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2 de noviembre de 2014
"Calaveras", una hermosa y casi desaparecida tradición
La de
panteones o calaveras es una hermosa tradición mexicana, que no obstante que se
reduce el número de quienes la cultivan se resiste a desaparecer, el presente texto
es un artículo de Fausto Martínez Marroquín que encontramos en la página www.mexicodesconocido.com.mx y que si
nuestros seguidores quieren ver en su sitio original pueden ir al enlace:
http://www.mexicodesconocido.com.mx/calaveras-hermosa-y-casi-desaparecida-tradicion.html
Cuando hablamos de la vida, la muerte
siempre tiene lugar. Pero no son el temor ni la tristeza las compañeras de la
“calaca” en esta ocasión. Son la escritura en verso y los grabados que dan vida
a imágenes divertidas y jocosas, transformadas en una alternativa de desahogo
cuando se vive una pena.
Una de las tradiciones mexicanas en
peligro de extinción son las “calaveras”, antiguamente llamadas “panteones”.
Las calaveras son como un epitafio-epigrama
lacónico, dice el zamorano Eduardo del Río “Rius”, y están escritas en forma de
verso dedicado a los amigos, familiares o conocidos sólo en Día de Muertos. Una
de sus características es que constituye una oportunidad para expresar lo que
se piensa acerca del otro, de espacios, funciones o cosas, de un régimen del
pasado y del presente. No es fácil decir lo que uno piensa de los demás, por
eso las calaveras constituyen una forma de literatura valiente.
Quienes escriben panteones son personas
que ven la muerte con un sentido del humor, combinado con ingenio que le
imprimen a sus escritos. Gustan desarrollar su imaginación para decir lo que
piensan, aceptando el reto de comunicarse en verso, octavas o décimas de todos
los sabores y gustos.
Esta forma de escritura se desarrolló
desde el siglo XIX. Al cobrar fuerza en el siglo pasado, las calaveras
comenzaron a ser censuradas por los gobiernos en turno debido a que una gran
cantidad sirvió como crítica a los funcionarios, pues en ellas se manifestaba
la inconformidad que imperaba entre los gobernados. La policía llegó a
confiscar o destruir muchas de éstas, por eso no es fácil encontrarlas en las
hemerotecas. A pesar de la censura, en el Día de Muertos se ejerce -ahora muy
poco- esta forma de escribir, con el consentimiento de las autoridades.
Hay quienes hicieron periodismo atrevido
con las calaveras dedicadas a magistrados, maestros, poetas, militares,
artistas y otros personajes, mismas que publicaban en hojas sueltas, en
periódicos o revistas y se vendían al público el 2 de noviembre. Entre estas
publicaciones está La Patria Ilustrada, semanario decimonónico que registra
algunas de las calaveras más antiguas.
También hay quienes se manifestaron con
gran fuerza en el arte sobre el tema de la muerte. El más reconocido por sus
grabados e ilustraciones de calaveras fue el artista José Guadalupe Posada. Sus
calacas de Francisco Villa, de Zapata, sus famosas catrinas, don Quijote de la
Mancha y calaveras ciclistas, entre otras, dieron la vuelta al mundo.
Después del gran movimiento de masas e
ideas que significó la Revolución Mexicana, arreció el control de escritos
sobre la vida política y, como consecuencia, las calaveras abundaron sobre
personajes famosos como Diego Rivera, Tata Nacho, Rodolfo Gaona, Joaquín
Pardavé, Guty Cárdenas y otros.
El Ipiranga de Enrique Peña Nieto
No solo en México, en muchas partes del mundo se escuchan
voces que demandan la renuncia de Enrique Peña Nieto como presidente del país. La causa principal de la inconformidad
contra el joven mandatario es su incapacidad, que se puso de manifiesto con los
sucesos de Tlataya y Ayotzinpa, además del estado fallido a que han dado
lugar en entidades como Guerrero y Michoacán las actividades de la delincuencia
organizada, el trasiego de drogas y las bandas de sicarios que imponen su ley
en poblaciones como Torreón.
“Históricamente, la realidad era
otra: el Siglo XIX había zarpado con Porfirio Díaz en el vapor Ipiranga. Por
largos años, México se hundiría en una guerra civil que a los ojos porfirianos
parecería interminable e inútil. Al paso del tiempo, los designios de la
historia condujeron al país a un nuevo orden: el orden revolucionario”.
Enrique Krauze. El Destierro.
En el párrafo tercero de una carta fechada el
25 de mayo de 1911, Porfirio Díaz en ese entonces Presidente de la República se
dirigía a los CC Secretarios de la H. Cámara de Diputados y en la cual expresó:
…vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva… y lo
hago con tanta más razón, cuanto que para retenerlo sería necesario seguir
derramando sangre mexicana.
Así concluía una época del país y se iniciaba
otra, la que actualmente en este 2014 vivimos en un México ayuno de control gubernamental,
sumido en su peor crisis con un presidente de la República que no atisba a
saber dónde está ubicado, y en cuya soberbia no cabe el concepto de dejar el
poder para bien del país.
Estamos en medio de una hoguera incendiada
por el crimen, el hambre, el desempleo, la corrupción gubernamental, de una
economía entregada a Wall Street, en medio de un gabinete inepto que por si
fuera poco llega a cobrar hasta el cincuenta por ciento de comisión por cada
uno de los apoyos económicos que oficialmente se entregan; es decir estamos en
un mar lleno de rapaces y de un México bronco que está otra vez despertando.
La detonación de la crisis no es reciente,
hace al menos casi 500 años en 1521 cuando violada la madre indígena dio a luz
a una raza que todavía no sabe quién es, a dónde va, ni qué busca, por la
simple y sencilla razón que fue destrozada por un grupo de reos, el látigo y la
cruz.
El miércoles 29 de octubre Enrique Peña Nieto
vivió su fin de viaje como gobernante, ante la presencia de los padres de familia
que le reclamaron la aparición de sus hijos ausentes, estudiantes de la Normal
de Ayotzinapa desde hace más de un mes desaparecidos y supuestamente algunos de
ellos involucrados con la banda de narcotraficantes “Los Rojos” y entregados a
otra banda llamada “Guerreros Unidos”.
Esta es sencillamente una manifestación más
de un estado fallido, donde el ejecutivo en sus tres niveles de gobierno, el
poder legislativo y el judicial han hecho todo lo necesario para fracasar y la
gente grita desesperadamente que se les haga pagar ojo por ojo y diente por
diente.
Una vez más han traicionado la voluntad
popular, engañándola y enriqueciéndose hasta la ignominia de los presupuestos
ciudadanos. Nada va a lograr el gobierno con la confusión y las permanentes
declaraciones a los medios de información, porque ya les llegó la hora de
dimitir, largos años de dolor hemos tenido, largos años de tristeza todavía nos
esperan.
Se han asesinado personalidades como la de un
presidente reelecto, a un candidato presidencial del partido oficial, se han
asociado en suculentos negocios los grandes capitales nacionales y extranjeros
en transacciones más que lucrativas, solo recordemos la compra venta de una
empresa redituable como la minera carbonífera Río Escondido y que decir de TELMEX,
más casi 200 paraestatales en beneficio de los altos círculos de poder.
Las modificaciones al articulado
constitucional se han hecho según les ha convenido, por todo esto le ha llegado
el momento al presidente Peña Nieto para que renuncie y se vaya del país y en
consecuencia se convoque a la refundación del estado mexicano y mientras tanto
se nombre a un cuerpo colegiado a iniciar este proceso para darle un nuevo
rumbo al país.
Para lograr esto, se tiene que formular una
ley de amnistía y ejercer el poder mediante el control del mencionado colegiado
nacional y se inicie el establecimiento de un Congreso Constituyente que haga
las modificaciones necesarias y la transformación de las instituciones y
partidos políticos establecidos.
Este planteamiento debe realizarse porque de
todos es sabido que delincuencia y gobierno hoy son un cuerpo indisoluble.
Los abusos y los asesinatos como es el caso
del Presidente del PAN y del dirigente de la CNC en Guerrero seguirán sin
control, estamos ya sumidos en el mar de la violencia, negarlo es simplemente
prolongar la agonía. La guerra hoy instalada en Guerrero, Michoacán, Oaxaca y
Chiapas; también se vive en Tamaulipas y Sinaloa, lo mismo que en Sonora. Es
tan preocupante el asunto que el Papa Francisco en El Vaticano ya tomó cartas
en el asunto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington y ya
se trata en el seno de la Comunidad Europea.
Debemos evitar seguir cayendo en el
desfiladero de la corrupción, a la cual llegamos por los excesos de los grupos
en el poder; debemos construir el México del futuro que solucione nuestras
contradicciones, porque la nueva revolución ya está instalada en México desde
hace varias décadas, situación que se predijo pero no nos dimos la oportunidad
de cambiar, alejemos la violencia, todo esto se puede lograr si el licenciado
Enrique Peña Nieto renuncia a la Presidencia de la República y deja actuar al
nuevo poder ciudadano, ya en su momento el escritor el escritor Carlos Fuentes
predijo que el entonces candidato Peña no tenía estatura de estadista, por lo
que le recomendamos renunciar al cargo que ostenta por el bien del país, de su
familia y de usted mismo.
Celular:
871 163 3813
La Caldera del Diablo, el regreso a Torreon Place
Recuerdo
que mi tía Amelia solía decirle a mi mamá: “Elvira, ten cuidado con los libros
que dejan a la mano de esta niña; siempre está sentada junto al librero, y no
se fijan en lo que está leyendo. Ya vi que tienen la novela del programa que
están pasando en la televisión, ese de la Caldera del Diablo”. Tal vez sería
allá por 1966 cuando mi tía Amelia se alarmaba de lo que, probablemente, me
estaría yo enterando a través de esas novelas pecaminosas; nada que no
sucediera en Torreón: infidelidad, abortos, incesto, doble moral, corrupción religiosa, racismo,
clasismo y otras simplezas tan humanas como el alcoholismo, también.
Pero
no. Nunca leí el libro de Grace Metalious; tal vez, algún domingo fui testigo
de cómo mis papás absortos veían la versión hecha para la televisión, Peyton
Place, en donde se daba a conocer una jovencísima Mia Farrow. Pero nunca olvidé
el título del libro, porque eso me parecían las ciudades pequeñas, un hervidero
de chismes y cosas turbias, algo que debía enterrarse en pozos muy profundos
como los tesoros que estaban escondidos en muchas partes de Torreón, según contaba la
leyenda urbana.
Han
transcurrido cerca de cuarenta y ocho años desde aquellos tiempos en que, poco
a poco, me iba convirtiendo en adolescente, y todo esto me viene a la memoria
porque, hace casi un año, me vi envuelta en algo a lo que nunca relacioné
directamente conmigo; estaba segura que había sido yo una espectadora muy circunstancial, simplemente había
sido acompañante del sujeto a quien afectaba directamente el suceso.
El
Doctor Oz es un púber que me acompaña desde la época en que mataron a Kennedy,
terminamos juntos la primaria y cada quien siguió diferente camino al llegar a
la escuela secundaria. Sin embargo, parece que no completamos alguna tarea
desde hace casi medio siglo, y nos hemos reencontrado tal vez para terminarla.
El Doctor Oz y yo ahora tenemos 61 años, él es mayor que yo por cinco meses;
cuando llegamos a coincidir para recordar o para revivir viejos tiempos,
suceden cosas mágicas y extrañas.
En
agosto de 2013 andábamos cada quien en asuntos familiares en nuestra ciudad
natal, habíamos quedado en vernos un lunes en la tarde para pasear por las
calles de la desolada ciudad. Al filo del mediodía, me envió un mensaje a la
ouija cibernética para decirme que le habían avisado que acababa de morir un
antiguo amigo de su juventud; me ofrecí para acompañarlo a pasar la tarde en la
funeraria en donde ya se estaba velando el cuerpo de su amigo. Llegamos al
lugar en el cual, en su triste momento, también se realizó el funeral de mi
papá 22 años antes. Recuerdo que el conjunto de salas de velación se llamaba
Jardines del Parque.
El
doctor Oz me contó, entre consternado y avergonzado, que meses antes su amigo,
apenas fallecido, le había enviado la solicitud de amistad a su feísbu, pero la
había rechazado porque no se le hizo familiar el nombre del solicitante. Muy
asombrada le pregunté que cómo era posible que no recordara el nombre de un
amigo tan cercano; se justificó diciendo que siempre lo conoció más por su
apodo que por el nombre estampado en la respectiva acta de nacimiento. “El
Diablo, así lo llamábamos”, fue la explicación que dio ante mi azoro. Se
mostraba emocionalmente muy adolorido, pero no recordaba el nombre completo de
alguien que estuvo presente en momentos cruciales de su vida. Algo inaceptable para mí.
Ya
lo dije anteriormente que el Doctor Oz y yo tenemos la misma edad, somos de los
nacidos en el 53, como dice la canción. Mientras a mí me gusta lucir mis canas
y hacer alarde de lo mucho que me han enseñado los años (al revés de José
Alfredo), al doctor Oz le gusta sentir que Cronos ha pasado cerca de él sin
voltear a verlo siquiera; pero este dios es inflexible, poco misericordioso, y
ha estampado su huella en mi amigo igual que hacen los vándalos al grafitear,
por mero resentimiento, una hermosa pared recién pintada. Así es la crueldad
del dios del tiempo de los humanos. Sin embargo, cuando percibo el aroma a
manzanas, canela y almendras tostadas que envuelve nuestro espacio cuando
estamos cerca, imagino que somos dos personajes escapados de alguna escena
primaveral y tormentosa pintada por Pierre Auguste Comte.
Y
la memoria me lleva de nuevo a los jardines del fúnebre parque aquella tarde de
agosto. El doctor Oz permanecía de pie junto al ataúd de su amigo, lo
contemplaba entristecido. Yo no conocí al Diablo, el difunto, no tenía idea de
cómo había lucido en vida; me acerqué respetuosamente al féretro, junto a mi
acompañante. Aparentemente había sido un hombre no muy alto y delgado, no puedo
decir qué tan apuesto pudo haber sido en alguna época de su juventud; había
muerto de cáncer pero el gesto de su rostro era sereno; creí ver en su boca la
débil mueca de una sonrisa, ¿me sonreiría a mí, a quien no conoció? ¿Nos
sonreiría al doctor Oz y a mí? Ahora creo haber visto cierto rictus de burla en
los labios. ¿Podría ser?
El
Diablo tuvo un bello nombre de pila y dos apellidos como corresponde a todo
ciudadano nacido en México. Su apellido materno –muchos dicen que debería ser
el primero que lleváramos, porque es seguro que sí seamos hijos de nuestra
madre, al menos por aquello de la teoría del genoma mitocondrial- fue Caldera.
Meses después encontraría una gran relación entre su apodo y el apellido de su
madre.
Por
empatía natural, sentía pena por su esposa e hijos, en pocos meses nacería su
primera nieta, lo que llevaría a los demás a repetir el lugar común de vida por
vida; yo solamente lo observaba todo, y no le di importancia a la calle en
donde quedaba ese supuesto verde remanso de paz, aquel lugar para la despedida antes
de que la materia acabe en la nada.
El regreso a Torreon Place
Son
casi las ocho de la noche, y a pesar de que aún hay corredores entusiastas y
disciplinados dentro del antiguo bosque de la ciudad, las calles cercanas están
oscuras y casi vacías. Lucen descuidadas las banquetas y muchas de las casas ya
están viejas y deterioradas, todo huele a abandono, esas amplias avenidas que
recorrí tantas veces en los poco más de veinte años que viví en Torreón ahora
me parecen desconocidas y totalmente ajenas, solamente me reconforta el aroma
dulzón de las lilas recién florecidas; y yo que pensé que moriría sin poder ver
de nuevo los árboles cargados con las florecillas lilas y blancas que tanto
refrescaban con su sombra las torturadas calles por el sol del verano.
Ahora
me dirijo a la academia en donde empezaré una nueva etapa en mis clases de
baile; el movimiento me hace falta como el aire para poder vivir; voy animada
pensando en la gente a quien veré por primera vez en la vida, quién sabe si de
ese grupo llegarán a surgir nuevas amistades, y el profesor, ¿qué huella dejará
en mí?
Una noche de abril
Apenas
inicia abril y la atmósfera de primavera se deja sentir esta noche demasiado
sofocante, hace mucho que no sentía este aire caliente recién terminado el
invierno, porque no hay que confiar en que el frío se haya ido hasta la próxima
temporada; los días de la cuaresma son tan climáticamente veleidosos que nunca
se sabe cómo amanecerá mañana.
Espero
afuera de la academia de danza por el taxi que habrá de recogerme para llevarme
a casa; apenas pasa el cuarto después de las nueve y la calle está casi
desierta, no hay ningún transporte público cerca para poder regresar, con
cierta seguridad, a casa de mi mamá. Solamente se ve cierto movimiento contra
esquina de la acera donde me encuentro; es una funeraria y los dolientes
tendrán que retirarse en una hora más, ya que por cuestiones de seguridad, en
esta ciudad los velatorios no permanecen abiertos durante toda la noche. Y
empieza mi práctica de ensoñación, de viajar en el tiempo para evadirme de la
espera del taxi y de la impaciencia que estoy sintiendo. Y recuerdo la tarde de
agosto de hace poco más de siete meses. El doctor Oz y yo en esa funeraria;
pretendo ver a nosotros mismos caminar por la calle rumbo al coche o del coche
rumbo a la entrada del edificio para dar el pésame a la familia del Diablo,
amigo de sus amigos aunque tuviera sobrenombre de ángel caído. Recorro la
fachada del edificio y me llama la atención el logotipo de la empresa fúnebre:
una enorme G; me recuerda la G de la escuadra y el compás, pero es la inicial
de Gayosso, y me río burlonamente de mí misma. ¡Pero, cómo! ¡Hasta acá me
persigue ese lugar de tristes recuerdos! El velatorio que está contra esquina
de mi clase de baile ya no se llama Jardines del Parque, ahora pertenece a la
empresa de Félix Cuevas y Gabriel Mancera. ¡Acabáramos!
Es
inútil mi sorpresa y molestia por esta invasión de salas mortuorias en mi vida,
debería estar acostumbrada; desde niña pronto me familiaricé de una manera muy
natural con la muerte.
En
mis primeros nueve años de vida fui testigo de la muerte de varios niños entre
amiguitos y vecinos de los alrededores de la casa, muerte natural la mayoría y
uno por atropellamiento.
Nuestra
escuela primaria estaba a cinco cuadras de la última casa que habité en
Torreón; en el camino me topaba con dos funerarias, una estaba exactamente en
frente de la escuela, se llamaba las Tres Ave Marías. Y durante unos siete o
nueve años, vivimos a lado de otra funeraria; los dueños, aparte de vecinos,
también se volvieron nuestros amigos. ¿Cuántos muertos traeremos junto a
nosotros? ¿Vivirá cada quien en su respectivo Comala? Un pueblo habitado por
espectros, como esta ciudad a la que le
escurre sangre por sus calles, sangre de los masacrados cuando menos lo
esperaban; parece que los gritos de dolor salen de entre los muros, tal vez por
eso la mayoría de los vivos se encierra en sus casas para no escucharlos.
El Diablo y Caldera, la caldera del diablo, pueblo
chico infierno grande.
El
clima apenas empieza a calentarse y me asusta pensar en el calor infernal que
podría asolar a la ciudad en el verano. Y vuelvo a pensar en el Diablo dentro
de su ataúd, ¿por qué me habrá parecido que sonreía? Tenía bastantes horas de
muerto cuando yo lo vi por primera vez ¿sabría para entonces cosas del futuro
como dicen que pueden conocer los desencarnados? Porque ¿cómo diablos podría yo
imaginar que casi siete meses después de ese lunes de agosto, volvería a
caminar por las calles aledañas para llegar a la academia de danza sita contra
esquina y en la siguiente cuadra del velatorio? En ese momento estaba en un lugar
para el duelo y el llanto; medio año después, al cruzar la calle, empezaría una
nueva etapa para continuar girando en la loca danza de la vida.
A
los temerosos de la muerte y que disfrazan su miedo comportándose con una
actitud demasiado ceremoniosa y sensiblera ante tales circunstancias, les
parecería irreverente el que encuentre bastante paralelismo entre lo que ocurre
en esa sala de velación y lo que hacemos en este estudio de danza. Allá se
encuentran quienes han dejado esta vida limitada para alcanzar la verdadera, la
vida eterna; muchos se han ido esperando un renacimiento que los compense de
las vicisitudes por las que atravesaron en este mundo.
Quienes
asistimos a esta sala de baile lo hacemos con un fin parecido. Me gusta
imaginarme como una especie de derviche giradora, alguien que busca ser un
canal entre el cielo y la tierra, girar para lograr la victoria sobre la
muerte, esclarecer la mente para conocer la verdad.
Aquellos
que están siendo velados en la funeraria de enfrente se han tenido que
convertir en cuerpos inanimados, macilentos, pronto empezarán a despedir un
olor pútrido –aunque los cementerios están llenos de cadáveres en olor de
santidad, todo mundo ha sido tan bueno-, para así llegar al cielo, ver a Dios y
que les sean desvelados los misterios.
Estoy
aquí chorreando vida, el sudor me escurre desde la cabeza a los pies. Mis
facciones se afilan, los ojos se agrandan y se me ha iluminado la mirada, mi
cara enrojecida toma el color de una manzana de oro*, el corazón late a mil por
hora, siento los pulsos en la garganta y huelo a vida, el poco aire de la noche
me devuelve el olor a hierbas de mi perfume.
Hace
meses que no veo al doctor Oz, no sé qué diría si me viera aquí con este aspecto
que para algunos pudiera resultar repulsivo, pero todo indicaría que estoy
viva.
Giros
y vueltas hacia un lado y después hacia el otro en el círculo de la vida; el
doctor Oz, el Diablo y yo.
Una señal luminosa en el cielo
Camino
lentamente, mis pies adoloridos me hacen ir muy consciente de mis pisadas al
recorrer la desierta pero tranquila callecita donde queda la casa de mi mamá.
El aroma de los jazmines se vuelve más embriagante conforme avanzo para
alcanzar la reja de la entrada. Me ilusiono de forma narcisista al pensar que
esta primavera los jazmines se llenaron a propósito de verdes botones que
revientan de la noche a la mañana en hermosas y perfumadas flores blancas, sólo
para complacerme, sólo porque Dios quiso consentirme. Antes de meter la llave
en la cerradura contemplo los macetones y jardineras, y me transporta la
memoria a la vieja casa del centro de la ciudad, la de la Matamoros (el nombre
de la calle), y recuerdo al doctor Oz cuando era un niño precoz; lo veo
vagabundear junto al grupo de chiquillos que se reunían para patear un balón o
para trepar a una palmera y después estrellarse en el suelo. A veces me veía,
otras muchas me ignoraba. El futuro doctor Oz, tal vez por su corta edad, no
sabía aquello de que quien desprecia, comprará.
También,
hace muchos años, el doctor Oz se fue de esta ciudad, pero me ha dicho que
tiene el firme propósito de regresar al lugar donde nació; quiere regresar a
esta tierra antes bañada por ríos, afluentes, canales y humedales; ahora está
seca, fraccionada, descuartizada.
Elevo
la mirada al cielo para ver qué tan estrellado está. Una luz me alcanza la
cara, pero no se trata de que las estrellas quieran penetrar en mis ojos ni es
la luz de la luna plateada sirviendo de farola. Jamás imaginé que algún día,
desde la puerta de esta casa, llegaríamos a ver un enorme anuncio de la tienda
de los Hermanos Hernández -H.E.B-, esa famosa tienda americana de comestibles y
algo más, esas iniciales que la gente pronuncia en un inglés nahuatlizado:
eichibi.
Entro
a la casa y cierro la puerta con un suspiro de alivio, estoy en mi refugio,
volví al hogar. Ojalá que el doctor Oz pueda regresar algún día. El conoce bien
el camino, solamente debe conservar el deseo en su corazón. No hay nada mejor
que tener un verdadero hogar.
Lilia Margarita
Rivera Mantilla Torreón, Coah., a 7 de mayo de 2014
*Manzana de oro:
pomodoro, tomate en italiano.
Eso fue nuestro
tomate mexicano para la cocina europea.
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