Las
presiones que deben enfrentar quienes trabajan en los medios de comunicación en
Michoacán y que hacen del ejercicio periodístico una actividad sumamente
riesgosa en la crónica de Juan Pablo Becerra Acosta que en su columna Doble Fondo se ocupa del tema. Becerra Acosta publica en los medios impresos de Grupo Milenio. El texto fue tomado de la página en
Internet de Milenio Diario Laguna.
Era
estremecedor cómo temblaba su cuerpo. La voz se le entrecortaba a cada rato.
Tenía la boca seca, muy seca: buscaba desesperadamente salivar para no
arrastrar las palabras. Sus ojos eran como dos gatos imbuidos de pánico huyendo
de un depredador. Su cabeza parecía poseída por un demonio: viraba de un lado a
otro. Intentaba narrar con coherencia su vida cotidiana pero interrumpía sus
frases frecuentemente para escrutar los rostros de quienes por ahí caminaban.
Hacía pausas continuas a fin de observar minuciosamente los vehículos que
transitaban por el lugar, por la plaza central de la cabecera municipal donde
reside desde siempre, lugar infernal para él desde hace unos cuantos años…
Muchos
periodistas que habitan en Michoacán viven aterrados. No tanto los de Morelia
(aunque hay casos), ni los de las regiones relativamente libres de criminales, pero
sí los que residen en zonas de guerra, en municipios con presencia y gobierno
de los cárteles de la droga. Hace algunos días platicaba con uno de ellos…
—Cuéntame.
Cuéntame la última vez que te presionaron, que te hostigaron… —le dije. Accedió
a darme muchos detalles y me suplicó una y otra vez que no fuera a publicar su
nombre.
—Hablo
de aquí, del negocio. Te vas al shopping ahorita mismo. ¿Me oyes? Toma fotos de
esas ropas que están ahí en este lugar que te voy a decir: anota… Te lo
encargo, luego te digo dónde las recogemos… —le llamó a la redacción de su
corresponsalía un lidercillo narco de segunda para ordenarle que fuera a un
acto público a fotografiar personas que en su cártel consideran enemigos.
—Oiga,
es que… No estoy por ahí. Ando fuera… —intentó evadirse el reportero.
—¡¿Entonces
quién me va a cubrir esa puta nota, cabrón?! —empezó a enfurecerse el tipo.
—No,
señor, es que… Hoy no hay nadie…
—¡¡¡Pues
a ver cómo le haces!!! Necesito eso hoy mismo, lo voy a pasar a buscar y tú lo
vas a tener listo para mí, ¡¿me oíste hijo de la chingada?!
—Señor,
es que además yo ya no quiero estar haciendo… —se atrevió a intentar reponer el
periodista cuando fue interrumpido así:
—¡A
ver, hijo de tu puta madre! ¡¿Desde cuándo tú decides lo que quieres y lo que
haces?! ¡Contesta, cabrón!
—No
señor…
—¡Nomás
dime! ¡¿Vas a ir o no vas a ir hijo de tu puta madre?! Pa’ saber…
—Sí,
ahorita me regreso, y voy…
Los
reporteros que somos enviados a esas zonas conflictivas por diarios de la
Ciudad de México, o los que acuden desde otras zonas del país, sí, corremos
riesgos, pero tenemos protocolos de seguridad que procuramos seguir
estrictamente para evitar ser presa de criminales o de funcionarios corruptos,
que es lo mismo: son delincuentes con placa o con juramento constitucional.
Muchas veces efectivos de la Policía Federal, sin descuidar sus zonas de
vigilancia, arriesgan sus vidas y nos escoltan en nuestros periplos
reporteriles, pero ellos, los periodistas que residen ahí, ellos no entran y
salen como nosotros: viven aterrados en el infierno.
El
sábado pasado, al salir del Hospital Central Militar, donde fue operado, el
Presidente de la República dijo que el gobierno federal será el “eje
articulador” para reconstruir el tejido social en Michoacán. Ojalá que así sea
y tenga éxito, porque, como decenas de periodistas, miles de michoacanos viven
bajo el yugo cotidiano del crimen organizado. Y así yacen: con un pie en el
panteón...
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