
De don José de la Parra fumaba cigarros
“Delicados” uno detrás de otro, usando como cenicero un candado Yale que perdió
la forma pues lo cubría una gruesa capa de residuos de tabaco quemado.
Don Rodolfo también aspiraba pitillos de
la misma marca –gruesos, ovalados, sin boquilla “para hombres muy hombres”-,
por lo que el ambiente en que me desenvolví primero como mensajero y después
como encargado de recibir y pasar a máquina las corresponsalías y cubrir la
guardia, estaba impregnado de humo de cigarros, al grado de formarse nubecillas
sobre la cabeza de los adictos que se extendían y enrarecían el ambiente.
También escribían con dos dedos, pues no sabían mecanografía.
Alfredo Rivera Martínez, el más joven en
la redacción, igualmente fumaba con la misma ansiedad mientras tecleaba a dos
manos sin descanso. Fue del mismo modo empírico como el resto de sus compañeros
y se valía de un diccionario de sinónimos y antónimos para escribir la palabra
correcta, sin repeticiones ni confusiones. Tuvo a su cargo las fuentes policiacas
donde llegó a ejercer una influencia desmedida al grado de que nadie le hacía
sombra. En una ocasión le pidió a nuestro director general un aumento de
sueldo, y el jefe, tan hábil mentalmente como él, le preguntó: ¿Qué fuente
cubres? –La policiaca. Con eso tienes Riverita, te basta y sobra. Alfredo, por
cierto, fue el primer reportero en extorsionar a su propio director a quien convencía
con su labia singular.
Recién entrado yo al periódico, don
Antonio le ordenó a Rivera Martínez, apodado “La Ternera”, que me enseñara los
principios básicos del oficio a raíz de la muerte de don Rodolfo Guzmán, a
quien tuve que cubrir por fuerza. Riverita nunca me enseñó nada directamente y
me puso en las perniciosas manos de Alfonso (Ramírez) Leyva, reportero de “La
Opinión” de quien tuve que soportar varios años de sometimiento, interferencias
en mi vida privada y privación de información importante. Hasta ahora no me
explico por qué razón don Antonio toleró esa situación anómala y permitió que
la cobertura de El Siglo siguiera siendo inferior e incompetente de aquel lado
del río Nazas. Tal vez porque siempre le tuvo aversión a las cosas ocurridas en
el lado duranguense y no le interesaba cubrirlas con eficiencia, oportunidad y
calidad.
"El tiempo pasa... y se llevó a La Opinión". |
Ninguno de los redactores y reporteros
mencionados recurrió en sus escritos a palabras altisonantes, vulgares y de mal
gusto, como ahora lo hacen el intocable y prepotente López Doriga, el fanfarrón
Carlos Marín, el soberbio Gómez Leyva y no pocos redactores laguneros recién
egresados de las universidades como licenciados en ciencias de la comunicación,
muy proclives además al gastado lugar común de escribir reportajes sobre prostitución
tanto en revistas como suplementos y en los propios diarios, reproduciendo
palabras procaces de los entrevistados como si fueran sus voceros.
Aquel fue El Siglo de Torreón en los
inicios de una carrera que desempeñé durante casi cincuenta años, plagaba de
sinsabores, esfuerzos, fallas, decepciones y regaños; después vendrían etapas
más llevaderas al comenzar a entender la actividad, en ocasiones empañada
duramente por omisiones deliberadas provocadas por un falso e indebido sentido
de la amistad con funcionarios públicos, de quienes no pocos jefes de redacción
extraviados se hicieron compadres.
Ahora, lamentablemente El Siglo ya no es
El Siglo de antes, como comentara acertadamente un ex siglero cuyos padres
cubrieron tareas importantísimas en el Diario Defensor de la Comunidad, al
cual, en lo particular, le debo tanto, lo mismo en aprendizaje y formación
profesional que en bienestar económico.
Mi retiro definitivo fue alegre al
principio, triste después y decepcionante más tarde porque el nuevo Siglo me
cerró sus puertas durante los siguientes trece años. Ante mí reiterada
insistencia, porque no podía asimilar ese aparente rechazo el año pasado,
Enrique Irazoqui las abrió de nuevo, esporádicamente, pero ya no son las mismas
emociones de aquel rico pasado.
Por fortuna, en ese largo lapso de
anonimato, me reencontré con los viejos amigos que me acompañaron en la lid periodística,
todos trabajadores de los diarios competidores y del mío, quienes se formaron
muy jóvenes a mi lado –yo ya estaba madurito- y también aprendí mucho de ellos,
sobre todo por su entrega y entusiasmo: Javier Adame, Aurelio Alvarado Favila
–actualmente magistrado y doctor en ciencias jurídicas- Víctor Campos, Sergio Uribe,
César Acosta, Onésimo Zúñiga, Pedro Belmonte Rivas (QPD), Cuauhtémoc Torres,
Hugo Ramírez Iracheta, Gerardo García Cruz (ya fallecido), Isaías Solís
Maldonado, Claudio Martínez Silva y Jesús Máximo Moreno Mejía, por cuya culpa
sigo terco en pergeñar (“oilo”) estos escritos.
Mención especial merecen Javier Adame
(Noticias de El Sol de la Laguna), Francisco Hernández González (PROGRESO Comarca
Lagunera), René de la Torre e Irma Bolívar Ayala (Extra de la Laguna) por la
generosa acogida que me han dado en sus respectivas publicaciones. Espero no
decepcionarlos…