Roberto Orozco Melo. |
El historiador, abogado y periodista originario de Parras pero con mucho tiempo de residencia en Saltillo Roberto Orozco Melo describe en el presente texto como impulsado por la melancolía y a la manera del califa Harún Al-Raschid se dedica a vagar por la ciudad “buscando soledad en la compañía de otros seres humanos”. El tema se trata en la columna Hora Cero que se publica en varios medios coahuilenses, entre otros El Siglo de Torreón, de cuyo portal electrónico se tomó para compartirlo.
Enlace: http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/910166.entre-calles-y-ciudades.html
Algunos
días vivimos con poca disposición para seguir la rutina y necesitamos algún
asidero para colgar la inquietud: esa sensación de inestabilidad que nos
desplaza, interior y exteriormente, en un desasosiego interminable. Entonces
una melancolía sin definición ni origen preciso invita a deambular por las
calles de la ciudad a paso lento, buscando soledad en la compañía de otros
seres humanos que cumplen objetivos propios y distintos; o tal vez sea la
felicidad de ser uno más de los que en las calles formamos el perfil
desconocido de las ciudades.
El califa de Bagdad Harún Al-Raschid. |
En las
colonias no privilegiadas el barullo se atenúa por la menor afluencia de
vehículos y se amplifica por la alegría de juguetonas parvadas infantiles a
mitad de la calle, perseguidas por perros, con o sin dueño, ladradores por sí.
Mientras, las señoras vigilan al soslayo con mandiles recogidos en rollo a la
cintura y conversan los temas triviales de la vida doméstica. Puntuales y
asiduos, hombres de bicicleta y portafolio llaman a las puertas con cuatro
golpes rotundos y apremiantes para cobrar rentas y abonos; en alguna esquina,
dos o tres señoras fuman, y quizá comenten sucesos trascendentes.
Cae la
tarde y sobreviene la hora parda; entonces, de zaguanes y ventanas brotan
incandescencias de luz eléctrica y se produce el recogimiento de las familias.
Si la ubicación de la cocina lo permite, se puede atisbar indiscretamente el
rito sacramental de la merienda, como en una pantalla cromática, tridimensional
y bienoliente, que apremia el regreso a la propia casa para protagonizar una
escena igual.
Nada
hay que pueda acercarnos más a la esencia de nuestra vida gregaria que un paseo
a pie por las calles, en soledad y paz interior. En él se advierte, por fuerza,
la dimensión exacta del pueblo, su fortaleza ante los infortunios, su decisión
de ser y trascender. Durante el regreso, apresurado por las urgencias del
apetito, se sigue incurriendo en el más sano de los voyeurismos y se descubre a
jóvenes y niños haciendo sus deberes escolares ante la mirada asesora de la
madre, mientras tías y abuelas contemplan aleladas las ficciones románticas
-¿traumáticas?- de la televisión. Una ventana, más allá, muestra la pequeña
gran biblioteca de algún maestro, atiborrada de volúmenes y el ordenado desdén
de carpetas y papeles sobre la mesa de trabajo.
Caminar
se vuelve una obsesión. En los quicios de algunas puertas los novios se toman
de las manos, se acarician o se besan. Nada hay para ellos más importante que
ese instante etéreo de feliz comunión. Se quieren. Otros riñen, pues no hay
verdadero amor sin conflicto, y luego enjugan llantos precarios. En la esquina
de un crucero, el comerciante en abarrotes acomoda con impaciencia su mercancía
sobre el mostrador; más allá, un farmacéutico despacha pociones milagrosas a
personas angustiadas; al lado, un expendio de licores anuncia con gas neón su
mercadería nociva.
Ciudades
de hoy, que no son mejores ni peores que las de ayer ni serán como las de
mañana. Por ellas se siente el pulso incesante del pueblo con todo lo que
sucede. La ciudad parece indiferente a las pasiones de quienes cargan su
ambición sobre la espalda de las comunidades y ajena a lo que ocurra en el
entorno de los núcleos familiares, pero se indigna necesariamente ante la
irresponsabilidad de los dirigentes políticos y se aburre con la efusión de sus
vacuas palabras, huérfanas de verdad, carentes de brújula. Ciudades dúctiles a
veces; otras, violentamente rebeldes, siempre nobles y dispuestas a creer de
nuevo, a esperar en la esperanza.
Harú
Al-Raschid salía, en sus Mil y una noches, a escuchar en zocos y callejones la
voz del pueblo, y al día siguiente gobernaba mejor, con mano más firme, mente
más sabia y corazón más compasivo.
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