Higinio Esparza |
Higinio Esparza Ramírez en un artículo publicado en la edición
de febrero de la Revista Progreso que dirige el compañero Francisco
Hernández González habla de la diferencia entre los periodistas de la “Vieja
Guardia” y los egresados de las escuelas de Ciencias de la Comunicación caídos
de rebote en las salas de redacción: la principal consiste en que los antiguos
llegaban a los periódicos sin más herramienta que una vocación a toda prueba y
el deseo de destacar en un oficio duro pero noble y se formaban sobre la marcha
en la práctica, mientras que los nuevos llegan de rebote, con el cerebro
rebosante de teoría pero sin el conocimiento y la sabiduría que da la práctica que
por su título de licenciados sin todavía hacer nada se sienten merecedores al
premio Pulitzer o cualquier otro galardón.
De “dinosaurios”
calificaban con desdén a los viejos reporteros los jóvenes reporteros egresados de las escuelas
de periodismo, caídos de rebote en las salas de redacción, además de acusarlos
de corruptos e intocables en las fuentes informativas y en el renglón
publicitario.
En uno de los textos que aparecen en el libro “Soles, Resolanas y Tolvaneras” del escritor
lagunero Jaime Muñoz Vargas, una ex colega
actualmente radicada en Valencia, España, se refiere en forma despectiva y un tanto difamatoria –sin
distinción alguna- a los reporteros de la “Vieja Guardia”, que también fueron
jóvenes como lo son ahora todos los que
representan a las nuevas generaciones que entraron al relevo, con la enorme
diferencia de que aquellos se forjaron en la calle, sobre la marcha, con una
vocación que surgió de forma natural en una
temprana etapa de sus vidas.
Los entonces jóvenes empíricos maduraron y
envejecieron en el oficio periodístico y la titularidad de las fuentes no se la
adjudicaron en forma arbitraria, pues la facultad de otorgarla correspondió a
los directores y a los jefes de redacción en turno. Esa posición les permitió
un manejo más cercano a los sucesos
acaecidos en cada área o sector a su cargo, y es falso que esas fuentes
representaran un “legado de por vida” a
las que ningún “extraño” tenía acceso, de acuerdo con el señalamiento de la ex.
(Lo que si había eran derechos de
antigüedad asentados en los contratos colectivos de trabajo)
Don Roberto Escamilla González y Don Eduardo Elizalde
Escobedo.
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Los compañeros vilipendiados no tuvieron escuela de
periodismo, fueron empíricos y no es cierto que comenzaron (en mis tiempos y en
mi esfera, aclaro) en los talleres de los tres diarios locales más importantes
de la época, si es que se refiere a los talleres de formación, linotipos,
prensa y grabado en zinc.
Eso sí, al menos uno
de ellos fue voceador y de ahí saltó a la redacción como reportero de
las fuentes oficiales. Otros llegaron directamente como aprendices, guardias
nocturnos y encargados de las corresponsalías transmitidas por teléfono, telégrafo o de viva voz. Había fuentes
policiacas, de sociales, agropecuarias, etcétera, con un titular y un suplente
para cubrir descansos o ausencias por enfermedades y vacaciones. Todos
progresaron sin impedimento alguno por parte de los viejos reporteros a quienes
reemplazaron en su momento.
Es innegable que la llegada de los universitarios a
las salas de redacción nos provocó escozor, rechazo y envidia, porque no
entendíamos la profesionalización de una carrera que nosotros aprendimos fuera
de las aulas especializadas y sin sometimiento alguno a los horarios de entrada y salida.
“La asignación de fuentes de trabajo que tenían esos
reporteros como legado de vida, era espacio intocable para los nuevos
reporteros. Las prácticas de corrupción en que incurrían constantemente con sus
respectivas fuentes (de las) que recibían favores, dádivas o grandes comisiones
por pago de publicidad…” -escribe en la
página 284 la periodista entrevistada a distancia por Muñoz Vargas-, es una generalización injusta que involucra a camaradas
honestos, responsables y generosos periodistas con los de su gremio, como fue
el caso de Alejandro Saborit Irigoyen, Arturo Cadivich Michelena y Eduardo Elizalde Escobedo ( ya fallecidos), lo mismo que a sus antecesores José de la Parra, Guillermo
Galván Rivas, Rodolfo F. Guzmán y Jaime “El Negro Acosta”. Una ofensa que del mismo modo alcanza a los reporteros de
las siguientes generaciones, entre ellos Humberto
Gaona Silva, Antonio Ibáñez, Antonio Jácquez, Alejandro Tovar, Aurelio Alvarado Favila, Jesús Máximo Moreno Mejía, Hugo Ramírez
Iracheta, René de la Torre Rodríguez, Juan
Elizalde Lara, Francisco y Gerardo Hernández González, entre otros.
Antiguo edificio de La Opinión, Diario de los Laguneros desde 1917. |
En su gran mayoría
los “dinos” se esforzaron por ejercer un periodismo limpio, sin corruptelas
o extorsiones. Día a día se enfrentaban al demonio de las tentaciones
materializadas con dádivas no pedidas, el trato preferencial engañoso de los
funcionarios públicos, que buscaban favoritismos y complicidades de los
diaristas, así como regalos ostentosos que llegaban a casa y a los mismos
periódicos, cada mes de diciembre y cada 7 de junio.
No se puede negar de ningún modo que la corrupción y
los chantajes siempre estuvieron latentes, y uno de los reporteros más antiguos
de la época los ejerció ilimitadamente, con voracidad, convirtiéndose en el cacique de la información manipulada allende
el Nazas. En el arroz siempre hay prietitos, le recuerdo a quien generaliza en
señalar a la Vieja Guardia.
Por lo tanto, el dicho pluralizado de que fueron corruptos, podría ser “completamente
cierto y completamente falso” como señala el escritor y periodista Héctor de
Mauleón en su más reciente libro sobre la violencia en México, refiriéndose a
quienes especulan que cuando matan a un
periodista es porque “en algo andaba”. Esto en tiempos actuales, por desgracia, no en los muy distantes en que no existía
narco ni nada parecido.
La publicidad y los reporteros dinos
En lo que se refiere a la publicidad, los mismos reporteros de tiempos pasados gestionaban los anuncios, los redactaban y
diseñaban y se mantenían pendientes en los talleres de formación para que no
hubiera errores porque de lo contrario
el cliente no pagaba y el costo se lo rebajaban de su sueldo al improvisado
agente publicitario. (Aún no surgían las agencias especializadas).
Metían anuncios –subrayo- con la anuencia de los
directores, por considerar que las comisiones que sus trabajadores obtenían a
cambio, les servía de estímulo y
cualquiera que gestionara la tarea por su propia cuenta, tenía el mismo derecho.
Incluso fueron obligados a registrarse ante la Secretaría de Hacienda para que
también pagaran impuestos. En consecuencia, tenían la facultad de ganar
comisiones por un trabajo extra, ético y nada violatorio de los derechos de los
demás.
Alrededor de cincuenta
años se mantuvo vigente la
prebenda, hasta que los directores repararon en que los reporteros
descuidaban su principal tarea para buscar en forma desenfrenada el célebre 20%
de comisiones. Las agencias publicitarias que comenzaron a multiplicarse a
partir de 1990 también presionaron para poner fin a una situación que
consideraron irregular y atentatoria a sus intereses comerciales.
No se trató, pues, de un “legado de por vida”, por lo
que las “grandes comisiones” estaban plenamente justificadas. Entre los
reporteros había un respeto recíproco en
los dos quehaceres; ninguno invadía los terrenos del otro, un acuerdo tácito
que mantuvo la armonía en el grupo. Los futuros reemplazantes apenas se movían
en su calidad de embriones.
Contra viento y marea (amenazas, insultos, reproches y
tentativas de untos) los de mi generación y la subsiguiente –más jóvenes que yo
y empíricos por igual- denunciaban puntualmente irregularidades administrativas,
así como errores y desviaciones en el poder público.
Su atrevimiento –o verticalidad para ser más propio-
les costó mentadas de madre vociferadas por líderes obreros y funcionarios
municipales exhibidos ante la opinión pública;
un informador fue sometido a “juicio civil” en la residencia del edil que
se sintió difamado por destacar a ocho columnas la inoperancia de los hidrantes
del Parque Industrial Lagunero; a una compañera todavía activa la demandaron
por la vía civil a causa de sus reportajes de denuncia pública sobre abusos de
autoridad y el deterioro citadino evidenciado por los baches, zanjas, fugas de
agua y falta de alumbrado, y uno más fue
vetado durante año y medio en la presidencia municipal porque su periódico no
cejaba de criticar la pésima gestión gubernamental, sin faltar la amenaza caciquil
que ponía a temblar a los asociados: “Te voy a acusar con tu director pa´ que
te corra” o la madre de todas las injurias: “Usted y su director vayan a tiznar
a su progenitora”.
Los jefes de cada diario por su parte, cumplían su misión periodística sin tropezar
en ningún momento con los arcones navideños de tres pisos repletos de bebidas
caras, latería, dulces, chicles y cacahuates que les llegaban a sus oficinas en
junio y diciembre, lo mismo que a los
reporteros naturalmente, aunque sin tantos pisos.
Sus evaluaciones censuraban día a día el mal desempeño
de los gobernantes y se acentuaban con
las calificaciones de fin de año, derivadas precisamente de los reportes de los propios informadores de campo (los antiguos), quienes “pagaban los platos rotos” asimilando estoicos,
con oídos castos, los recordatorios
altisonantes.
No todos – vuelvo a repetir machaconamente- fueron descarriados.
Los más listos la hacían de leguleyos aprovechando sus influencias ante los
funcionarios carcelarios y judiciales para liberar a infractores de faltas
menores y obtenían un buen dinero, un
trabajo que correspondía a los defensores de oficio, pero estos nunca aparecían
en los momentos más críticos, ni de noche y menos de madrugada. No sé si por esa
actividad los compañeros que hacían la tarea fuera de su horario laboral, fueron corruptos o simplemente
oportunistas.
Saborit, Elizalde, Cadivich y compañía no tuvieron malos hábitos ni se “entronizaron” en sus
fuentes. Sin egoísmos fueron accesibles con sus compañeros de recién
ingreso a la carrera y los guiaban en sus incursiones a las multicitadas
fuentes informativas. Me refiero a los jóvenes empíricos, como fue mi caso –un
fallido estudiante de la carrera comercial- , y por eso, a más de sesenta años
de distancia, a los tres primeros ya fallecidos, los sigo recordando con cariño,
sobre todo a Eduardo, el más travieso y noble de todos los reporteros que he
conocido.
Los ahora “dinosaurios” no alcanzamos el nivel teórico
de los egresados de la carrera profesional de periodismo, pero nos formamos a
través de la práctica ejercida en el mismo terreno de los hechos, como ocurrió
con Alfredo Rivera Martínez, amigo y compañero, cuando cubrió –solo él y dos
fotógrafos, brincando sobre cadáveres despedazados- la terrorífica explosión de Guayuleras que hizo
polvo y cenizas dos camiones cargados con dinamita y la locomotora del convoy
ferroviario cuya trepidación provocó el estallido el 23 de septiembre de 1955,
con saldo aproximado de 20 muertos y 100 heridos.
A él, aparentemente, no le caían bien los aprendices y
menos los académicos del periodismo, pero nunca los menospreció, les tuvo respeto y poco a poco se fue
adaptando a los nuevos tiempos.
Hay tres compañeras reporteras con títulos de licenciadas
en ciencias de la información que guardan los mejores recuerdos de Rivera
Martínez, quien siempre las alentó para que siguieran adelante. Aquí se diluye,
por lo tanto, la peregrina afirmación de que los “dinos” obstruían a los jóvenes
periodistas recién salidos de las universidades. Fueron las primeras féminas en
llegar a la sala de redacción de El Siglo de Torreón, dominada por hombres –“el
club de Tobi”- y rápidamente se adaptaron al ambiente, venciendo animosidades y rechazos con un
trabajo profesional de primer nivel, e incluso glamur incluido.
Nosotros, los antiguos, quedamos atrapados por una vocación que brotó en ese mismo instante,
no antes o pensada de antemano. Sobre la marcha
aprendimos los rudimentos del periodismo, una carrera que entraña un
continuo aprendizaje y una entrega de tiempo completo. Ya lo dijo un miembro destacado del gremio: “El
periodista es el eterno estudiante de la vida”.
Conste, todas
estas referencias se refieren a mi “negro pasado”, un pasado en el que los
jóvenes reporteros- viejos ahora- caminamos
a trompicones, entre triunfos, fracasos y las tentaciones satánicas
provenientes del poder diabólico –comisiones aparte-, con un solo afán: ejercer
una carrera reporteril ajustada a los cánones del buen periodismo. Si
nos hicimos viejos, no fue culpa nuestra sino de los tiempos de continua brega.
Aclaro, por último, que el mote de dinosaurio es
propiedad exclusiva de los priístas y de nadie más. Tienen los derechos
registrados ante el INE, e incurren en plagio penado por la ley quienes lo utilizan para otros fines.
P.D. Un compañero “dino” asegurar haber
platicado con el director de El Siglo de Torreón, Antonio de Juambelz, en
relación con los egresados de las Escuelas de Periodismo, quien le expresó de
manera enfática lo siguiente: “No tengo nada en contra de la formación
académica de los jóvenes egresados de esas instituciones, pero ninguno de ellos
se debe considerar un periodista sino hasta haberse dedicado varios años al
arduo trabajo diario del periódico, pues
es aquí donde se forjan como verdaderos profesionales de la comunicación”.
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