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Adela Celorio. |
Ellas con sus mejores galas, ellos muy bien
trajeados, y todos estrenando porque es la costumbre. Por la tarde, antes de
que aparezca la primera estrella se apersonan en las diferentes sinagogas de
esta capital para asistir a la celebración más importante de la judeidad. De
acuerdo con esa tradición, en Yom Kippur o Día del Perdón, el comportamiento de
cada persona es juzgado por Dios, quien otorga el veredicto para inscribirlo en
el libro de la vida o en el de la muerte. Veinticuatro horas de reflexión y oración
para poner el alma en orden y recuperar la armonía perdida en el mundo convulso
que nos ha tocado vivir. Aunque lo mío, lo mío, es la Navidad, me gusta la
ceremonia de Kippur y su significado. Para sus fiestas mayores acostumbro
acompañar a mi Querubín a la sinagoga. Lo observo desde la galería porque no
está permitido que hombres y mujeres se sienten juntos. Lo veo rezar
concienzuda, tercamente como hace él todas las cosas. Acostumbrada a rezar el
"Yo Pecador" y a reconocer mis pecados a golpes de pecho: "por
mi culpa, por mi grandísima culpa…" no me cuesta ningún esfuerzo
conectarme con plegarias muy similares; no hay que olvidar que los católicos
tenemos profundas raíces en el judaísmo.

Allá nos dirigimos buscando vías alternas y
senderos ocultos para esquivar a los enfurecidos "maestros" de la
CNTE que según amenazan, sólo levantarán el sitio al que nos tienen sometidos,
cuando en vez de la Reforma Educativa que ha decretado el presidente Peña
Nieto, se les acepte la alucinante propuesta de lo que ellos llaman: "La
filosofía, epistemología, axiología, metodología, evaluación, sistematización,
seguimiento y socialización de la alternativa transformadora de la
educación". ¡Absolutamente!, como decía Fidel Velázquez cuando no tenía
nada que decir.
El trayecto resultó largo y difícil, pero
valió la pena para llegar a la mesa bien pertrechada de arenque, salmón,
pepinillos, panes y quesos preparados según la inquebrantable tradición judía;
por las mujeres de la familia. Y así, henchidos de buena voluntad, comimos y
brindamos por la paz de México y del mundo. Por la unión de la familia. Por los
que están lejos y los que están cerca. Por nuestros niños y por nuestros
viejos. La opulenta cena propició que la charla convencional se transformara en
una deliciosa conversación. Afloraron anécdotas, recuerdos, sentimientos,
fraternidad que nos permite ser y no sólo estar; y que en esta ciudad donde
todo el mundo habla, pero nadie tiene tiempo de conversar; son un privilegio en
extinción. Tanto así que algunas tardes siento la urgencia de sentarme en
cualquier parque con un letrero que diga: "Platica conmigo por
favor".

En un mundo que le ha cedido la razón a la
tele, no hay modo de competir. Calladitas las mujeres asistimos a las trompadas
y a los comentarios entendidos de los "conocedores". "Si pierde
no importa porque de todos modos se lleva un millón de dólares", dijeron. Una
vez más la pantalla se impuso. El Canelo perdió y perdimos todos. ¡Caray! Con
la falta que nos hace algún pequeño triunfo.
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