Higinio Esparza Ramírez |
Un relato de la autoría de Higinio Esparza Ramírez
experimentado periodista ya jubilado que dio lustre a las páginas de El Siglo de Torreón.
Nuestro compañero sigue publicando en medios electrónicos e impresos, en el
caso particular del presente trabajo, lo tomamos para ofrecerlo a nuestros
seguidores de la edición de enero del 2016 de la revista Progreso que dirige el
amigo y colega Francisco Hernández González.
Una lúgubre oscuridad envuelve un hacinamiento de
tabaretuchos, alambradas y callecillas invadidas por tendidos de
fierro viejo. No hay focos encendidos y no se sabe si es de noche o de
madrugada o es un atardecer tenebroso sumido en las sombras, sin sol ni luna. Las
formas no se definen del todo y se diluyen entre vapores que surgen de las
alcantarillas o de los mismos locales de venta de fruta y vegetales podridos y
cosas metálicas inservibles que los herreros dedicados al arte las utilizan
para fundir esculturas en forma de caballos, tractores y motocicletas, torres
como la Eiffel y mantos de la virgen, todo a pequeña escala.
Iguales a dibujos
trazadas con crayón negro figuras humanas se mueven en un ambiente
enrarecido entre tinieblas y contrastes ambientales. Aparentemente se dedican
al comercio de legumbres, ropa usada y cachivaches pero trafican con objetos
robados. Son adictos a las drogas y los tatuajes. Curiosamente musculosos en la
misma proporción todos ellos, rostro redondo, moreno, llevan piocha en candado
y bigotillos que los hacen peculiares. Se peinan hacia atrás un pelo rizado,
corto, fijo y negro como el chapopote.
Como todos los forzudos, exhiben los bíceps que estiran
unas camisetas sucias, ennegrecidas por aceites y grasas. De las muñecas
cuelgan cadenas de oro y de cuero negro con figurillas pequeñísimas que
despiden destellos casi imperceptibles en escenas silenciosas que sobrecogen.
No se les ven las piernas pues las ocultan
los mismos tenderetes, sólo los torsos oscilantes y la mirada sin punto
fijo.
De pronto el zumbido de los esmeriles eléctricos rompe la
taciturnidad y los hombres aparecen con estos aparatos depilándose las axilas,
el pecho y los músculos gemelos en una robótica sesión de tatuajismo sobre la
piel viva. Otros emplean taladros y cepillos de carpintero para imprimir con
aguja dibujos ennegrecidos, afiligranados, en sus brazos y manos. Los hilos
eléctricos se cruzan y acunan y saltan sudores y sangre.
Erasmo no resiste más: suelta un llanto desgarrador,
incontenible y sufriente en alto grado, llora a gritos con los ojos dirigidos al
cielo; su enclenque pecho se sacude a cada gemido y los mocos escurren. El
cielo de la noche se empaña más con el lloriqueo gemebundo y catártico.
Aparentemente condolidos, los hombres lo miran pero no lo consuelan y vuelven a
lo suyo: desgarrar el pellejo con los artilugios electromecánicos y manuales.
El pequeño gimotea entre suspiros y lágrimas doloridas. Se
levanta del asiento y abandona la tétrica galería. Se acomoda el anuncio
enmarcado en cartón y madera que le cuelga de pecho y espalda y sale nuevamente
a la calle, a cumplir con sus tareas de publicidad ambulante. Es pequeño y
delgado y sus manos, finas y pálidas. Con ellas sostiene el cartel para que no
se lo arrebate el viento, un elemento más que se une a los vapores misteriosos
del lugar.
Lleva un mes fuera de casa, lejos del abrigo materno y el
calor de sus hermanos, escapó aquella noche en que tres de los tatuados lo
robaron sin piedad y consideraciones. En uno de los expendios de vinos y
licores del rumbo y por órdenes de su padre, había comprado una botella de
tequila, un refresco de toronja y un agua mineral. El despachador envolvió los
recipientes en papel periódico y los metió en una caja para zapatos.
Con el paquete en sus brazos, el niño se
introdujo entre los tabaretes desvencijados y oscuros de regreso a casa.
Conocía ya la ruta porque no era la primera vez que cumplía con esos
menesteres. Pero ahora tomó un atajo y fue a dar a un puesto de verduras hecho
de láminas de cartón acanalado propias para cubrir techos con goteras. Entre
penumbras un vendedor que parecía un fantasma, le ofreció una bolsa de nopales
picados a cinco pesos. Con una sonrisa le dijo que no y volvió nuevamente a la
calle abierta. Se acercó a las alambradas que delimitaban talleres y negocios
de fierros desechados y oxidados susceptibles de reciclaje y a medio camino lo
interceptaron los ladrones.
No se mostraron como tales sino
amistosos. Uno le pidió que descansara poniendo la caja sobre una mesa vieja y
agrietada y lo distrajo con pláticas y
señalamientos hacia la acera opuesta, momento que aprovecharon los cómplices
para sustraer las botellas y vaciarlas
en otros recipientes. Volvieron a poner el estuche en su lugar con los
envases vacíos envueltos con el mismo papel de periódico. Erasmo recuperó el
paquete pero lo sintió más liviano. No dijo nada y se retiró preocupado.
Reemprendió el camino de vuelta al hogar
y metros más adelante descubrió el despojo. Uno de los mismos hampones que lo
había seguido en forma paralela, metió una mano entre el alambrado y le sacó
limpiamente una medalla de oro que el chamaco guardaba en el bolsillo de la
camisa como preciada recompensa a sus afanes de niño aplicado en la escuela
primaria de su colonia.
Agobiado por sus desdichas, decidió no
volver a casa y se refugió entre las bancas y los árboles del parque cercano,
sabedor de que sería azotado por el padre. Dormía sobre cartones y se envolvía
con papel periódico para intentar abatir el frío que lo sacudía
intermitentemente. Apenas iniciado el día, comenzó a buscar un empleo temporal
en los comercios de la misma zona de mugre, desperdicios, vicios y miseria y pronto
lo encontró.
A sus frágiles diez años lo cubrieron
con un anuncio de cartón que le llegaba a los pies, con ofertas de detergentes
baratos. Un pelo de tono azabache y rebelde acentuaba la palidez de su cara y
sus ojos afligidos parecían apartarse de la miseria social que lo rodeaba. Su
enclenque figura contrastaba con los zapatones remendados que asomaban por el
suelo, muy parecidos a los que calzaba Charles Chaplin.
Sin quererlo, regresó al lugar donde lo
robaron. Se sentó ante los individuos que se tatuaban con esmeriles y cinceles
y estalló en un llanto prolongado y conmovedor que aún resuena en aquel
ambiente de miseria, promiscuidad y raterías que destroza vidas infantiles.
Desperté a las cuatro de la mañana,
acongojado, con el pecho oprimido. Desde la cama vislumbré a través de las
ventanas que dan hacia el jardín aún oscurecido de mi casa actual, el mismo ambiente surrealista y deprimente de
aquella aciaga y ya remota jornada que llenó de oprobio y de tristeza mi niñez.
El llanto, otra vez, anegó mis ojos.