Adela Celorio. |
En
su colaboración semanal para El Siglo de Torreón la escritora Adela Celorio trata
el tema de la contaminación que ocasionan medios como la televisión al grado de
que ya ni a la hora de tomar los alimentos es posible sustraerse a los programas
que se transmiten a través de la pequeña pantalla, donde el futbol y otras
obsesiones se encuentran omnipresentes.
Niña
antigua como yo, mi amiga Pelusa comparte conmigo la vieja costumbre de la mesa
y la sobremesa platicadas. Seguimos creyendo en el vino para aligerar el
espíritu y hacer más suculenta la conversación. A pesar de nuestras grandes
diferencias (ella es elegante y sexy; yo descuidada y malhecha) y tal vez
porque no hay lugar a la competencia, nuestra amistad que con los años ha
adquirido derechos de hermandad, mantiene vivo el entusiasmo por reunimos lo
más frecuentemente que nuestras vidas lo permiten; para comer, beber y arreglar
el mundo; para volverlo a poner en pie, y para reponernos de la incomunicación que
con su tecnología de punta nos impone la familia. -"Una vez a la semana
recibo a mis hijos a comer, me paso la mañana cocinando lo que les gusta y
cuando se sientan a la mesa ni lo notan; concentrados como están en las
pantallas de sus tabletas, en los mensajes de facebook, en responder o llamar
de sus teléfonos celulares. En realidad ellos están en otros mundos y no queda
espacio para la convivencia" -se queja mi amiga, nos quejamos las dos. Es
por eso que cuando nos encontramos, Pelusa y yo nos arrebatamos la palabra.
Hablamos al mismo tiempo, la que respira pierde. En mi urgencia de hablar, con
frecuencia las cabras se me van al monte. Menos mal que mi amiga-hermana tiene
la habilidad de volverme siempre al camino: "Si -me dice- pero estábamos hablando
de otra cosa… Ya entradas en el verbo, nos quejamos de nuestros respectivos
Querubines, de los hijos, de la lluvia y del giro que dio el mundo.
¡Qué
barbaridad, ya no entendemos nada! Las únicas reglas son no hablar con la boca
llena ni mencionar los nombres de nuestros políticos para no ensuciarnos la
boca con porquerías. Ante la necesidad de ventilar en unas horas tantas
conversaciones que traemos reprimidas, nuestros encuentros tienen algo de
ansiedad, por lo que procuramos encontrarnos en lugares tranquilos y poco
ruidosos; cada vez más difíciles de encontrar. Pocos restaurantes en esta
ciudad mantienen la dignidad y el ambiente propicio para la conversación.
Muy
pocos los que se abstienen de las pantallas encendidas de sol a foco. Ante la
imposibilidad de encontrar nuestro lugar ideal, la otra mañana Pelusa y yo
elegimos para desayunar y conversar; el ala más tranquila de un restaurant;
espacio que compartíamos sólo con un señor que a unas cuantas mesas de
distancia se concentraba en teclear su computadora. Era evidente que ni él ni
nosotras teníamos el menor interés en los jóvenes que en calzoncillos diputaban
a patadas un balón en las pantallas que desde todos los ángulos se imponían a
la mirada. Pedimos entonces al mesero que nos atendía, que nos hiciera el favor
de apagarlas. ¿Apagarlas? -Preguntó tan sorprendido como si poniendo una
pistola en su pecho, le hubiéramos dicho: ¡Esto es un asalto!. "¡Sí,
apagarlas! -Mire usted, ni aquel señor que está trabajando en su computadora ni
nosotras tenemos interés de ver sus televisores. Apáguelos por favor"
-"Perdonen señoras pero o no estoy autorizado para hacer lo que ustedes me
piden". -"Llame entonces al gerente". Y vino el gerente sólo
para decirnos que no, que no y que no. Si no puedes con el enemigo, únete a él,
aconseja la sabiduría popular y pues ni modo; tuvimos que seguir platicando
ante la inevitable presencia de los futbolistas. -"Ya no hay que
quejarnos" -aconsejó Pelusa. "Nos guste o no, el ambiente está
viciado y el futbol es lo menos nocivo. Seguro te has dado cuenta de la
obsesiva preocupación que nos causa la obesidad, el humo de los fumadores y
hasta la sal que hemos retirado de la mesa para evitar la hipertensión; y sin
embargo no acabamos de asumir el envenenamiento moral al que estamos expuestos
sin mascarilla de protección.
Se
trata de un veneno de acción lenta que anula las defensas y sin darse uno
cuenta, pierde la autoestima y se ve envuelto en la mierda sin siquiera cambiar
el canal. Si pensamos en los monstruos que crean hoy los directores de cine;
Frankestein resulta un galán y Mister Hyde es apenas un bipolar… Nuestros hijos
tienen en la tele la mejor escuela de violencia, de sexo rudo y basura moral
que les inoculan las pantallas encendidas indiscriminadamente. -¿Te has fijado
que hasta en las películas más inocuas, las palabras vagina y pene son el gran
tema? No es que me escandalice, sólo que me parece de mal gusto y además, ¿qué
tiempo, qué espacio nos dejan para leer… para pensar? Ya lo ves, ni siquiera
encontramos un lugar donde conversar tranquilas". -"Ay amiga, mejor
hablemos de Mozart, de libros… A propósito ¿ya leíste "Teoría y práctica
de la estupidez?" de Jose Antonio Molina?"
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