Adela Celorio. |
La articulista Adela Celorio, colaboradora entre otros medios del periódico
regional El Siglo de Torreón sigue
con el tema del hambre en México y
viendo lo que ocurrió después de Ingrid y Manuel
llega a la conclusión de que los más solidarios son los desheredados, mientras
que los potentados “se levantan el cuello” donando grandes cantidades, pero con
el propósito de obtener importantes deducciones de impuestos.
Dirán que estoy
obsesionada con el tema, pero cómo no estarlo si -ante la angustiosa situación
que provocaron los ciclones- toda institución que se respete demanda apoyo para
los damnificados. Y allá va cada uno a ofrecer lo que puede. El que más y sobre
todo el que menos porque ya se sabe que los que menos tienen suelen ser más
generosos. Los ricototes se adornan "donando" cheques de muchos
ceros. Deducibles de impuestos ¡faltaba más! O sea, caravana con sombrero
ajeno. No cabe duda que toda desgracia es un motorizador. Hasta el Gobernador
de Guerrero, para mostrar solidaridad, se hizo fotografiar para los periódicos
con su panzota bajo el agua. Allá en mi pueblo había un presidente municipal
tan panzón que le decían Marabunta por lo voraz e insaciable. ¡Perdón!, no sé
ni por qué asociación de ideas les cuento esto; pero sigo con lo mío.
Mientras
las afortunadas esposas de los hambreados (esos insaciables que se aperran todo
lo que pueden) surten su despensa en los globalizados comercios que ofrecen
salmones de Escocia, arenques del Báltico, carnero de Australia. Quesos
franceses, italianos y los curados de oveja, especialidad de La Mancha; y
copetean el carrito del súper con frambuesas, grosellas, moras azules y cerezas
frescas que son un festín para los ojos y un descubrimiento reciente para los
mexicanos acostumbrados a los plátanos, las papayas y las piñas; familias
enteras de hambrientos consiguen su alimento entre los desechos de los mercados
y la escamocha de los restaurantes.
La
oferta gastronómica en esta capital abarca desde lujosos restaurantes donde los
platillos alcanzan precios exorbitantes (y tienen una la clientela asegurada
entre los políticos, hambreados que comen exquisiteces a cuenta de nuestros
impuestos) hasta lugares muy presentables con precios accesibles. Sofisticadas
casas de té "de la luna de agosto". Pizzerías, cafeterías,
autoservicios, bistrós, taquerías, torterías, y los populares puestos
callejeros que en cualquier banqueta ofrecen comida sencilla y barata para
consumir de pie, haciendo equilibrio con un plato de plástico atascado de arroz
y chicharrón en salsa verde en una mano, y en la otra el imprescindible
refresco.
Aparentemente
por comida no paramos aunque eso sí; las colas son largas en "los
parados" y eterna la espera en "los sentados". Ya somos
demasiados en esta ciudad -me dijo una mujer que renegaba de la espera. Pero ni
modo, hay que comer porque la comida es la aceptación de la vida tanto en lo
físico como en lo espiritual. No se trata del alimento sino de la forma en que
nos acercamos a él. Compartirlo es algo sagrado. Convivio significa
convivencia, comer juntos, comer todos. Comer todos juntos es comunión. Que
haya comida para todos es un acto de moralidad social. Creo que todos estamos
conscientes de eso y sin embargo, con ciclones o sin ellos hay en este país
muchas familias que apenas comen. Y digo apenas, porque si nada comieran
morirían; pero su hambre es ancestral.
Para
compartir con el lector el espíritu que hoy mueve mi pluma, voy a transcribir
aquí una nota publicada recientemente en un diario de esta capital:
"Armada con una escoba, una mujer acabó con la vida de su hija de apenas
cuatro años, tan sólo porque sucumbió a la tentación de consumir toda la comida
familiar. Tras entrevistar a la madre, terminó confesando que había golpeado
hasta la muerte a su hija de nombre Ashley, por terminarse los alimentos".
Ni haciendo un esfuerzo grande podríamos imaginar la desesperación de esa
madre, seguramente hambrienta ella también. El verdadero pecado de gula no es
comer sino comerse lo del otro. Lo inmoral es el hecho de convertir el comer en
algo totalmente desligado del hambre de los otros. Lo inmoral es pretender
cargar un impuesto infame a los refrescos que con diferentes sabores,
grandotes, panzudos y bien azucarados tienen su principal nicho de mercado
entre los albañiles (cuyo salario mínimo es de 70 pesos que han de rendir para
pasajes, comida, vestido y techo) que requieren de la energía del azúcar para
subir a pulso las pesadas cubetas de mezcla por andamios suicidas. Lo inmoral
es otorgar partidas millonarias para sus sagrados alimentos, a funcionarios que
disfrutan de sueldos por encima de la mayoría de los ciudadanos. Lo inmoral es
el hecho de que a la mayoría de los ciudadanos ya no nos sorprenda nada. Las
cosas son como son; nos resignamos ante el desgobierno que padecemos y las
cruzadas contra el hambre que se reciclan cada seis años con diferente nombre.
Lo inmoral es pretender más impuestos cuando todavía no nos pueden explicar en
qué consiste la riqueza inexplicable que disfrutan tantas generaciones de
funcionarios y exfuncionarios públicos.
Nuestro
gobierno me recuerda a esas personas manirrotas que andan siempre pidiendo
prestado porque nunca les alcanza el dinero; y que en lugar de organizarse y
poner orden en su cartera, piden más dinero.
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