
Están
ustedes para bien saber, y yo para mal contar; el bien para cada quién, y el
mal para quien lo fuere a buscar; si es mentira pura harina, y si es verdá pan
será; el pan para los muchachos, el vino para los borrachos, y el chirrión para
las mulas y los machos.

Pues
bien: éranse que se eran dos compadres. El primero, casado, tenía numerosa
prole; el otro, de la misma edad y condición, seguía soltero, pues pensaba que
el buey solo bien se lame. Vivían los dos en el rancho.
El
casado tenía un menguado jacal de paredes de adobe, suelo de tierra y techo de
palma en el que apenas cabía con su mujer y sus seis hijos; el soltero, en
cambio, era dueño de una casa bien grande, hecha "de material", con
recios muros de sillar, techumbre de vigas y pisos de ladrillo. La mejor
vivienda de la comarca -y seguramente de todo el universo, pensaban los
lugareños- era la de aquel hombre que vivía solo.
Un
día, en el curso de la conversación, el casado le comentó a su compadre.
"Qué buena casa tiene, compadrito. Ya la quisiera para mí". Le dijo
el otro con naturalidad: "Se la vendo". El compadre se asombró. ¿Cómo
era posible que el rico propietario quisiera deshacerse de aquella valiosa
propiedad que todos le envidiaban. "¿De veras me la vende? -preguntó con
súbitos temblores en la voz-. ¿A cómo me la da?". Respondió el otro:
"Barata se la dejo. Deme 500 pesos por ella".

Habló
el vendedor y dijo: "Sólo hay una pequeña condición, compadre, que casi ni
vale la pena mencionar. En una pared de la casa, la que da a la calle, hay una
argolla de metal. En ella, como usted sabe, amarro a mi caballo. Toda la casa
se la vendo, menos la argollita. Ésa me la reservo. Mi caballo está muy
acostumbrado a que lo amarre ahí, y no tengo corazón para quitarle el gusto.
Espero que acepte usted esa sencilla condición". "¡Aceptada,
compadre!" -exclamó el otro con mal disimulado júbilo.
¿Qué
importaba que el compadre se reservara aquella argolla, si la casa ya era suya,
y además a precio de ganga? Ese mismo día se llevó a cabo la mudanza: el
soltero dejó la rica morada, y la ocupó, feliz, el casado con su familia. No
voy a hacer el cuento largo. Todos los días, al empezar la mañana, el anterior
dueño de la casa llegaba a amarrar su caballo en la famosa argolla. El nuevo
propietario, claro, lo invitaba a almorzar.

Murmuraban
las vecinas; los rancheros se sonreían al paso del nuevo dueño de la casa y le
gritaban a sus espaldas: "¡Muuuu!", como hacen los toros de grande
cornamenta. Por fin un día el desdichado propietario ya no se pudo contener. Le
dijo al del caballo con voz cargada de rencor: "Oiga, compadre: ¿no me
vende también la argollita?". "Sí se la vendo, compadre -respondió el
otro, expeditivo-. Le cuesta 10 mil pesos". "¡Se los pago!"
-aceptó el compadre al punto... Perdonarán mis cuatro lectores que este día me
haya apartado de mi habitual modo de escribir. Mañana volveré a mi estilo usual...
Fin.
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