Por su amenidad como escritor Armando Fuentes Aguirre se ha convertido en el autor de numerosos éxitos editoriales.
Durante muchos años se ha dedicado a la impartición de conferencias que atraen
numerosa concurrencia y cotidianamente lo publican una gran cantidad de medios
escritos y estaciones de radio. La presente historia la obtuvimos de uno de sus
varios espacios: Presente
lo Tengo Yo que se publica
diariamente en el periódico Vanguardia
de Saltillo.
Una
historia triste, como la soledad
He
contado la historia de don Manolito. Se dedicaba a juntar cacas de perro. No me
disculpo por decir tal cosa: ése era su trabajo. Iba por las calles de Saltillo
con una escoba y un recogedor de hojalata que tenía una tapa, la cual se abría
y cerraba por medio de un cordón. En ese recipiente recogía don Manolito los
excrementos de los canes callejeros. Cuando lo llenaba echaba el contenido en
un costalito que llevaba al hombro, bien cerrado para que no despidiera tufos
que molestaran a los transeúntes.
Don
Manolito tenía la concesión municipal de las cacas de perro. Ningún otro
ciudadano aparte de él podía recogerlas. Se disgustaba mucho cuando un
barrendero del Municipio realizaba lo que era de su exclusiva competencia. Y es
que para los demás las cacas de perro eran suciedad; para don Manolito eran
dinero.
En
efecto, las llevaba a una tenería donde le pagaban por ellas buenos centavitos.
Yo no sé para qué servirían las deyecciones de los perros. Al parecer, me han
dicho, contienen ciertos ácidos o no sé qué sustancias útiles para la
curtiduría de las pieles. El establecimiento que cité estaba por la calle del
Presidente Cárdenas. Ahí hacía sus entregos don Manolito, todos los días, ya al
pardear la tarde, y ahí le pagaban el precio de su mercadería.
Don
Manolito iba siempre muy bien vestido, quizá para disimular lo ingrato de su
oficio. Un albañil puede vestirse de albañil, pero ¿de qué se viste un
recogedor de cacas? No hay uniforme propio para el giro. Entonces don Manolito
se vestía de señor. Quiero decir que usaba terno —es decir, traje con chaleco—,
botines, polainas, alba camisa con cuello de pajarita, corbata de moño y bombín
negro. A ese atuendo añadía los domingos un bastón de junco, adminículo que el
resto de la semana no podía usar, por tener las manos ocupadas con la escoba y
el recogedor.
¿Olía
mal don Manolito? No, qué va. Se bañaba con un jabón de azahar que compraba en
el Mercado Juárez, de marca “Venamí”, y luego se rociaba generosamente con una
cierta agua de rosas, preparación secreta de una vecina suya que le vendía el
líquido aromático a precio exorbitante. Tan bien olía don Manolito que ni
siquiera las gatitas que iban a hacer las compras mañaneras olían como él. Y
sin embargo la gente juraba y perjuraba que don Manolito olía a caca de perro,
y cuando lo miraban venir decían: “¡Fúchila!”, y se pasaban a la otra acera.
¡Pobrecito!
Años
atrás quiso buscar esposa. Ganaba bien con su negocio —no tenía, según ya dije
arriba, competencia—, y era dueño de una casa de muy buen ver en la Colonia
González, donde vivían los protestantes. Pero ni los hermanos, con todo y ser
hermanos, se le querían acercar. Eso hacía sufrir mucho a don Manolito. Pero
más lo apesadumbraban el acoso y las burlas de la chiquillería. A él le
gustaban mucho los niños, los quería bien, pero no había chamaco que no gritara
al verlo:
-¡A’i
va la caca!
O
que dejara de decir, con voz de perro parlante:
-¡Guau!
¡Guau! ¡Ptrrr!... Ya hice, don Manolito. Venga usted por lo suyo.
Una
vez don Manolito conoció a una muchacha... Pero no dejemos que los gritos y
burlas de los niños estorben nuestra historia. Mañana la continuaré.
II
Humanidad,
hasta dónde nos vas a llevar
Cuando
alguien percibía un tufo ingrato arriscaba la nariz y comentaba:
-Huele
a don Manolito.
Decían
los chiquillos:
-Fulano
pisó una de don Manolito.
Y
es que don Manolito, ya lo dije, se ganaba la vida recogiendo las cacas que los
perros dejaban en las calles. Las vendía a una curtiduría cuyos dueños
utilizaban esas deyecciones, por no sé qué ciertos ácidos contenidos en la
sustancia excrementicia de los canes, para el curtido de las pieles.
Un
día don Manolito conoció a una muchacha, y cayó en amores. La cortejó de lejos
—de cerca no podía— y una tarde de domingo le declaró su amor en la Alameda,
para lo cual usó términos comedidos y corteses.
La
muchacha se sorprendió bastante al escuchar aquella declaración de un señor tan
bien vestido como don Manolito, pues ella era de condición humilde, y aún con
sus trapitos domingueros no se podía comparar con aquel señor que usaba botines
de charol, polainas, bastón de junco y bombín. Le dio una cita para el domingo
próximo, pero no asistió a ella porque durante la semana sus amigas le hicieron
mucha burla a causa de su pretendiente. Olía a caca de perro, le dijeron. Ella
también iba a oler igual, lo mismo que sus hijos.
Así,
la muchacha dejó plantado a don Manolito. No acudió a la cita. La buscó él,
esperanzado, pero la chica lo desengañó: no podía ser su novia, le dijo, ni
aunque le ofreciera matrimonio, porque tenía un oficio bajo. Lo habría aceptado
albañil, repartidor de botica o cantinero, pero no recogedor de cacas.
Movido
por esa consideración don Manolito renunció a su oficio y se hizo sacristán. Lo
recibió en Catedral el señor cura García Siller, que era de bondadosa condición
y quiso ayudarlo. Ya no olió a caca de perro don Manolito. La verdad es que
jamás había olido a eso, pues era limpio; se bañaba a diario, cosa que en aquel
tiempo nadie más acostumbraba. Pero ahora sí olía: a incienso; a las flores con
las cuales adornaba el altar; a la cera de las candelas que ardían ante las
hornacinas de los santos.
La
buena sociedad se enojó con don Manolito. ¿Quién iba ahora a recoger las cacas
de los perros? Los empleados del Municipio dijeron que ellos no. Al parecer las
cacas de perro no estaban en su contrato de trabajo.
Siempre
habían sido monopolio de don Manolito. Nadie más las debía recoger. Las calles
se llenaron pronto con los depósitos hechos por los perros callejeros. Las
damas y los caballeros no podían caminar sin pisar una caca. A causa de la
situación todos empezaron a cortejar a Manolito.
-¿Cuándo
vuelve a su empleo, don Manolo? -le preguntaban con mucho interés al terminar
la misa. Gente que nunca se le acercaba, y que se cruzaba de acera al verlo
venir, se dirigía a él con acento de súplica:
-Ya
vuelva a su trabajo, Manolito, por favor.
Halagado
por esa preocupación social don Manolito dio las gracias al señor cura, y
volvió a su antiguo trabajo. Otra vez se le vio por las calles de Saltillo con
su recogedor de cacas y con la bolsa de lona en que las iba echando. Y otra vez
la gente volvió a pasarse a la otra acera cuando lo veía venir. Y otra vez el
infeliz fue despreciado.
¡Ingrata
humanidad!
Jamás
se casó don Manolito. Cuando murió, sólo unos cuantos fueron a su entierro, vecinos
suyos de la colonia González. En el velorio decían todos en voz baja:
-¿No
se te hace que huele?