Fidencio Treviño Maldonado |
Fidencio Treviño Maldonado se ocupa en el presente artículo de la inutilidad de los jóvenes
que forman parte de la alta burguesía mexicana y cuya vida transcurre en medio
de los excesos de la droga y de una vida que es fácil, pero tan inútil como la
de aquel personaje literario Pito Pérez, de la novela de José Rubén Romero.
La
Chelis no quería salir en el Chrysler 300 que de mala gana le prestó su madre,
Chelis temía la burla de sus amigas al verla en un auto común, ya que su
Maserati tenía dos días en el taller y la pieza para ese vehículo aun no
llegaba del extranjero. Esa noche estarían en la mansión de los Vianchis, en la
colonia Polanco y los padres de Adolfito viajando como siempre, para no variar
ahora estaban en Israel. La casona de esta familia, más allá del iluminado
jardín, tiene parqueadero para una veintena de coches y es notorio quien
llevaba cada marca de auto, eso sí, todos modelos y marcas en debe resaltar la
suntuosidad de cada vehículo.
Pito Pérez y su vida inútil |
Poco
a poco como brillantes cometas fueron llegando, todos los jóvenes
pertenecientes a familias de alcurnia de la capital de México y algunos de
otros países, todos descendían de sus autos con mucha indiferencia y decisión,
cuidados y vigilados los privilegiados(as) del sistema por una cauda de autos
en donde viajan los niñeros cara dura, éstos con sus vehículos inundando las
aceras circundantes del lugar. Sin duda son algunos de los poderes y no lujos
que se pueden dar en la crudeza del reflejo de intromisión y privilegio en el
mundo de la “alta sociedad”, la realeza nacional y que en su ancestral
simplicidad otorgan un lugar de status, su rango, como si con eso pudiesen
tapar o disimular los caprichos del burlesque y la frivolidad de su ruindad.
Son
estas familias los actuales reyezuelos que imbuidos por sus vanidades
convierten sus debilidades en una burda obra bufa llena de máscaras, esto
incluye títulos y sobreapellidos adosados y erosionados por la misma decadencia
de su especie a la que pertenecen, ellos son jóvenes aún y no temen a la ley,
ni a las enfermedades, ni a los accidentes o a las drogas, sólo le tienen miedo
a una cosa: a la miseria.
De
esa manera tienen que demostrar al mundo y a si mismo que están en su lugar y
que poco importa lo que hagan o dejen de hacer, siempre que sea “con estilo y
oportunidad”, es decir ser primeros en todo seducidos siempre por lo nuevo.
Nunca tienen certezas, solo sospechas de todos.
Viven
una vida fácil donde pocos jóvenes tienen o reúnen éste perfil aunque para
ellos es culturalmente correcto vivir y estar en ese entorno deslumbrante,
aunque viven sobre armazones endebles con máscaras, en un mundo fingido y
deambulando en el surrealismo como un tributo más a su personalidad,
considerado por ellos con una beatificación al ser parte de la élite. Si algo
terrible hay para este reducido grupo es tener que alternar con las gentes de
la otra sociedad, inclusive con la llamada alta o mediana.
La
terraza, la alberca casi olímpica a temperatura ambiente y la dimensional sala
de la residencia para las doce de la noche era un aquelarre sin brujas. Afuera
una motocicleta de modesto cilindraje y su conductor sin casco no tuvo problema
para pasar entre el enjambre de guaruras, que sin preámbulo le abrieron el
paso, de la euforia los jóvenes pasaron a la locura al ver como en una mesita
de mármol opalino importado, de la mochila deshilachada y de color indefinido
del “traidor” (nombre de los despachadores a domicilio) eran depositados todo
un coctel de pastillas, bolsas con hierba semiverde, otras contenían polvitos y
hasta brillantes trozos multicolores y un paquete de lanzallamas (jeringas),
todo el menú esperaban regadas para ser consumidas. La neblina artificial de
humo inundó la sala, el ruido de los vasos, líquido y hielo completaban el
concierto multifonico. La noche termina y con ello se desgrana el grupo, los
motores rugen y los cuida niños están alertas esperando a sus amos para
seguirles la huella y perpetuar los cuidados. Mañana, tal vez u otra noche
estarán en la mansión de los Roviera o los Vétrix o por qué no, en una de
tantas residencias que poseen los verdaderos dueños del petróleo en el país,
los Deschamps, o con los Vivier, compadres de un magnate televisivo y codueño
de una empresa de T.V. por cable, inclusive visitar Valle de Bravo en la
mansión de un exgobernador con 23 habitaciones muy confortables y un pequeño
yate en el aparcadero para pasarla plácidamente en esa sucia presa/laguna del
Estado de México. Este es el legado de la revolución, es la inutilidad, no de
los jóvenes “ninis”, sino los añoñados del sistema…
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