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19 de agosto de 2013

Así me hizo Dios…

Armando Fuentes Aguirre.
Ameno como historiador, escritor, columnista y conferencista Armando Fuentes Aguirre une a sus numerosos méritos el de ser Cronista de Saltillo y como parte de su quehacer en ese desempeño recientemente empezó a publicar su Plaza de Almas en su columna De Política y Cosas Peores que se publica junto con otros textos de su autoría en numerosos medios impresos del país y el extranjero. El presente texto fue tomado del espacio digital de El Siglo de Torreón, uno de los muchos periódicos en los que cotidianamente participa.

Enlace: http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/903996.de-politica-y-cosas-peores.html


Robertito Guajardo era el joto del pueblo. En aquellos años -los cincuenta del pasado siglo- Saltillo, mi ciudad, era eso: un pueblo apenas un poco más grande que su catedral. A los homosexuales no se les llamaba así, y menos aún "gays". Se les llamaba jotos. Y Robertito era el joto del pueblo. Tenía una afición: El teatro. Su sueño, confesaba, había sido siempre "subir al palco escénico". De cuando en cuando llegaba a Saltillo el Teatro Tayita, de Blanquita Morones y el Chato Padilla. Robertito alojaba a toda la compañía en la vasta casona donde vivía solo. Así evitaba que los artistas gastaran en hotel durante el tiempo que permanecían en la ciudad. Una de aquellas veces esas buenas personas, que conocían el sueño de Robertito, quisieron corresponder a su hospitalidad, y lo invitaron a actuar con ellos en una función fuera de temporada. Él no podía creer la honrosa invitación: ¡al fin iba a poder hacer lo que siempre había soñado! Le ofrecieron el principal rol masculino en un "potente drama". Robertito se aprendió de memoria el papel tras estudiarlo día y noche, y luego ensayó concienzudamente la obra con la compañía. Su personaje era el de un hombre noble, de carácter íntegro, cuya esposa había caído en brazos de un malvado seductor. El marido, para lavar su honra, iba a matarla con un tiro de revólver. 
Ella, de rodillas, le pedía perdón, pero él se mantenía firme en su propósito homicida. Ya iba a disparar cuando en eso entraba la pequeña hija del matrimonio y les preguntaba a sus padres con sonrisa de ángel: "¿A qué están jugando?". El ofendido esposo, emocionado, abrazaba a la niña y luego la entregaba a su madre al tiempo que le decía volviéndole la espalda: "¡Anda! ¡Vete con tu hija!". Salía la mujer, avergonzada, y él quedaba en escena, solo, sacudido por los sollozos con el rostro entre las manos. Telón lento. Aquello era de mucho efecto. Llegó el día de la función. La carpa se abarrotó con un público lleno de curiosidad por ver a Robertito Guajardo metido a actor de teatro. Vino la escena culminante. Blanquita Morones, en el papel de la esposa infiel, cayó a los pies de Robertito y le pidió clemencia. "¿Por qué me matas?" -le preguntó, desesperada. Robertito irguió toda su estatura y respondió con dramático acento: "¡Porque soy hombre!". Una estentórea carcajada recibió esa frase. Se oyeron silbidos de burla, risotadas, gritos. "¡Dijo que es hombre!". La representación se interrumpió. Blanquita, desconcertada, no sabía qué hacer. Crecían las risas, las voces de escarnio. Y entonces sucedió algo. Robertito avanzó hacia el proscenio y se puso frente ante el público. No hizo ningún ademán; no dijo una palabra. Poco a poco la gente dejó de reír y de gritar; sintió seguramente que Robertito iba a decir algo. Y en efecto, Robertito habló. "Con sus carcajadas y sus silbidos -dijo- me han arrebatado ustedes el momento más bello de mi vida. Pensé, tonto de mí, que la función iba a acabar de otra manera. Ustedes saben bien que siempre he procurado no ofenderlos con mi modo de ser. A nadie nunca le he faltado al respeto. Aun así he sufrido continuamente sus burlas y desprecios. No se los tomo a mal: sé lo que soy. Pero también sé que no tengo la culpa. Así me hizo Dios. Que él los perdone. Yo trataré de perdonarlos también, a pesar de lo que esto me ha dolido, y no les guardaré rencor. Muchas gracias, y buenas noches". Se hizo un profundo silencio. Y de pronto estalló una ovación unánime. El público se puso en pie, lleno al mismo tiempo de emoción y de vergüenza, y le tributó a Robertito un aplauso en el que, sin palabras, todos le pedían perdón. Él, sorprendido, se llenó de confusión. Volvió la vista hacia Blanquita, como para preguntarle qué debía hacer. La actriz le indicó que regresara al frente del escenario a agradecer los aplausos. Una señora se acercó a él, le dio una flor y le dijo sinceramente apenada: "Dispénsenos, Robertito". Un señor de la buena sociedad gritó sin poderse contener: "¡Bravo, Roberto!". La función, como había esperado él, terminó de otra manera. Ahora, muchos años después, yo también le pido perdón a Robertito en nombre de todos los que a lo largo de su vida lo zaherimos y hostigamos, lo rechazamos y lo hicimos objeto de incomprensión, desprecio y burlas. Hay quienes, Robertito, somos crueles, ignorantes y soberbios. Y ni siquiera podemos decir, como tú, que así nos hizo Dios... Y es todo. Perdonen mis cuatro lectores que este día me haya apartado de mi usual modo de escribir. Mañana volveré a contar chistes... FIN.

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