Arturo Pérez-Reverte |
Autor
de éxitos de librería Arturo Pérez-Reverte es un autor muy prolífico originario de la Madre Patria, y sus novelas (La Reina del
Sur) tienen gran venta
en México
entre otros países de nuestro continente. Pérez – Reverte es el autor de una columna que se
titula Escrito en España, que se publica entre otros medios en Milenio Diario
Laguna, textos usualmente
dedicados a navegación y guerreros aunque es frecuente que aborde temas
cotidianos de España.
El avión inclina un poco un ala y pierde
altura, mientras la línea de la costa se advierte más allá de la ventanilla. Es
un día luminoso y azul, aunque un fuerte mistral salpica el mar de borreguillos
blancos y marca de oleaje la orilla lejana. Cierras el libro que has estado
leyendo y observas el paisaje. Te gusta hacer eso cuando conoces la costa y las
aguas próximas, reconociendo desde arriba lo que otras veces has navegado
abajo: cabos, ensenadas, playas, puertos, se ofrecen a la vista como en un
portulano o un mapa. Y una vez más no puedes menos que admirar a los hombres
sabios y tenaces que, en siglos pasados, cuando no existían los satélites ni
los aviones, consiguieron a base de compás, cañonazo, reloj, lápiz y papel,
levantamientos cuyo trazado exacto, en buena parte de los casos, apenas se han
visto modificados por las cartas náuticas modernas.
El avión desciende un poco más y las
salpicaduras blancas se vuelven más visibles y precisas, hasta el punto de que
puede apreciarse el movimiento de las grandes olas que hay allá abajo, la lenta
ondulación del agua que el viento empuja en dirección paralela a la costa.
Isobaras apretadas como sardinas en lata, piensas mientras por costumbre
imaginas la intensidad del viento. Beaufort fuerza 8, por lo menos. Eso
significa temporal de 34 a 40 nudos, con el agravante de que el viento corre
veloz, por un mar libre de obstáculos, desde muchos cientos de millas; y esa
fuerza incide en la altura de las olas, que son majestuosamente alargadas y de
cuyas crestas blancas, a medida que el avión sigue bajando, parecen
desprenderse rociones de espuma.
El avión sigue virando despacio para enfilar
la aproximación al aeropuerto, cuando adviertes algo allá abajo: un pequeño
barco deja tras de sí una línea de espuma blanca y casi recta, muy visible
aunque barrida pronto por las olas que corren hacia su popa. Es un velero, sin
duda. Debe de tener entre doce y quince metros, y mantiene el rumbo hacia la
costa, de la que lo separan todavía unas diez millas, ciñendo el viento. Eso
puede suponer, con ese temporal y esa mar ondulada que lo mismo impulsa que
frena, un mínimo de dos horas de navegación infernal, todavía. Por el rumbo que
trae, es posible suponer que el velero lleva al menos catorce horas navegando,
que al menos la mitad de ese tiempo lo ha hecho de noche, y que, en el mejor de
los casos, el viento duro empezó a castigarlo un poco antes del alba.
Sabes lo que es, claro. Todo el que pasa
algún tiempo en un barco lo sabe. Por eso, desde la cabina del avión, mirando
la estela del velero que avanza obstinado en busca de refugio —esa tierra
próxima que tú alcanzas a ver, pero él no—, sientes un estremecimiento de
orgullo solidario. De admiración por ese hermano desamparado, cuya situación
puedes imaginar. Observas que navega amurado a babor, consciente de la costa
próxima, buscando la protección del puerto cercano, o de al menos una punta de
tierra donde fondear a resguardo. Seguramente ciñe el viento con una
trinquetilla y dos rizos en la mayor, dando fuertes machetazos en las olas, con
su patrón amarrado en la bañera y atento al timón para no atravesarse a la mar,
el tambucho cerrado y la tripulación trincada a las líneas de vida o abajo en
la camareta, sentada en el suelo, la espalda apoyada en un mamparo, a mano el
cubo de achicar por si el mareo juega malas pasadas. Puedes imaginar los
rociones que saltan sobre su cubierta, la bandera aleteando a popa con
violencia, el aullar de cuarenta nudos en la jarcia y el palo sobre el que el
molinillo del anemómetro gira enloquecido. Las miradas entre inquietas y
resignadas del patrón a los instrumentos de la bitácora para comprobar la
posición, el abatimiento, las rachas del viento.
Que llegues a puerto, compañero, piensas
conmovido mientras el solitario velero y su estela desaparecen bajo el ala del
avión. Que aguante el barco y quienes lo tripulan. Y mientras miras el mar y la
costa cercana, que desde abajo no se ve, piensas en todos los pequeños
barquitos desamparados y valientes que ahora navegan acortando vela, ciñendo
vientos duros sin otro socorro que su serenidad y su coraje. En busca de un
sitio donde echar el ancla y descansar quienes, tras largas horas de pelea,
puedan arrebatarle al mar ese derecho. Porque, aunque solemos olvidarlo cuando
pisamos tierra firme o sopla brisa suave, navegar, como vivir —y poco va de una
cosa a otra—, nunca fue un asunto fácil.
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