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24 de diciembre de 2018
21 de diciembre de 2018
El orfanato, Las Josefinas y Gabino Barrera
No sé si es porque hace pocos días
vi en Soriana el tomate (o jitomate) a más de $50.00 el kilo y la cebolla a más
de treinta.
No sé si es
porque este año no están instalados los puestos navideños alrededor del Mercado
Portales, y eso le resta ambiente festivo de época al lugar.
No sé si es
porque a partir de las seis de la tarde, ya está oscureciendo y las calles
empiezan a quedar desiertas; y como diría Sergio Endrigo, qué sucede que los
niños no juegan más en las calles. Ya no hay
tantos niños, y los que hay se quedan en sus casas. Y cómo puede haber alegría en la Navidad si
no hay niños.
Será porque mi estado de evolución de consciencia ya no me
hace correr a comprar regalos para obsequiar en diferentes intercambios, porque
así es la tradición aunque des y recibas cualquier mamarracho para no
desentonar.
Será porque la dieta -esa sí voluntariamente a fuerza- no
me permitirá comer esas delicias que solo como en esta época, pretextando la
noche de paz y noche de amor.
Será el sereno, pero para mí la Navidad perfecta fue aquella que viví hace unos sesenta años en un orfanato, en la que era mi bella ciudad natal, Torreón.
Será el sereno, pero para mí la Navidad perfecta fue aquella que viví hace unos sesenta años en un orfanato, en la que era mi bella ciudad natal, Torreón.
Por aquí les
dejo la pequeña historia:
"El Orfanato. Tal vez sería 1957 o 1958, creo que
nunca lo sabré bien; era muy pequeña y mi memoria aún no estaba bien entrenada,
pero esa tarde de diciembre fue la primera vez que visité ese lugar: el asilo
para huérfanos.
Si me preguntan que cómo era solo puedo decir que grande,
gris y frío. Esa tarde había muchos niños corriendo y gritando contentos,
aunque unos cincuenta años antes, había sido un hospital vacunógeno, donde se
le aplicaba a la población de Torreón la vacuna contra la viruela; fue años
después que con ayuda de diferentes asociaciones de la comunidad y con cierto
subsidio por parte del Municipio y del Gobierno del Estado el hospital fue
convertido en un asilo para niños huérfanos. Y tanto el hospital en su momento
como el asilo en aquel frío diciembre, estuvieron atendidos por monjas; mujeres
de una orden religiosa que muchos años más tarde llegarían a estar muy ligadas
a mi vida.
Yo no era una niña huérfana, no llegué al orfanato para
quedarme allí. Sucedió que por esos días ayudaba en mi casa una joven llamada
Lupe cuya madre trabajaba en la cocina del asilo; le decía a mi mamá que habría
una especie de fiesta, que le permitiera ir, que volvería pronto, y como prueba
de su sincera intención le pidió a mi mamá que la dejara llevarme; clara señal
de que regresaría temprano pues mis papás también saldrían esa noche.
No entendía en dónde estábamos, yo no soltaba la mano de Lupe, me asustaba el ver tanta gente reunida en un solo lugar. No sé, tal vez los niños del asilo llevaban algún uniforme, los recuerdo agrupados de cierta manera y yo muy alejada de ellos. Llegó el momento en que estábamos formados en grupos, muchos cantaban con fuerza unas tonadas que nunca había escuchado, pero me gustaban; veía asombrada las luces centelleantes que brotaban de las varitas de las luces de bengala, como si fueran estrellas ahora al alcance de la mano; se terminaron los cantos de manera alegre y eufórica, y la emoción aumentó cuando aparecieron las piñatas; imagino que conocía las piñatas pero no entendía por qué estaban allí, ¿sería el cumpleaños de alguien? ¡A formarse para romperlas! Después la gente, pequeños y mayores, corrían y se lanzaban al suelo para recoger lo que había caído desde la panza rota de la piñata.
No entendía en dónde estábamos, yo no soltaba la mano de Lupe, me asustaba el ver tanta gente reunida en un solo lugar. No sé, tal vez los niños del asilo llevaban algún uniforme, los recuerdo agrupados de cierta manera y yo muy alejada de ellos. Llegó el momento en que estábamos formados en grupos, muchos cantaban con fuerza unas tonadas que nunca había escuchado, pero me gustaban; veía asombrada las luces centelleantes que brotaban de las varitas de las luces de bengala, como si fueran estrellas ahora al alcance de la mano; se terminaron los cantos de manera alegre y eufórica, y la emoción aumentó cuando aparecieron las piñatas; imagino que conocía las piñatas pero no entendía por qué estaban allí, ¿sería el cumpleaños de alguien? ¡A formarse para romperlas! Después la gente, pequeños y mayores, corrían y se lanzaban al suelo para recoger lo que había caído desde la panza rota de la piñata.
Yo no corrí y no recuerdo si me ofrecieron mi bolsa con
bolo o si Lupe se la quedó, todo me resultaba tan nuevo que solo me dejaba
conducir; y así fue como me dejé llevar al comedor del orfanato, lugar limpio y
ordenado en donde recibí una de las lecciones de vida más importantes y
significativas en mis poquísimos años sobre este mundo.
Me invitaron a merendar. Me senté junto a las niñas
huérfanas asiladas en ese lugar. Me sentí integrada al grupo como se sienten
todos los niños con sus iguales, cuando los prejuicios y las moralinas
hipócritas de los adultos no les han envenenado la mente. Ya me sentía
contenta, en confianza. Empecé a notar que las niñas del asilo se mostraban
ansiosas y emocionadas; no recuerdo cómo pero de pronto las vi llenas de
regalos; me imagino que a cada quien le tocaba un solo presente, pero yo veía
juguetes por doquier. Pelotas, muñecas, cuerdas para saltar, cajas con juegos
de té; en fin, todos aquellos juguetes que nos hacían felices a las niñas a
quienes nos vestían con crinolinas y peinaban con trenzas y cola de caballo.
Sin embargo, a mí no me tocó ningún regalo. Y no entendí el por qué.
Fue la primera vez en mi vida que, conscientemente, me
sentí excluida, disminuida. Pero el jaloneo de Lupe cuando me levantó de allí,
interrumpió mis pensamientos de desvalorización infantil. Se hacía tarde, ya
había oscurecido y teníamos que regresar de prisa a la casa. Según mi selectiva
memoria, corríamos como cenicientas presurosas y asustadas por las cuatro
cuadras que separaban el asilo de mi casa; seguramente Lupe temía al regaño de
mis padres por haber regresado casi cuando estaban ellos por salir. Había sido
una tarde de nuevas experiencias y emociones; estaba cansada y somnolienta… un
poco triste también.
Casi para amanecer y aún la casa a oscuras, alcancé a ver
desde mi cama lucecillas de colores
parecidas a las que lanzaban las varitas
con chispas del asilo, me levanté y me dirigí rumbo a nuestra pequeña sala.
Allí estaba nuestro árbol de Navidad, con esferas y foquitos de colores y al pie
de éste varias cajas con juguetes, inmediatamente tomé la que tenía una muñeca.
Corrí a despertar a Lupe para contarle lo que había en la
sala; me explicó que esa madrugada, mientras dormíamos, Santoclos había llegado
a dejarnos regalos porque el Niño Jesús había nacido también durante la noche.
Apenas podía entender quiénes serían Santoclos y el Niño Jesús, pero
seguramente eran algo parecido a seres celestiales llenos de poderes mágicos y
sobrenaturales.
Pasaron algunos años, ya cercana la pubertad volví a
recordar aquel episodio de ese diciembre en el asilo para huérfanos de Torreón.
Entonces lo comprendí todo. Aquella había sido mi primera posada, un festejo
desconocido para mí; y a las niñas huérfanas les llevaron regalos reunidos por
la generosidad y el trabajo de las damas voluntarias que cooperaban con esa institución.
Yo no recibí algún presente porque no vivía en el orfelinato, tenía a mis
padres quienes esa noche me esperaban en casa, y en la sala de mi hogar estaba
un árbol con regalos escogidos con cariño para mis hermanos y para mí.
Ahora mis pensamientos tan sesudos y reflexivos me hicieron
darme cuenta que cuando sintiera envidia por no tener lo mismo que otros,
cuando alguna frustración me hiciera sentir un tanto apaleada, tomara las cosas
con calma; quién sabe, a lo mejor en casa también podría encontrar un presente
muy especial para mí".
Lilia
Rivera Mantilla, diciembre de 2016.
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