Armando Fuentes Aguirre. |
A historias en las que se encuentran involucrados la poesía y el romanticismo tendemos a tacharlas de cursis y hasta inverosímiles al considerar que ni la poesía ni lo romántico forman parte de la realidad, las dos características las tiene la historia de Armando Fuentes Aguirre, autor de la columna De política y Cosas Peores donde hace unos pocos meses incluye la sección Plaza de Almas. El relato se publicó en El Siglo de Torreón, el pasado martes 29 de octubre.
La
historia que voy a contar hoy tiene final feliz. Decir eso no favorece a una
historia: la hace sospechosa de cursilería, o la vuelve inverosímil. Si los
relatos empezaran todos con la frase "Y vivieron felices", nadie los
leería. Shakespeare tuvo éxito -y lo sigue teniendo hasta la fecha- porque
siempre jodía a sus personajes. Pues bien: mi relato de este día empieza
precisamente con aquella frase, la misma con que acaba: "Y vivieron
felices". A mí me gustan los finales felices. No pienso que el buen Dios
nos hizo con la deliberada intención de ponernos en un valle de lágrimas.
Él
no es Shakespeare. Tristeza hay en el mundo, no lo niego, pero hay también
horas alegres. El valle no puede ser todo de lágrimas si en él están la risa y
la canción, el pan y el vino, la mujer y el amigo; el niño y el perro; si en él
hay San Francisco, Mozart, Chaplin y los hermanos Marx, entre otros muchos
rientes decidores y cantores. Pero advierto que me estoy apartando del relato.
Más bien: advierto que no lo he comenzado todavía.
Lo
empiezo, pues. En él aparecen una mujer y un hombre. Ella tiene 15 años; 40 él.
Esa diferencia de edades es parte principal de la historia, pues sin ella no se
entendería lo que sucedió. En los actuales tiempos una tan grande diferencia en
años es fatal. Si un cuarentón trata de amores a una quinceañera será objeto de
reprobación, sobre todo por parte de las cuarentonas. En la época de mi
historia, los principios del pasado siglo, eso no se veía mal. El marido era
como un padre para la mujer, a quien se consideraba una especie de menor de
edad necesitada de tutela perpetua, así tuviera 70 años. "Debilidades de
su sexo", decían de ella los que no sabían ni de debilidades ni de sexo.
El
caso es que este hombre de 40 años se enamoró de esta niña de 15. Él era rico.
Dueño de haciendas y de minas, comerciaba con mercancías extranjeras y era
accionista de fábricas y bancos. El padre de ella gozaba de consideración
social, pero no poseía caudales. Tenía el Don, pero no el din. Era un buen
hombre, y si me alargo un poco un hombre bueno, pero carecía de ojo para los
negocios, y los caudales no muy grandes que recibió en herencia de su padre se
le fueron acabando en erráticas aventuras financieras que se volvieron
finalmente desventuras, pues él y su familia quedaron reducidos a un
modestísimo vivir.
La
niña de 15 años era soñadora. En esas circunstancias ¿qué puede hacer una niña
aparte de soñar? Su sueño, voy a decirlo de una vez, era el de la Cenicienta.
Ella, que se sabía pobre, esperaba a un príncipe que en carroza de oro la
llevara a la felicidad. Y sucedió que el rico señor era viejo amigo de su
padre. La vio una vez y ya no pudo dejar de verla, aun cuando no la estuviera
viendo. Pero ¿cómo declararle su amor a una niña así?. Voy a decir lo que hizo.
Fue
a Europa, y en Francia mandó hacer una bellísima pieza de cerámica en la forma
de la carroza de la Cenicienta, con sus caballos, sus cocheros y lacayos, los
animalitos que amaban a la hermosa doncella, el príncipe, y una corona real
como remate del conjunto. Todas las partes de aquella delicada obra, frágil y
etérea como el sueño de la joven, eran desprendibles, de modo de poder empacar
por separado cada pieza, y conseguir así que la preciada joya hiciera el viaje
por mar, y luego por ferrocarril, hasta llegar sin daño a la casa de la
muchachita. Ahí se la entregó el enamorado galán. En el momento de declararle
su amor levantó la tapa de la corona. En su interior, refulgente, estaba el
anillo de compromiso que le ofrecía como prenda de "su afecto". ¿Qué mujer,
díganme ustedes, se resiste a una declaración así, y más si tiene 15 años?.
Con
el permiso de sus padres ella aceptó el amor de aquel señor tan romántico -y
tan espléndido-, y la pareja contrajo matrimonio después de un brevísimo
noviazgo. Y fueron felices. Gozaron 40 años de dicha como la de los cuentos;
tuvieron hijos, y nietos, y bisnietos. Ahora la carroza de la Cenicienta, con
la romántica leyenda de aquel tío abuelo minero y hacendado, está en la sala de
la casa que fue de mis mayores, y que hoy la gente de Saltillo considera un
museo. Llegan los niños y las niñas de las escuelas y ven los bellos muebles, y
los antiguos cuadros, y los vitrales y tibores de aquella casa del siglo
diecinueve, pero lo que más les gusta es la carroza de la Cenicienta, y quieren
oír una y otra vez la leyenda de amor que el tiempo ha ido tejiendo en torno de
ella. Yo miro la carroza y pienso que mientras haya cuentos en el mundo, y
leyendas de amor, e historias de hombres y de mujeres que se aman, los finales
felices serán posibles todavía... FIN.
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