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Roberta Garza |
Roberta Garza señala en su texto de hace
dos semanas: “Y es que, aunque los grises revienten a los clictivistas, la
democracia no es un suceso, es un proceso; si los ciudadanos del país que
llamaremos del nunca jamás no tienen de entrada inclinaciones y comportamientos
democráticos —es decir, una tolerancia ejemplar por la otredad, una visión de
la vida pública como algo que se construye entre todos y cuya responsabilidad
se comparte equitativamente, la igualdad como premisa de gobierno y un respeto
absoluto por la ley, entre otras—, los tiranos podrán caer una y otra vez y los
discursos se encenderán junto a los cafés exprés o las balas, asegún: esos
pueblos estarán siempre condenados a la autocracia, a la injusticia y,
finalmente, a una pobreza que, aunque no necesariamente será económica,
terminará siendo parte indisoluble y corrosiva del mentadísimo tejido social;
cuando los ciudadanos de a pie recitan mantras como “el que no transa, no
avanza”, consideran que las mujeres son apenas poco más que ganado y ven con
velada envidia al reyecito del barrio cargando su escuadra al cinto porque se
arregló con el poli de la cuadra, no hay democracia ni futuro que valga, aunque
así quiera ostentarse.” Ella colabora en los medios escritos de Grupo
Milenio y es originaria de Nuevo
León.
Ah, qué tiempos aquellos cuando tantos
vieron en el despertar de la juventud árabe un eco de los movimientos
estudiantiles de los años 60, un modelo para los Occupys del mundo y una ruta
de vía para nuestros 132 que, al unísono, iniciarían el despertar de una nueva
revolución cívica —con o sin estallido social— que terminaría con el
capitalismo, la globalización, Televisa, Soriana, el gel para cabello y la
venta de nuestro petróleo para, al final, implantar un nuevo orden donde
reinarían la moral y las buenas costumbres con compromiso, pero sin
manipulación, ¡oh sí!
Dos años después han sido depuestos no
pocos tiranos —Gadafi en Libia, Mubarak en Egipto, Ben Ali en Túnez—, pero sus
pueblos no solo no han establecido las democracias que el músculo de esos
dictadores supuestamente impedía, sino que han sido arrastrados a sangrientas y
facciosas luchas por el poder que han desembocado en un caos mayor, más
arbitrariedad y más miseria: los ciudadanos egipcios vitorearon gustosos el
golpe de Estado que hace unos días el viejo ejército de Mubarak le dio a Mursi,
el democráticamente electo fundamentalista islámico, a quien sus legítimos
votos colocaron en la silla apenas un año atrás.
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O. Mubarak |
Y es que, aunque los grises revienten a
los clictivistas, la democracia no es un suceso, es un proceso; si los
ciudadanos del país que llamaremos del nunca jamás no tienen de entrada
inclinaciones y comportamientos democráticos —es decir, una tolerancia ejemplar
por la otredad, una visión de la vida pública como algo que se construye entre
todos y cuya responsabilidad se comparte equitativamente, la igualdad como
premisa de gobierno y un respeto absoluto por la ley, entre otras—, los tiranos
podrán caer una y otra vez y los discursos se encenderán junto a los cafés
exprés o las balas, asegún: esos pueblos estarán siempre condenados a la
autocracia, a la injusticia y, finalmente, a una pobreza que, aunque no
necesariamente será económica, terminará siendo parte indisoluble y corrosiva
del mentadísimo tejido social; cuando los ciudadanos de a pie recitan mantras
como “el que no transa, no avanza”, consideran que las mujeres son apenas poco
más que ganado y ven con velada envidia al reyecito del barrio cargando su
escuadra al cinto porque se arregló con el poli de la cuadra, no hay democracia
ni futuro que valga, aunque así quiera ostentarse.
Por otro lado, en el entendido de que no
existen las sociedades verdaderamente libres —dice Ai Weiwei— ni, por ende,
enteramente democráticas, los países que más o menos funcionan dentro de un
marco legal sólido y con instituciones que permanecen con independencia de los
gobiernos en turno son aquellos cuyos ciudadanos nacen creyendo en el sistema y
lo construyen de abajo hacia arriba a lo largo de sus vidas: pagando sus
impuestos, evitando y denunciando la corrupción, fomentando la libertad y el
bienestar de sus comunidades y asegurando la trasmisión de esos valores a la
siguiente generación, entre otras.
En México podemos presumir que no hemos
tenido las decepciones de la primavera árabe: más allá de la televisada muerte
de las 132 esperanzas, y del nacimiento de los anarcovándalos tan consentidos
por la izquierda progresista y de vanguardia, hemos regresado sin mayores
sobresaltos al PRI a Los Pinos, con todo y sus caídas del sistema.
Twitter: @robertayque
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