Gerardo Hernández González |
La
idea de conformar el Estado de la Laguna con
varios municipios de Coahuila y Durango no es nueva, si bien arrecia según las circunstancias
y el ánimo de quiénes habitamos en ésta región y también por el abandono en que
nos mantienen los gobiernos estatales y el federal que no nos permiten
desarrollarnos como quisieramos no obstante el aporte que realizamos vía
participaciones económicas. La columna es Capitolio de Gerardo Hernández González, quién además de ser el director de Espacio 4 publica en Milenio Diario Laguna y en Zócalo de Saltillo.
La idea del
Estado de La Laguna remite y arrecia según las circunstancias y el ánimo
social. Incluso cuando el crecimiento demográfico y económico se concentraba en
la comarca, mientras Saltillo, Durango y el resto de las regiones padecían
estancamiento y acumulaban rezagos, ya había grupos que la gestionaban. La
región gozó de privilegios en tanto duró el mito del ejido. Para mantenerlo
vivo, el gobierno federal canalizaba recursos y presupuestos ingentes que, la
mayoría de las veces, iban a parar a los bolsillos de funcionarios, líderes
campesinos y empresarios sin escrúpulos.
El gerente del
Banco Agrario (después Banrural o “Bandidal” como el ingenio popular lo
bautizó) ejercía mayor poder político que los gobernadores. Para incrementar el
rendimiento del “voto verde” por hectárea, la institución financiaba campañas
de los candidatos del PRI, pagaba acarreos, condonaba carteras vencidas —como
ahora el Congreso cancela el ISR a municipios que lo cobran a sus empleados y
lo gastan en lugar de enterarlo a Hacienda.
La Laguna figura
hoy entre las regiones más violentas del país. Ese fenómeno y la falta de
inversión e infraestructura —pública y privada— se traducen en angustia social,
desempleo, crecimiento limitado y descrédito internacional. En un escenario así
podría pensarse que los laguneros desistirían de su intento de escindirse de
las capitales de Coahuila y Durango para fundar su propio estado, nombrar su
propio gobernador, valerse por sí mismos y no depender por más tiempo de las
administraciones centrales.
Pero en lugar de
abatir banderas y esperar momentos más propicios para lograr su
“independencia”, los laguneros se crecen al castigo y vuelven a la carga. Esta
vez lo hacen de manera silenciosa, no a través de los comités que apadrinan la
idea del estado treinta y dos. El rumor corre de boca en boca, en los cafés, en
los centros de reunión y en las mesas familiares. El “basta ya” cobra cuerpo y
fuerza desde una base social heterogénea.
Sin embargo, no
todos los sectores tienen acceso al poder ni a los círculos donde se toman las
grandes decisiones del país. Por tanto, es relevante que figuras connotadas de
La Laguna, que hasta hace poco se habían mantenido al margen, empiecen a
empujar en la Ciudad de México el proyecto del nuevo estado, lo mismo en el Congreso
que en otras instancias. El tema ha pasado, pues, de la coyuntura política y
electoral al de la necesidad imperiosa. Plantear argumentos en vez de esgrimir
agravios o posiciones partidistas le brinda sustento a la demanda.
En el centro
político de la República hay corrientes que también pugnan por convertir el
Distrito Federal en estado (el de Anáhuac, en su caso). Son asuntos que
ameritan atención y debate serio. En La Laguna persiste el sentimiento de
abandono de las capitales, a las que culpan en parte de su retraso. Conscientes
de esa situación, los últimos gobernadores de Coahuila, desde Eliseo Mendoza
hasta Rubén Moreira, han aumentado y reforzado su presencia en la comarca.
Sobre todo, el actual.
Mas no es eso —o
solo eso— lo que los laguneros esperan. Desean influir directamente en la toma
de decisiones que los afectan, pues no se sienten representados por las
autoridades locales ni por el Congreso. Si algunos agentes sociales y
económicos recurren a canales políticos externos para sensibilizar sobre la
conveniencia de apoyar el Estado de La Laguna, es porque en las capitales de
Coahuila y Durango no los escuchan.
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