Roberta Garza. |
Es
sabido que el que con leche se quema al jocoque le sopla, y esto parece ser lo
que experimenta Roberta Garza al
escribir: “Por eso, veo con cierto sospechosismo el bombo y platillo que casi
20 años después acompaña los anuncios del presidente Enrique Peña
Nieto alrededor de unas reformas que parecen
estarse agriando mucho antes de cuajar. El último parabién nos informa que su
inversión en educación será histórica: 15 por ciento más en esta administración
que en las anteriores”. El texto forma parte de la entrega de la periodista
regiomontana en la edición de hoy de Milenio Diario Laguna.
Salinas
le apostó a las carretadas de dinero que prometía el Tratado de Libre Comercio
para buscar la permanencia en el poder, en el mejor de los casos, a través de
una enmienda constitucional que le permitiera reelegirse, si no en los comicios
inmediatos, sí en los subsecuentes —como hace Putin— y, en el peor de los
casos, a través de un sucesor dócil y un pueblo eternamente agradecido con el
tlatoani que por fin hubiera logrado para México una prosperidad verdadera: una
digna del llamado primer mundo.
Enrique Peña Nieto. |
Sabemos
cómo acabó aquellito. Por eso, veo con cierto sospechosismo el bombo y platillo
que casi 20 años después acompaña los anuncios del presidente Enrique Peña
Nieto alrededor de unas reformas que parecen estarse agriando mucho antes de
cuajar. El último parabién nos informa que su inversión en educación será
histórica: 15 por ciento más en esta administración que en las anteriores. Esto
sería celebrable si no destináramos 93 por ciento del presupuesto, por grande o
chico que éste sea, para pagar sueldos y prestaciones a maestros o a personal
periférico, con apenas un retazo para infraestructura —olvídense de
computadoras y equipo deportivo: hablo de ventanas, pizarrones, puertas o baños
que, en muchos sitios, no hay o se están cayendo— o para mejoras sistémicas que
sí repercuten directamente en la calidad educativa, como capacitación —aunque
motivos no faltan para justificar la omisión: ya vimos lo que pasó cuando se
quiso añadir inglés y computación al currículo de los normalistas— y diseño
curricular.
Vaya,
el problema de la educación en México nunca ha sido el poco o mucho gasto:
tenemos varias presidencias destinando un saludable 6 o 7 por ciento del PIB al
rubro, porción similar a países con sistemas educativos tan sanos como, por
ejemplo, Alemania, pero con resultados enteramente distintos. ¿Por qué? Porque
si sacamos de esa tajada el gasto directo por plantel o estudiante se hace
evidente por qué coleamos en las tablas mundiales: con apenas uno o dos puntos
porcentuales del presupuesto invertidos directamente en el alumno, quedamos muy
lejos del casi 20 por ciento que aplican directamente al estudiante nuestros
pares más ilustrados.
Y
los bemoles no acaban allí: la mayor parte de ese dinero lo distribuyen los
gobernadores, pero nadie puede saber cómo ni a dónde entre la maraña de
inspectores, líderes gremiales y comisionados que forman nuestra nutrida
burocracia sindical, misma que controla desde la asignación de plazas hasta el
material a impartirse en los salones, ocupándose de todo menos de proporcionar
un padrón de maestros confiable; los recientes intentos por levantar alguno han
sido boicoteados a molotovazo limpio por los docentes. Si a eso le añadimos que
las bondades prometidas por la reforma educativa que efectivamente conciernen a
la educación y no a asuntos estrictamente laborales, son pocas tirando a nulas,
llegarán lentas o son cada día de más incierta aplicación en las regiones
mexicanas donde más haría falta una educación de calidad, vemos que entre la
realidad y los anuncios que echan las campanas al vuelo hay un enorme trecho.
Pero
lo anterior no deja de ser anecdótico: ¿de dónde saldrá ese generoso aumento al
presupuesto, educativo y del gasto público en general? A corto plazo del
endeudamiento alegre, mismo que a mediano plazo Hacienda ve pagado con creces
gracias a las carretadas de dinero prometidas por la reforma energética.
Gulp.
@robertayque