El Trapense. |
En
un momento de extenuación, el cartujo exclama: “¡Cómo pasa el tiempo!”. Lo dice
con la joroba a cuestas y los ojos grises, con la frente marchita y los labios
partidos. Los años lo han vuelto cachivache, pero nunca, hasta ahora, lo había
advertido.
Unas
líneas de Fernando Rivera Calderón en la dedicatoria de su libro Diccionario
del caos (Taurus, 2013) devienen implacable espejo. “Un abrazo entre dos
siglos” —dice Fer y la dentadura del monje castañea mientras las lágrimas
ruedan hacia el abismo. “Tú —continúa—, has sido testigo de mis pasos primeros
y de mis tropiezos…”.
No
puede más, se derrumba, abandona el libro y casi la vida. Rivera Calderón ha
crecido y él se ha hecho abuelo. Lo leyó por primera vez, a principios de los
noventa, en las páginas de El Nacional con una crónica de lucha libre. Le
pareció un desastre, pero también original y divertido. El tema era lo de
menos, lo importante era la mirada, el atrevimiento, la irreverencia de ese
muchacho de 19 años.
Muy
pronto comenzaron a negarle la entrada en las arenas. Sus textos incomodaban a
los puristas del pancracio, ese deporte proscrito al circo y no se diga a las
payasadas. Se las ingenió para burlar a los vigilantes, quienes al descubrirlo
lo echaban a la calle. Sus crónicas se volvieron cada vez más audaces y
jocosas. Tenía ya un público cautivo en constante expansión, cuando decidió
renunciar para vivir otras aventuras.
Entre
ellas la de convertirse en uno de los valores juveniles Bacardí con su grupo El
Cuerpo de Cristina (¡vade retro, Satanás!). Antes había hecho radio y nunca
dejó de escribir.
Al
comenzar la nueva centuria coincidieron en Milenio Diario. El monje llegaba de
un largo y autoimpuesto destierro y Rivera Calderón era ya un editor fogueado
en varios frentes. No estuvo mucho en el nuevo periódico y sus encuentros se
volvieron cada vez más esporádicos. Él se volvió famoso con sus programas de
radio, de televisión, con su música; se hizo actor y publicó un libro al alimón
con Enrique Hernández Alcázar: El país del Weso. Ahora sorprende con su
Diccionario del caos, el único, tal vez, sin orden alfabético. Diseñado por
Alejandro Magallanes, es un desbarajuste, una insolencia para los amantes del
rigor y las normas —como los cofrades. En él cabe todo, menos la solemnidad y
el aburrimiento, como puede verse en los siguientes ejemplos:
Memoria:
Versión imaginaria de la historia.
Eternidad:
El presente de los vampiros.
Matrimonio:
Ritual que comienza y termina con el mismo amor, la misma pasión y diferente
persona.
Todo:
Esposo de Nada. (Después de su divorcio, Nada se quedó con todo y Todo se quedó
con nada).
Sombrero:
Accesorio que puesto boca abajo derrama humanos y boca arriba, conejos.
Amor:
Emoción cuyo centro está en tu corazón y su circunferencia, en todas partes.
Familia:
Accesorio favorito de la televisión.
Ciudad:
Lugar donde se encuentran quienes gustan de los desencuentros.
Queridos
cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con
ustedes. Amén.
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