La Democracia, por si sola, no es suficiente para resolver problemas ancestrales del país. La pobreza, marginación, inseguridad, explotación e injusticia tienen sus propias causas y aunque el pueblo intervenga en el gobierno y el mejoramiento de su propio estado, la concurrencia a las urnas no es panacea que mágicamente resolverá todo nos dice Gerardo HERNÁNDEZ GONZÁLEZ en su columna CAPITOLIO que reproducen varios medios coahuilenses.
Uno de los reproches más comunes contra la democracia es su tardanza para resolver problemas ancestrales de pobreza, marginación, inseguridad, explotación, injusticia... Sin embargo, concederle a esa doctrina poderes para modificar por sí sola escenarios seculares y trágicos, de manera instantánea, es tanto como ignorar las leyes naturales y su esencia, la cual radica en favorecer la intervención del pueblo en el gobierno y en el mejoramiento de su propio estado.
Uno de los reproches más comunes contra la democracia es su tardanza para resolver problemas ancestrales de pobreza, marginación, inseguridad, explotación, injusticia... Sin embargo, concederle a esa doctrina poderes para modificar por sí sola escenarios seculares y trágicos, de manera instantánea, es tanto como ignorar las leyes naturales y su esencia, la cual radica en favorecer la intervención del pueblo en el gobierno y en el mejoramiento de su propio estado.
El encuentro con las urnas, cada tres, cuatro o seis años, es principio y continuación, no fin, como erróneamente creen pueblos que esperan de cada elección curas milagrosas para sus males. El mexicano es uno de ellos. No se justifica, pero se explica que el razonamiento sea ese pues vinimos de un sistema que se suponía democrático, pero no lo era. En una visita al capitolio de Austin, Texas, el gobernador Flores Tapia preguntó a su colega y amigo Bill Clements la función de un tablero electrónico en el salón de plenos. “Es para que los congresistas voten y sepan todos cómo lo hicieron”, respondió sin rebuscamiento.
“Ustedes estarán muy avanzados en todo”, replicó el coahuilense con igual simplicidad, “pero en democracia no nos ganan. En México, antes de votar, ya sabemos quién va a ganar. Lo mismo en el Congreso que en las urnas”. Era la pura verdad y por eso se nos tomaba como un país antidemocrático, lo mismo dentro que fuera. Antes de entregar el cargo en 2009, la secretaria de Estado con George Bush hijo, Condoleezza Rice, se sinceró: En sus relaciones con el Tercer Mundo, Estados Unidos privilegió por mucho tiempo la estabilidad sobre la democracia y al final ni estabilidad ni democracia. (La cita es de memoria)
Desde esa perspectiva, México le garantizó a su poderoso vecino paz por décadas y no fue sino hasta que empezó a perderla —por falta de democracia, entre los factores más visibles— que el giro hacia las libertades políticas, económicas, sociales, comenzó a darse hasta el punto en que hoy estamos. En una especie de interregno o de encrucijada, si se prefiere. “Ya hay democracia. ¿Y ahora...? ¿Por qué las cosas no han cambiado o, en algunos sentidos, ha sido para mal?”, muchas personas se preguntan.
La insatisfacción es entendible, pero el juicio endeble. Para darle a la democracia su valor objetivo y no esperar de ella soluciones mágicas, intangibles, la ciudadanía debe asumir el papel que la nueva realidad política del país le asigna. Si por mucho tiempo actuó de figurante, por comodidad, gusto o apatía —sin omitir a sectores que lo hacen por complicidad— hoy le corresponde ser protagonista. El rol principal no puede permanecer vacante. Si los ciudadanos no lo ocupan, lo harán otros. Los de siempre. Los que tienen al país en vilo, en el atraso.
La culpa no será, pues, de la doctrina política, sino nuestra. El dictamen de las urnas, en una democracia de verdad, es inapelable: ¿Elegiste bien? Magnífico. ¿Lo hiciste mal? Te aguantas. Ejemplos en uno y otro sentido abundan: Chile, Brasil, Venezuela, Argentina y no se diga en México.
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