
Era febrero de
1962 cuando llegamos a vivir al centro de la ciudad. Casi exactamente enfrente
del lugar donde mi papá trabajó toda su vida: El Siglo de Torreón.
Mis hermanos y
yo éramos cuatro niños, en los cuales casi no se distinguía la diferencia de
edad; 9, 8 y 7 años, los de la última edad son gemelos. Desde un principio nos
dimos cuenta que en la manzana en donde se ubicaba nuestra casa había muy pocas
casas habitación, podría decir que cuando mucho cinco solo por decir algo. No
se parecía al barrio que acabábamos de dejar. Ahora vivíamos en una casa grande
y extraña, nada parecida a las casas modernas tipo americano como las que
empezaban a pulular en los nuevos fraccionamientos de la ciudad. Pero a la
vuelta de la casa, apenas doblando la esquina, y en la acera de enfrente, había
una tienda, algo parecido a una miscelánea, en las paredes de la fachada había
unos letreros de lámina, deslucidos, con la publicidad de algunos refrescos. Y
nos animamos a ir a comprar dulces con los veinte centavos que nos daban para
gastar cada tarde.

No mucho tiempo
después de haberlas conocido, falleció la mujer de menos edad, que resultó ser
comadre de mi abuelita y una especie de cuidadora y dama de compañía de
Conchita. No tardé mucho en conocer la historia de una vida en picada de una
mujer que, en cierto tiempo, vivió su época de esplendor.

Sí, la casa de
Conchita Cueto olía a orines de gato, a rancio, a polvo, a tristeza, a
nostalgia, a abandono. Pero yo la visitaba con frecuencia. Platicábamos mucho.
Le agradaba tenerme de compañía aunque fuera una niña, una niña que fue
creciendo y entendiendo más. Conocía parte de su historia. En lo que
supuestamente era la sala, había colgado un cuadro, la fotografía de una mujer
joven. Siempre quise preguntarle que si era ella… o su hija. Pero me callaba.
Mi abuelita me había contado que Conchita había perdido a su única hija, una
mujer muy joven. Y que usando poder e influencias, habían mandado poner un
policía en cada esquina de la cuadra –de la Matamoros a la Morelos por la
Acuña, o de Acuña a Rodríguez por la Matamoros- para que nadie hiciera ruido y
perturbara la paz y solemnidad que debían prevalecer en esos momentos. Ahora se
que Concepciòn Cueto Bustamante falleció a los 22 años de edad en febrero de 1925,
víctima de tifoidea.

Una tarde, en un
momento de mucha lucidez, Conchita me abrió su memoria y su corazón. Veo a
Conchita tras el mostrador, viendo hacia la calle, hacia la acera de enfrente.
Ahora su casa estaba en la acera oriente de la Acuña, casi esquina con la
Matamoros y, desde allí, contemplaba parte de la que, cuarenta años atrás,
había sido su casa.
Con los ojos
vidriosos por las cataratas y las lágrimas contenidas, me contó que habían
perdido su casa, esa de la esquina de Matamoros y Acuña, esa que colindaba con
la casa de Isauro Martínez, esa de donde salió el cadáver de su única hija casi
cincuenta años antes. Y me dijo: la casa donde vives se acabó de construir por
1929, como una copia de la que nosotros teníamos. Mi casa estaba en la
Matamoros, al lado de la casa perdida por deudas de juego, eso se decía, pero
yo no se lo dije.
El egoísmo
recalcitrante de la juventud me hizo alejarme de Conchita. Ya casi no la visité
más. Ojalá que alguien me hubiera dicho lo que esa pequeña y acabada mujer
representaba en la historia de mi ciudad y de mi vida. Ahora lo lamento mucho.

En esa casa
marcada con el número 1019, se desarrolla la historia descrita en el texto
Historia de una pasión. Algunos de ustedes la han leído ya. Para quienes no lo
han hecho, les dejo este enlace en donde podrán encontrarla.
http://www.hoyacontecerdelalaguna.blogspot.mx/2015/06/historia-de-una-pasion.html
Gracias a
Humberto Aguilera, a Héctor Valdez y a quien generosamente me hizo llegar las
fotografías donde se aprecian los lotes de las antiguas casas, y el lugar en
donde vivía Conchita Cueto desde el día en que la conocí hasta el día en que la
ví por última vez. En ese lugar ahora están asentados varios locales comerciales.
Lilia Rivera
Mantilla
Desde el Ombligo
de la Luna, agosto de 2015.
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