René Delgado Ballesteros |
La cruzada contra el hambre que el gobierno de Enrique
Peña Nieto le entregó para su ejecución a Rosario
Robles Berlanga puso en riesgo el Pacto
por México al que se comprometieron las principales
fuerzas políticas del país, del tema se ocupa en su columna Sobreaviso el experimentado
periodista René Delgado Ballesteros, quién semanalmente
colabora en El Universal, los diarios de Grupo
Reforma y en
El Siglo de Torreón.
Cuando la oposición firmó el Pacto por México, sin
duda tenía absoluta claridad de con quiénes se sentaba a estampar su rúbrica
así como también de la fragilidad de la mesa -la plataforma- donde apoyaba el
documento, la tensa atmósfera político-social en que lo hacía y lo delicado que
resultaría no abrir a consulta sus decisiones. Lo mismo sabían el gobierno y su
partido.
Hoy, el Pacto se ve amenazado por las resistencias
con tintes insurreccionales que se manifiestan en Guerrero, Michoacán y Oaxaca
así como por la compra y la coacción del voto en Veracruz, uso y costumbre que
por turno en el poder practican los partidos.
Por eso no cabe ahora sorprenderse por lo que está
ocurriendo. La oposición no puede rasgarse las vestiduras como si fuera
Caperucita frente al lobo, ni el gobierno y su partido disfrazarse de abuelita,
hacerse de la vista gorda o pretender que, cuanto ocurre, son simples
resbalones en pavimento pulido.
Más allá de los buenos propósitos, partidos y
gobierno tienen que asumir que al Pacto le falta una piedra: la piedra de los
sacrificios.
Sin ser producto de la casualidad, el Pacto resultó
de una circunstancia bien entendida por la oposición, el gobierno y su partido.
Un momento de debilidad que, curiosamente, podían convertir en uno de
fortaleza.
La dirección de Acción Nacional requería consolidarse
frente a la tentación calderonista de prevalecer al menos en el partido y, por
lo mismo, la interlocución con el gobierno, acompañada con acciones fuertes, la
fortalecía. La dirección del Partido de la Revolución Democrática se veía tan
liberada como debilitada por la decisión de Andrés Manuel López Obrador de
salir de las filas de ese partido y, entonces, cobijarse en el Pacto nada mal
le venía.
Rosario Robles Berlanga |
A su vez, el gobierno y el partido tricolor requerían
legitimarse en el poder así como mandar una señal: el retorno al poder no
significaba el retorno al pasado, sino al presente y al futuro. Hicieron,
entonces, válido el principio de que lo que resiste apoya y sumaron a la
oposición, sobre la base de incorporar sus demandas, al acuerdo supuesto en el
Pacto. Supieron verlo.
Aunado a ello, partidos y gobierno se veían frente a
un problema de sobrevivencia: el asedio de los poderes fácticos, gremiales o patronales,
los tenía contra la pared o como rehenes. Los grandes intereses les disputaban
el poder y, bajo la seducción del abrazo, los asfixiaban.
Gobierno y partido de la debilidad hicieron
fortaleza, pero ignorando algo fundamental: una détente o distensión política
entre sí que, por un lado, diera viabilidad al Pacto, impidiera conductas y
acciones por parte de los involucrados que atentaran contra el Pacto y contra
ellos mismos y, algo no menos importante, asumir en conjunto y a plenitud las
acciones a emprender contra los sectores o intereses, allegados a ellos o no,
que resistieran sus decisiones. Eludieron acordar los sacrificios.
Entre los acuerdos implícitos en el Pacto, hay cuatro
importantes en extremo y en los cuales tienen que reparar los partidos y el
gobierno: dos de índole conceptual y dos de índole práctica.
Uno. Acordar reformas es eso, es innovar o mejorar
algo preexistente. La oposición debe tener claro que resolvió ajustar algo, no
cambiarlo a fondo. La reforma no supone un cambio de modelo y conviene decirlo
para que después no vengan los reclamos de insuficiencia o limitación de lo
hecho. Y reformar, por lo mismo, supone también renunciar a la ruptura.
Emprender reformas con éxito en un régimen presidencialista, por fuerza
beneficia a quien encabeza ese régimen. Asombrarse de los beneficios que recaen
en el Presidente es una inocentada. El problema es que el régimen
presidencialista no da más de sí.
Dos. Acordar a nivel de cúpulas sin someter a
consulta las decisiones, supone una buena dosis de autoritarismo. Autoritarismo
hacia las propias estructuras que sostienen a los dirigentes gubernamentales o
partidistas y autoritarismo hacia los intereses o sectores afectados. Se acordó
eso y eso implica ejercer autoridad, que no es sinónimo de reprimir.
Tres. Acordar reformas sin consultar a los intereses
afectados exige hacer abstracción de la cercanía o simpatía justamente con esos
intereses y asumir que, según el caso, las fuerzas involucradas resultarán
beneficiadas o perjudicadas por la acción a emprender para implementar lo
acordado.
Cuatro. Pactar obliga a alinear y disciplinar en
todos los niveles a quienes forman parte de las fuerzas o instancias políticas
involucradas en el acuerdo. Alinear y disciplinar supone, a veces, prescindir,
castigar o incluso sacrificar a quienes atentan contra lo pactado. Es escuchar,
sin sentimentalismo, las palabras: adiós, hermano cruel.
Un Pacto como el suscrito implica eso.
La piedra de sacrificio de quienes vulneran o atentan
contra el Pacto no puede ser otra que la de las instituciones, la ley y la
política.
Si la incapacidad o la perversidad de gobernadores
como Ángel Aguirre o Javier Duarte atentan de un modo u otro contra el Pacto,
no va a ser con espaldarazos o reconvenciones como se les pueda alinear. Si
funcionarios públicos, federales o estatales, desvían recursos oficiales a
propósitos electorales, no va a ser con palmaditas o coscorroncitos como se
repare el daño al bien superior. No es cosa de ver quién aguanta más, sino de
apegarse con rigor al derecho.
No se puede ejercer la fuerza contra quienes bloquean
las carreteras y dejar impunes a quienes bloquean la democracia o atentan
contra el Pacto, desde oficinas y posiciones oficiales. No puede denunciarse el
uso de recursos oficiales en beneficio electoral si, al final, la queja es nada
más un problema de turno. Se destierran por completo esas prácticas sin
importar la bandería de quienes las aplican, o se asume que la simulación es la
filosofía de la conducta política.
Institucionalidad, legalidad y política son la piedra
de los sacrificios donde el gobierno y los partidos deben colocar a los propios
y a los ajenos que atentan contra el Pacto. Jugar a que en Palacio reina el
civismo y la concordia, y fuera de ahí, el cinismo y la discordia es ponerle
mecha a un problema, en vez de solucionarlo.
El Pacto supone sacrificios, desconocerlo es tanto
como haber suscrito una carta suicida. Así como de la debilidad se puede
derivar fortaleza, también de ésta se puede derivar debilidad. Debilitarse,
ahora, sería lo peor que le podría pasar al gobierno y los partidos... y al país.
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