René Delgado Ballesteros. |
“No se puede exigir golpear al crimen organizado donde le duele -esto es, en los recursos malhabidos-, pero ampararse contra las medidas antilavado de dinero. No se puede demandar una mejora en la calidad de la educación, pero plantarse en plazas y calles para echar abajo la posibilidad. No se puede pedir abatir la obesidad, pero resistir gravámenes a los refrescos endulzados. No se puede exhortar a combatir la pobreza y la desigualdad, pero rechazar la desaparición del régimen de consolidación fiscal o repudiar cargos a las ganancias derivadas de la especulación. No se puede conminar a acabar con el delito, pero negar la profundización de la política social. No se puede exigir un país de leyes, pero no acatar las reglas”. Escribe René Delgado Ballesteros en su columna Sobreaviso que entre otros medios se publica en El Siglo de Torreón.
Cuando
una nación reclama evitar su ruptura e impulsar su reforma para reencontrar la
concordia y restablecer su horizonte, el sacrificio es obligado en el ámbito y
la dimensión donde a cada sector social le corresponda. Sin asumirlo, el
reclamo es simple queja o ardid para exigir a otro lo que uno niega.
Hoy,
el país se encuentra ante una disyuntiva, clave en su porvenir. Sentar las
bases de su reforma antes de finalizar el año y ensayar nuevos derroteros o,
bien, hacer lo de siempre y permanecer estancado, agrandando el peligro de su
ruptura. Uno o lo otro, sin embustes.
Desde
su diversidad y pluralidad, diferencias y contrastes, la sociedad debe
responder con prontitud: si quiere y puede cambiar o si sólo quiere. Una cosa
es anhelar algo, otra realizarlo.
***
No
se puede exigir golpear al crimen organizado donde le duele -esto es, en los
recursos malhabidos-, pero ampararse contra las medidas antilavado de dinero.
No se puede demandar una mejora en la calidad de la educación, pero plantarse
en plazas y calles para echar abajo la posibilidad. No se puede pedir abatir la
obesidad, pero resistir gravámenes a los refrescos endulzados. No se puede
exhortar a combatir la pobreza y la desigualdad, pero rechazar la desaparición
del régimen de consolidación fiscal o repudiar cargos a las ganancias derivadas
de la especulación. No se puede conminar a acabar con el delito, pero negar la
profundización de la política social. No se puede exigir un país de leyes, pero
no acatar las reglas.
Es
perverso insistir en reclamar la reforma de la economía, la educación, las
elecciones, las telecomunicaciones, la política, la hacienda, el
corporativismo, la corrupción, los monopolios, las deudas... exigiendo, al
mismo tiempo, no tocar los privilegios y los intereses propios. Es exigir
civismo desde el cinismo: aféctese al otro, sin tocar lo mío.
A
las grandes hazañas nacionales las sella el sacrificio. Si no lo trae, es
cuento.
***
Excepción
hecha de la petrolera y la electoral, cuyo planteamiento y precipitación son
inaceptables, las demás reformas propuestas son aceptables con ligeros ajustes.
Trabajo en los matices.
Vulnerar
esas reformas en la sustancia, canjear unas por otras, transar con ellas,
rebajarlas hasta borrarlas, apoyarlas de dientes para afuera, socavarlas porque
no soy yo o mi partido quien las presenta, modificarlas nomás para sacarles
raja, conducirá al país al callejón mil veces recorrido durante décadas: aquel
donde la nación recarga en el gobierno la imposibilidad del cambio y éste
ampara su fracaso, replicando a la sociedad haberlo maniatado. El callejón del
insulto y el desencuentro. Un juego cómodo pero mezquino, útil sólo al
propósito de solazarse en la mediocridad del conformismo.
Si
se quiere hacer lo de siempre, demandar sin respaldar, exigir sin poner, ni
sentido tiene tanto brinco. Mejor cancelar las reformas en su conjunto, bajar
la cortina del desarrollo y dejar crecer la desigualdad hasta que estalle.
Acelerar, en todo caso, la ruptura.
***
Sexenio
tras sexenio, desde hace sexenios el país cae en crisis cíclicas de índole
política, económica o social.
En
1994, se combinaron esas tres crisis -la social, la política y la económica-
hasta configurar una crisis de crisis, una calamidad que, aun hoy, no se
remonta. Se avanza en un campo y se retrocede en otro, se pone el acento en un
aspecto y se descuida otro bajo la ilusión de que es cosa de ajustar algunos
tornillos y evadir la necesidad de reestructurar. Se han ensayado mil fórmulas:
el gobierno dividido, la alternancia sin alternativa, la democracia tutelada,
la creación de órganos autónomos... sin afrontar el problema de fondo.
La
realidad -por no decir, la frustración- una y otra vez ha mandado la señal de
que esos esfuerzos, por aislados e inconexos, no integrales, resultan
insuficientes. Entonces, la nación ha jugado a la resignación y la desilusión:
abrigar, en el siguiente gobierno o sexenio, la esperanza para dejarla
sobrevivir unos cuantos días y, luego, reinsertarse en la lógica del
desencanto, del reclamo sin respaldo y la frustración constante.
Más
de una generación de mexicanos ha visto cambios y cambios, reformas limitadas y
mediocres, para reconocerse tiempo después en el punto de partida.
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El
desafío frente al cual se encuentra, hoy, la nación es enorme.
Durante
décadas, hemos consumido muchos recursos naturales buscando tesoros, en vez de
crear riqueza sobre la tierra. El azar y la inercia han gobernado, casi con
rezos se emprenden exploraciones y explotaciones de recursos minerales,
forestales, petroleros, naturales para después, a título de escándalo, advertir
que no hay más y, peor aún, reconocer que la sobreexplotación irracional ha
convertido vastas regiones del país en un yermo pavimentado o sin pavimentar,
donde habitar es un peligro.
Bajo
la divisa de la ganancia como sea y a como dé lugar, las pérdidas acumuladas
son enormes. La naturaleza se agota, la corrupción asfixia y la desigualdad
enerva, mientras, en aras del crecimiento, el desarrollo se posterga.
Puede
sonar cursi, pero el espíritu de nación se ha degradado de tal forma que, de
pronto, el país se compone de islas sin integrar un archipiélago. Cada quien ve
por los suyos, pero no por los otros. Los otros deben arreglárselas como puedan
y, en ese engaño, el Estado ha perdido la capacidad de conducir a la nación. El
Estado ha perdido el monopolio de la violencia, del tributo e incluso el
control del territorio. Hay militares y paramilitares, sicarios y
guardaespaldas, policías oficiales y comunitarias. El tributo lo impone el
órgano oficial y el crimen organizado, se paga el impuesto al valor agregado y
el impuesto al disvalor agregado. Transitar en libertad y sin miedo por
carreteras, plazas y avenidas es un albur. En más de un lugar se cobra peaje
oficial y extraoficial.
Del
vecino próximo o lejano, hemos hecho un sospechoso.
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A
nadie gusta pagar impuestos, verse afectado en sus intereses o privilegios,
verse limitado en sus caprichos o necesidades, pero sí de revertebrar la nación
y el Estado se trata, el sacrificio es obligado. Si pese a la evidencia con visos
de desastre que se asoma, la idea es resistir las reformas, adelante. Hagamos
del reclamo del desarrollo, la democracia y el Estado de derecho una queja... y
nada más, pero asumamos el peligro de la ruptura.
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