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20 de septiembre de 2013

Un lugar apartado y polvoriento

En la vida es frecuente que se presenten situaciones causadas por otros, que al recordarlas nos llenan de vergüenza o remordimiento, es el caso de la anécdota que relata Armando Fuentes Aguirre en su sección Plaza de Almas de su columna De política y cosas peores. El texto fue tomado de la edición electrónica del pasado martes 11 de septiembre de El Siglo de Torreón.

Cargo el peso de una culpa ajena que me llena de remordimiento. Esa falta tiene casi 70 años de edad, y sin embargo la llevo conmigo todavía. A veces, en alguna noche de duermevela, se me aparece repentinamente y me mira en medio de la oscuridad. Entonces las tinieblas de la habitación se pintan de rojo con el color de la vergüenza...
La vez que mató a un perro con
la pura mirada.
Aquella mujer se llamaba Macaria. Vivía sola en La Calera, un lugar apartado y polvoriento que estaba entre los ranchos El Refugio y La Soledad. En El Refugio pasábamos de niños las vacaciones grandes: dos meses largos -¡ay, tan cortos!- del verano. ¡Qué de hermosuras tenía aquel refugio! Los Ojitos, donde brotaban manantiales cuyas aguas de cristal y música iban luego por las acequias festoneadas de picante berro...
La Magueyera: ahí campeaban las descaradas liebres que se burlaban del acoso de los perros dando saltos olímpicos por el chaparral... El Pasito, un canal de riego tan niño que hasta los niños podíamos cruzarlo con un solo paso... La Mojonera, una lomita -el Everest para nosotros- coronada por la gran piedra blanca que señalaba el límite de aquella vasta propiedad... A todos esos lugares podíamos ir los niños, libres, solos. A todos, menos a uno: La Calera. ¿Por qué no podíamos ir a La Calera?.
Porque ahí vivía Macaria, y Macaria era bruja... Por las noches, al terminar la cena, las estrellas en lo alto como cocuyos, en el jardín los cocuyos como estrellas, salíamos al portal, y ahí nuestras madres nos contaban con misteriosa voz los malos hechos de Macaria. La vez que mató un perro con la pura mirada. O cuando el hijo de Josefa López la vio en el momento de convertirse en lechuza, a consecuencia de lo cual el muchacho quedó mudo para siempre.
Las liebres se burlaban de los perros
en la magueyera.
O la pequeña que vino de Saltillo a un día de campo, y se acercó demasiado a la casa de Macaria. Jamás volvió a saberse de ella; hay quienes dicen que se la comió... Los niños oíamos aquello y nos llenábamos de temor. Las raras veces que Macaria venía al rancho corríamos a escondernos; si teníamos que ir a La Soledad hacíamos un largo rodeo para no pasar frente al jacal donde vivía sola.
Ella nos miraba; nos sonreía; nos hacía señas para que nos acercáramos; nos mostraba en alto un vaso de aguamiel, como invitándonos. Pero nosotros ya sabíamos: era bruja; nos estaba atrayendo para atraparnos. A todo correr nos alejábamos, porque si nos echaba mano nos mataría como a la niña de Saltillo, y nos devoraría sin dejar ni los huesitos. Huíamos, huíamos siempre de aquel lugar horrible y de la mala bruja...
Pasaron los años. Eso es lo que saben hacer mejor: pasar. De pronto, sin darme cuenta, dejé de ser niño. Un 6 de agosto, en la fiesta del Santo Cristo, una vejuca me saludó al salir de la capilla. "¿Se acuerda de mí, Armandito? Soy Macaria". Era una pobre anciana, enteca, pequeñita, de mirada humilde y gesto dulce. Me apenó verla, no sé por qué -sí sé por qué-, y apenas acerté a tenderle la mano torpemente. Al día siguiente le conté a mi madre aquel encuentro, y le pregunté por qué ella y mis tías nos contaban a los niños que Macaria era una bruja.
Me explicó: "Porque vivía cerca del tanque hondo, aquel pozo de aguas profundas y bordes resbalosos. Un niño del rancho se ahogó al caer ahí, y no queríamos que ustedes se acercaran a ese sitio". Entonces entendí: nuestras madres, para protegernos, inventaron aquella mentira acerca de Macaria. Ella era una mujer sencilla, bondadosa, de buen corazón, pero arrojaron sobre ella una fea calumnia; la hicieron bruja, y mala, para alejarnos de un lugar de muerte. Ésa es la culpa ajena que llevo como propia.
Recuerdo a aquella mujer sin hijos, solitaria, sin presencia de niños en su vida, y la miro ofreciéndonos desde lejos un vaso de aguamiel para que fuéramos a ella. Quizá nos habría hecho una caricia -a veces, más que nos acaricien, necesitamos acariciar-, pero nosotros escapábamos corriendo, temerosos y asustados. Veo a Macaria triste, sin entender por qué los niños huían de ella, y siento en el filo del alma un calosfrío de vergüenza. Ahora mismo lo estoy sintiendo otra vez al escribir. Y me pregunto: ¿se le puede pedir perdón a un recuerdo? Si eso es posible, perdónanos, Macaria: ni tú merecías nuestro terror de niños ni nosotros merecíamos tu vaso de aguamiel...
Y es todo por hoy. Habrán notado mis lectores -los cuatro- que este día me he apartado de mi habitual modo de escribir. Mañana volveré a mi estilo acostumbrado...

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