Adela Celorio |
Los niños ya no son lo que solíamos ser quienes estamos
hoy en la edad adulta, nos dice Adela
Celorio en su semanal colaboración para El
Siglo de Torreón, la escritora participa además en
publicaciones como El Universal y los medios de Grupo
Reforma.
Por irrevocable renuncia de mi menordomo, la cena
familiar de esta semana tuvo que hacerse en la casa de mi hija, donde sus niños
celebraban con gran entusiasmo la llegada de un patito bebé. "Lo
rescatamos porque estaba casi moribundo", me explicaron los chiquitos. Me
pareció oportuno platicarles una vieja historia (que alguna vez ya conté aquí).
Hace algunos cientos de años yo también tuve un patito. Una borla de plumas
amarillas que papá me puso en las manos, y que yo, pequeña madrecita, lo nombré
Cricrí, lo alimenté con moronas de pan y compartí con él mi limonada. Muy
abrazadito, por la noche lo dormí conmigo. A la mañana siguiente amaneció muy
tieso y no quiso abrir los ojos. Corrí a pedir ayuda a papá quien solo de verlo
dio el parte. "Cricrí está muerto", dijo. "Sí, pero yo quiero
que ya despierte, lloriqueé". "Está muerto", repitió papá.
"¿Qué es eso de estar muerto?", pregunté. "Pues es esto, no
abrir los ojos y no despertar nunca más". Para entonces yo ya era un
charquito de lágrimas y mocos y para consolarme, tomándome de la mano me llevó
al jardín: "ven, dijo, vamos a enterrarlo y le haremos un funeral".
¿Qué es funeral?, pregunté mientras él se aplicaba a escarbar un agujero en la
tierra blanda del arriate de un rosal. Depositó ahí a mi criatura que ni
pestañeó. "Jesús de Veracruz/ que Cricri se vaya al cielo de los patos.
Amén", rezó papá dando por terminado el asunto, aunque yo todavía lloré
algunas horas más. En la mesa, los niños ya impacientes agradecieron el fin de
mi relato para atender los mensajes de sus celulares, y la cena siguió su
curso. Aún no llegábamos al postre cuando apareció la Pepa -que es una perra
muy arpía- con el patito de los niños en el hocico. La conmoción duró sólo unos
minutos porque el padre de los chiquitos tomó el cadáver que como un trofeo le
ofrecía la Pepa, y sin ningún miramiento lo arrojó a la basura sin funeral y
sin nada. No hubo compasión ni lágrimas porque para los niños de hoy, la muerte
es cosa de del diario.
Desde que Dios amanece reciben por sus artilugios
toda clase de información, videos incluidos, de balaceras y muertes en el
momento mismo en que están sucediendo. Terroristas, delincuencia organizada y
desorganizada. Psicópatas armados que sin razón balean a sus compañeros de
escuela y Zombis que se alimentan de vísceras y cerebros humanos. Después de
todo eso ¿a qué niño puede escandalizarle la muerte de un patito? Después de
cenar, el Querubín y yo volvimos a casa, y aunque soy incansable, siempre llega
el momento entre las once y las doce de la noche, en que me digo a mí misma: mí
misma, hoy por hoy, te has ganado el derecho a descansar. Bajo entonces la escalera
para revisar que las puertas queden bien cerradas y aprovecho para echar la
ropa a la lavadora. Recojo los periódicos que mi Querubín deja regados por los
suelos y programo la cafetera. Después de ponerme la piyama y aplicarme
cualquier crema que me quede a mano: rejuvenecedora, rellenadora de arrugas,
quitamanchas, la de ojos, la del cuello, la de codos, la de manos, la de pies…
y ahora sí, a descansar.
Con la tranquilidad de conciencia que nos da el deber
cumplido, enciendo la tele frente a mi caminadora, porque sin tele que me
distraiga es aburridísimo hacer una rutina de tres kilómetros sin moverme del
mismo lugar. Comienzo la caminata haciendo un concienzudo zapping en busca de
alguna película presentable aunque la programación suele ser decepcionante:
"Marcados por la Muerte", "Asesinos de Élite",
"Suicidas en las Vías", "Terminator", "Soldado
Universal", "Historia de Ladrones", "Persecución
mortal", "Bailando con la Muerte", "Ámame o muérete",
"Un día para sobrevivir", "Rápidos y Furiosos sin Control",
"Sin Límite"… Total que puros balazos. Heridos, encapuchados, jóvenes
que se drogan en la pantalla, autos que explotan en llamas. La diaria dosis de
muerte es altísima, aunque siempre sazonada con candentes escenas de sexo.
Menos mal que los cuarenta y cinco minutos que dura
mi caminata, son suficientes para recorrer de ida y vuelta toda la
programación, y encontrar eventualmente alguna película disfrutable. Finalmente
me arrastro hasta la cama donde desde hace ya algunas horas mi Querubín sueña
con los angelitos. Yo en cuanto cierro los ojos sueño con incendios,
encapuchados y secuestros. Es la tele y es la realidad. Son los males del mundo
que acosan mis sueños y cuando despierto siguen ahí. Somos los padres
preocupados por inculcar valores a nuestros hijos mientras la tele es escuela
de violencia, alcoholismo, drogadicción y sexo indiscriminado. Somos nosotros
quienes por comodidad o impotencia, soslayamos el hecho de que nuestros hijos
no aprenden de lo que decimos, pero absorben como esponjas los valores que les
impone la pantalla.
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