Angélica Maza Bustamante. |
En su columna El Sexódromo que forma parte de la sección El Ángel Exterminador y que se publica en los medios escritos de Grupo Milenio, la sexóloga Verónica Maza Bustamante comparte las experiencias de varios de sus lectores en los llamados moteles.
Recientemente se ha dado en
la Ciudad de México un 'boom' de “moteles de diseño”.
México • Después de dos
intentos fallidos por entrar en fin de semana al Pop Life Hotel, ubicado en
avenida Revolución casi esquina San Antonio, en el Distrito Federal, descubrí
que la noche del martes a hora temprana (nueve y media pe eme) era el mejor
momento para acceder a uno de los garajes de ese edificio que se distingue por
su altura en una zona de casas de un solo piso, aunque no tanto como por su
fachada iluminada con luces moradas y su letrero de neón en amarillo chillón.
Quería
visitarlo porque recientemente se ha dado en la Ciudad de México un boom de
“moteles de diseño”. Esto es, lugares en donde te cobran por cinco horas
(aunque pueden llegar a las diez o 12) y sirven para tener encuentros eróticos,
no tanto para pernoctar, y cuentan con muebles de diseño, amenidades (como
dicen en los hoteles de clase turista), algún detalle loco y, muy importante,
artilugios para facilitar o hacer más divertida la faena sexual.
De
todos los que he visto en diversas páginas que los promueven (siendo mi
favorita www.hoteleskinky.com), el que más me llamaba la atención era el Pop
Life, por su diseño ad hoc a su nombre, con mosaicos de colores en los cuartos,
muebles anaranjados, vinilos que emulan los diseños de Andy Warhol, frases
poéticas en el estacionamiento y ese halo extravagante que tanto gusta a los
cazadores de tendencias. Yo no lo soy, pero sí me considero una catadora de placeres
y de aquellos espacios que los generan. Por eso fui.
Ilustración: Sandoval |
Quedé
satisfecha con la visita. El precio es un poco elevado: 500 pesos por cinco
horas (cuando el promedio en uno normalito, no de lujo, pero tampoco austero,
va de los 350 a los 450 pesos por ese mismo tiempo), pero cuenta con una silla
del amor para ejercer diversas posturas, un rincón del sacrificio en donde se
pueden realizar posiciones de pie o recibir algún castigo en juegos de
dominación y sumisión, un aro acolchonado y elevado para hacer manchincuepas,
pantalla plana, un asiento redondo giratorio, un espacio de regadera pequeño,
pero colorido con chanclitas en rosa y azul para que él y ella no se enfríen
los piecitos.
El
espacio me gustó, aunque, siendo honesta, me siento más cómoda en las habitaciones
tradicionales, sin tanto color, o en las que tienen iluminación más sutil y
hasta tubo, como el Pasadena (ubicado en Patriotismo). Del Pop ahora quiero
conocer la zona del hotel (donde hay un restaurante con el mismo diseño) y, en
una de esas, visitar una habitación con jacuzzi. Mientras ese día llega, le
pedí a los lectores que compartieran conmigo su experiencia favorita en moteles
y las siguientes son algunas de las que me narraron.
Abis:
La primera vez que entré a un hotel de paso fue toda una experiencia: me sentí
incómoda, no sabía qué hacer, se me caía la cara de vergüenza al pensar que
alguien me podría ver al llegar o salir de ese sitio.
Después
de eso, he visitado varios. Por ejemplo, el Hotel Faraón, ubicado en Puebla,
tiene un costo accesible para el tipo de habitaciones que posee, estilo egipcio
con una esfinge como lámpara de intensidad: 250 pesos por 12 horas, de lunes a
jueves, y los fines de semana solo son ocho horas. Con jacuzzi, por 500 pesos.
En esta habitación, además de tener burbujas para el baño, cepillo de dientes,
pasta y agua embotellada de cortesía, una vez que te haces cliente te dan
sandalias de unicel. Es un hotel bastante bonito, de los mejores de Puebla.
Ochento:
Mucho tiempo le pegué al pesebre en los hoteles, hasta que en el Hotel Ermita
(ubicado en la calzada del mismo nombre) sembré una semillita que ahora es mi
hermosa hija. Debí haberla bautizado así en honor a ese templo del sexo y el
exceso en el que tanto disfruté. Pero no, tiene un nombre muy diferente.
La
mocha tapatía de doble moral: Me gusta ir con mi novio a moteles porque me pone
megacachonda escuchar a las personas que tienen sexo en los cuartos de al lado.
Si escucho que ella gime, yo lo hago más fuerte. Mi novio ni en cuenta, es algo
muy mío, my little secret. Trato de imaginarme cómo será la pareja no solo
físicamente, sino en su relación, si es la secretaría con su jefe, el político
con la damita... en qué posición estarán y hasta me concentro para ubicar la
dirección del sonido y suponer si ella está arriba o abajo, de perrito,
sentada.
Hay
amigos que no entienden por qué me gustan tanto los moteles si vivo sola, pero
es que me dan esa sensación de estar haciendo algo prohibido que me prende
mucho, además de que esos espacios te permiten practicar cosas que quizá en tu
casa no harías.
Rocker:
Ciudad Juárez, Chihuahua. Motel Los Girasoles. Ese día iba emocionado, feliz,
radiante; por fin esa bella morena a la que tanto deseaba dio luz verde para
tener el deleite y el honor de disfrutar de sus encantos. La recogí en uno de
esos tantos supermercados (Smart) que hay en la ciudad, en el sitio de taxis.
Ya en el auto, el taxista preguntó a dónde nos llevaba; yo solo le dije que
“ahí por el bulevar Zaragoza, donde está el Bandoleros” (famoso antro chero de
esta frontera). Durante el trayecto no hablé nada con mi amada, solo la miraba
emocionado, con ganas de comérmela ahí mismo. Llegando a nuestro destino, el
taxista me tumbó con 120 pesos, pero yo solo quería llegar. En la recepción,
todo nervioso, abrí mi cajita de chicles y me metí a la boca unas ocho
pastillitas.
En
la habitación, nervioso y caliente, tras decirle cuánto la deseaba y ya
llegando a las caricias más íntimas, decidí tirar el chicle y ¡ahí valió
Bertha! Justo fue a caer en su larga cabellera. Demonios. Ella trató de
quitarse la pegajosa goma, pero solo logro expandirla más, por lo que nos
pasamos media hora tratando de quitarle el chicle con un cubito de hielo que
venía en las bebidas. En vez de quitarle la ropa y hacerla mía por primera vez,
me la pase quitándole el chicle del cabello.
Moraleja:
cuando vayan al motel con su chica, please, no traguen chicle, no lleven
chicle, no compren chicle o van a valer madre.
Toño:
Andaba con una chica más grande que yo y teníamos una relación meramente
sexual. Un día acababa de chocar y tenía el dedo gordo del pie lastimado cuando
decidimos vernos en un motel. Nos desvestimos. Me levanté para poner las luces
tenues, y ¡mocos! Había un escalón en el piso. Me pegué en el dedo gordo. Todo
se me bajó. Todo. El dolor era tan insoportable que las tres horas que pagué me
las pasé sobándome el pie.
Dave:
Una vez, saliendo de una fiesta, fuimos a buscar en dónde seguirla. Alguien
sugirió un hotel (no tan de paso, pero a cierta hora y ciertos días creo que
todos los hoteles son de paso). Hicimos la coperacha para pagarlo. En el grupo
había dos parejas, y parece que ellos venían con otra idea. Después de un rato,
quitados de la pena, empezaron lo suyo y el resto nos tuvimos que ir.
Taloneados y en la calle.
El
monero rocanrolero: Un cúmulo de pétalos de papel higiénico escarchados o
recién humedecidos en “jugo de amor” reposan en un bote de basura. Al igual,
capullos de látex y acrisolados envoltorios de condones copetean los
recipientes que siempre están junto a un desvencijado buró donde descansa el
cenicero donde las prostitutas depositan envoltorios de caramelos de menta,
colillas de distintas marcas y de distintos clientes, variados lápices
labiales.
Los
cuartos son pequeños: apenas te puedes desnudar en ellos. Solo queda espacio
para que la única silla que hay en estos cuartos pueda soportar el peso de tus
pantalones y ese saco de oficina que no pudo resistir los latidos del corazón
ante el desfile despiadado de minifaldas y escotes camuflados de una demanda por
acoso laboral. La única carne totalmente desnuda, privada de cintillos, de
tacones en oferta, es el pálido y dudoso color de las colchas deshilachadas de
un decrépito colchón.
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