En
su columna Mirador el cronista de Saltillo Armando Fuentes Aguirremás conocido como Catón, suele incluir chistes pero a partir de hace unas cuatro
semanas empezó a publicar historias acerca de personas comunes, nada
sobresalientes a no ser por su humanidad y sentido de la vida. Esas historias
aparecen los lunes de cada semana y al menos a mí me dejan enseñanzas acerca de
cómo debo ver la existencia. Catón
además de ser un ameno escritor y conferencista, colabora con sus textos en
numerosos medios impresos del país y algunos del extranjero. También en algunas
privilegiadas difusoras de radio. La presente columna la tomé del periódico Vanguardia de Saltillo.
El
tiene 80 años. Ella 75, aunque nunca los confiesa. Cuando alguien le pregunta
su edad responde con otra pregunta: "Si te la digo ¿te saco de algún
apuro?". No se lo tomo a mal: hasta Santa Teresa de Jesús, con ser quien
era, se quitaba años. Era santa, sí, pero también era mujer. Ella y él son
esposos. Lo son desde hace medio siglo y más. Él trabajó toda su vida en una
fábrica. Empezó de obrero, y acabó -cuatro décadas después- de sobrestante. No
se jubiló: lo hicieron jubilarse. Le dieron un cheque sumamente módico y un
reloj de pulsera con un nombre inscrito en la carátula. No era su nombre, sino
el de la fábrica. Y el reloj era de los que se compran por docenas. Al
principio él siguió yendo todos los días a la fábrica. La fuerza de la
costumbre, sabe usted. Se quedaba afuera, frente a la puerta principal,
recargado en un poste, y miraba la entrada de los trabajadores. Un día el
guardia fue hacia él y le dijo que al jefe le molestaba su presencia ahí. ¿Qué
quería? Respondió que nada. No mentía, pero tampoco decía la verdad. Quería
seguir haciendo lo mismo de todos los días, para que no cambiara nada. Quería
ser el que siempre había sido, para no dejar de ser. Quería atar a la vida para
que no se le fuera; quería atarse a la vida para no irse él. Cuando le
prohibieron pararse frente a la puerta de la fábrica sintió que empezaba a
morir. A nadie se lo dijo, pero sentía una tristeza rara que no podía explicar.
Salía de su casa por la mañana, y no iba a ninguna parte. Regresaba al
mediodía. Su mujer le preguntaba: "¿A dónde fuiste?". Él no podía
contestar: no recordaba a dónde había ido. "Se te va la cabeza" -le
decía ella. Yo diría que lo que se le iba era el corazón, pero eso suena cursi.
Diré entonces que sí, que se le iba la cabeza. ¿Y ella? Para ella toda la vida
y todo el mundo eran su casa y su marido. Con él empezó su verdadera vida, y en
su casa la iba a terminar. Casi no se acordaba ya de cómo había sido todo antes
de casarse con él, y ahora no concebía nada sin él. Eso sí: secretamente le
pedía a Dios que él se muriera primero, porque sabía que si ella se iba antes
su marido no sabría qué hacer. Sería como un niño al que se le moría su mamá.
Se perdería; se volvería una sombra. Nadie lo cuidaría; estaría solo. ¿Y los
hijos? Ellos tenían su familia, su trabajo, sus cosas. Andaban siempre muy
ocupados; casi no los veían. Por eso, aunque sabía bien que también Dios anda
siempre muy ocupado, le pedía de vez en cuando que se acordara de su viejo
antes de acordarse de ella. No era mucho pedir: él le llevaba cinco años; fumó
hasta que el médico le quitó el cigarro; su salud no era muy buena. ¿Qué le
costaba entonces a Diosito llevárselo primero? Unos cuantos meses bastarían; un
par de semanas. Lo que importaba es que él se fuera antes; que no se quedara
solo ni siquiera un día. Pero ¡ah, vida! La que enfermó fue ella. Cosa de nada
creyó que era aquel molesto dolorcillo en la cintura. Pero era cosa de todo,
tanto que los doctores le dijeron -ella exigió la verdad- que no le quedaba
mucho tiempo por vivir. Se angustió, no por ella, sino por él. ¿Qué iba a hacer
el pobre cuando ella se marchara? Entonces sí se puso a rezar fuerte para pedir
un milagro. Y sucedió que días después sus hijos se presentaron -todos, cosa
rara- en su cuarto de hospital. Habló el mayor y dijo: "Madre: papá murió
hoy en la mañana. Tuvo un infarto. El doctor piensa que fue por la preocupación
de verla a usted enferma". Ella no alzó los brazos al cielo para exclamar
entre lágrimas conmovedoras: "¡Gracias a Dios!". Eso sucede en las
telenovelas. Dijo tranquilamente: "Gracias a Dios". Los hijos se
miraron entre sí, azorados. ¿Cómo podía su madre agradecer la muerte del
compañero de su vida? Lo que pasa es que no sabían que el amor tiene muchos
modos de manifestarse, incluso el de pedir la muerte para el ser amado, y
agradecerla cuando llega. Una semana después ella se fue. "Voy a
alcanzarlo" -dijo. Fueron sus últimas palabras. Juntos estuvieron ella y
él en la vida, y juntos en la muerte. Yo digo que ésa es una bendición. El amor
une hasta la eternidad. Quien ama y es amado se libra para siempre de ese dolor
oculto que se llama soledad. Yo le pido a la vida que se vaya de mí antes que
de mi compañera, porque sin ella la vida sería muerte. Ahora que lo pienso, me
arrepiento de todo corazón de no haber fumado nunca: si lo hubiera hecho, mis
posibilidades de irme primero que ella habrían aumentado. Pero Dios es muy
grande, y seguramente me hará el milagro de llamarme antes. Y perdonen mis
cuatro lectores que me haya apartado hoy de mi habitual modo de escribir.
Mañana volveré otra vez a contar chistes... FIN.
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