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6 de octubre de 2013

Historias de motel

Angélica Maza Bustamante.
En su columna El Sexódromo que forma parte de la sección El Ángel Exterminador y que se publica en los medios escritos de Grupo Milenio, la sexóloga Verónica Maza Bustamante comparte las experiencias de varios de sus lectores en los llamados moteles.

Recientemente se ha dado en la Ciudad de México un 'boom' de “moteles de diseño”.

México • Después de dos intentos fallidos por entrar en fin de semana al Pop Life Hotel, ubicado en avenida Revolución casi esquina San Antonio, en el Distrito Federal, descubrí que la noche del martes a hora temprana (nueve y media pe eme) era el mejor momento para acceder a uno de los garajes de ese edificio que se distingue por su altura en una zona de casas de un solo piso, aunque no tanto como por su fachada iluminada con luces moradas y su letrero de neón en amarillo chillón.
Quería visitarlo porque recientemente se ha dado en la Ciudad de México un boom de “moteles de diseño”. Esto es, lugares en donde te cobran por cinco horas (aunque pueden llegar a las diez o 12) y sirven para tener encuentros eróticos, no tanto para pernoctar, y cuentan con muebles de diseño, amenidades (como dicen en los hoteles de clase turista), algún detalle loco y, muy importante, artilugios para facilitar o hacer más divertida la faena sexual.
De todos los que he visto en diversas páginas que los promueven (siendo mi favorita www.hoteleskinky.com), el que más me llamaba la atención era el Pop Life, por su diseño ad hoc a su nombre, con mosaicos de colores en los cuartos, muebles anaranjados, vinilos que emulan los diseños de Andy Warhol, frases poéticas en el estacionamiento y ese halo extravagante que tanto gusta a los cazadores de tendencias. Yo no lo soy, pero sí me considero una catadora de placeres y de aquellos espacios que los generan. Por eso fui.
Ilustración: Sandoval
Quedé satisfecha con la visita. El precio es un poco elevado: 500 pesos por cinco horas (cuando el promedio en uno normalito, no de lujo, pero tampoco austero, va de los 350 a los 450 pesos por ese mismo tiempo), pero cuenta con una silla del amor para ejercer diversas posturas, un rincón del sacrificio en donde se pueden realizar posiciones de pie o recibir algún castigo en juegos de dominación y sumisión, un aro acolchonado y elevado para hacer manchincuepas, pantalla plana, un asiento redondo giratorio, un espacio de regadera pequeño, pero colorido con chanclitas en rosa y azul para que él y ella no se enfríen los piecitos.
El espacio me gustó, aunque, siendo honesta, me siento más cómoda en las habitaciones tradicionales, sin tanto color, o en las que tienen iluminación más sutil y hasta tubo, como el Pasadena (ubicado en Patriotismo). Del Pop ahora quiero conocer la zona del hotel (donde hay un restaurante con el mismo diseño) y, en una de esas, visitar una habitación con jacuzzi. Mientras ese día llega, le pedí a los lectores que compartieran conmigo su experiencia favorita en moteles y las siguientes son algunas de las que me narraron.
Abis: La primera vez que entré a un hotel de paso fue toda una experiencia: me sentí incómoda, no sabía qué hacer, se me caía la cara de vergüenza al pensar que alguien me podría ver al llegar o salir de ese sitio.
Después de eso, he visitado varios. Por ejemplo, el Hotel Faraón, ubicado en Puebla, tiene un costo accesible para el tipo de habitaciones que posee, estilo egipcio con una esfinge como lámpara de intensidad: 250 pesos por 12 horas, de lunes a jueves, y los fines de semana solo son ocho horas. Con jacuzzi, por 500 pesos. En esta habitación, además de tener burbujas para el baño, cepillo de dientes, pasta y agua embotellada de cortesía, una vez que te haces cliente te dan sandalias de unicel. Es un hotel bastante bonito, de los mejores de Puebla.
Ochento: Mucho tiempo le pegué al pesebre en los hoteles, hasta que en el Hotel Ermita (ubicado en la calzada del mismo nombre) sembré una semillita que ahora es mi hermosa hija. Debí haberla bautizado así en honor a ese templo del sexo y el exceso en el que tanto disfruté. Pero no, tiene un nombre muy diferente.
La mocha tapatía de doble moral: Me gusta ir con mi novio a moteles porque me pone megacachonda escuchar a las personas que tienen sexo en los cuartos de al lado. Si escucho que ella gime, yo lo hago más fuerte. Mi novio ni en cuenta, es algo muy mío, my little secret. Trato de imaginarme cómo será la pareja no solo físicamente, sino en su relación, si es la secretaría con su jefe, el político con la damita... en qué posición estarán y hasta me concentro para ubicar la dirección del sonido y suponer si ella está arriba o abajo, de perrito, sentada.
Hay amigos que no entienden por qué me gustan tanto los moteles si vivo sola, pero es que me dan esa sensación de estar haciendo algo prohibido que me prende mucho, además de que esos espacios te permiten practicar cosas que quizá en tu casa no harías.
Rocker: Ciudad Juárez, Chihuahua. Motel Los Girasoles. Ese día iba emocionado, feliz, radiante; por fin esa bella morena a la que tanto deseaba dio luz verde para tener el deleite y el honor de disfrutar de sus encantos. La recogí en uno de esos tantos supermercados (Smart) que hay en la ciudad, en el sitio de taxis. Ya en el auto, el taxista preguntó a dónde nos llevaba; yo solo le dije que “ahí por el bulevar Zaragoza, donde está el Bandoleros” (famoso antro chero de esta frontera). Durante el trayecto no hablé nada con mi amada, solo la miraba emocionado, con ganas de comérmela ahí mismo. Llegando a nuestro destino, el taxista me tumbó con 120 pesos, pero yo solo quería llegar. En la recepción, todo nervioso, abrí mi cajita de chicles y me metí a la boca unas ocho pastillitas.
En la habitación, nervioso y caliente, tras decirle cuánto la deseaba y ya llegando a las caricias más íntimas, decidí tirar el chicle y ¡ahí valió Bertha! Justo fue a caer en su larga cabellera. Demonios. Ella trató de quitarse la pegajosa goma, pero solo logro expandirla más, por lo que nos pasamos media hora tratando de quitarle el chicle con un cubito de hielo que venía en las bebidas. En vez de quitarle la ropa y hacerla mía por primera vez, me la pase quitándole el chicle del cabello.
Moraleja: cuando vayan al motel con su chica, please, no traguen chicle, no lleven chicle, no compren chicle o van a valer madre.
Toño: Andaba con una chica más grande que yo y teníamos una relación meramente sexual. Un día acababa de chocar y tenía el dedo gordo del pie lastimado cuando decidimos vernos en un motel. Nos desvestimos. Me levanté para poner las luces tenues, y ¡mocos! Había un escalón en el piso. Me pegué en el dedo gordo. Todo se me bajó. Todo. El dolor era tan insoportable que las tres horas que pagué me las pasé sobándome el pie.
Dave: Una vez, saliendo de una fiesta, fuimos a buscar en dónde seguirla. Alguien sugirió un hotel (no tan de paso, pero a cierta hora y ciertos días creo que todos los hoteles son de paso). Hicimos la coperacha para pagarlo. En el grupo había dos parejas, y parece que ellos venían con otra idea. Después de un rato, quitados de la pena, empezaron lo suyo y el resto nos tuvimos que ir. Taloneados y en la calle.
El monero rocanrolero: Un cúmulo de pétalos de papel higiénico escarchados o recién humedecidos en “jugo de amor” reposan en un bote de basura. Al igual, capullos de látex y acrisolados envoltorios de condones copetean los recipientes que siempre están junto a un desvencijado buró donde descansa el cenicero donde las prostitutas depositan envoltorios de caramelos de menta, colillas de distintas marcas y de distintos clientes, variados lápices labiales.
Los cuartos son pequeños: apenas te puedes desnudar en ellos. Solo queda espacio para que la única silla que hay en estos cuartos pueda soportar el peso de tus pantalones y ese saco de oficina que no pudo resistir los latidos del corazón ante el desfile despiadado de minifaldas y escotes camuflados de una demanda por acoso laboral. La única carne totalmente desnuda, privada de cintillos, de tacones en oferta, es el pálido y dudoso color de las colchas deshilachadas de un decrépito colchón.

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