Armando Fuentes Aguirre. |
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Esta
joyería se llama “La Perla”. Es la más elegante en la ciudad. Su dueño es un
señor muy fino, de apellido inglés. Viste siempre de negro, y negra también es
siempre su corbata. Usa reloj de bolsillo, que lleva en la bolsa superior del
saco atado por una cadena de oro al ojal de la solapa. El joyero es asistido en
la atención a la clientela por un silencioso dependiente -el señor no gusta de
la conversación en horas de trabajo-, y en la parte de atrás, puerta de por
medio, está un cubículo donde trabaja el viejo empleado que se encarga de
grabar los anillos y reparar los relojes. También hay un vigilante de uniforme.
Ahora
está viendo hacia la calle, pues no hay nadie en la tienda. En eso entra
alguien. Es un hombre joven; seguramente no llega a los 30 años. No es cliente
de la casa, desde luego. No podría serlo: Viste con modestia; sus zapatos se
ven algo gastados, y el traje que lleva azul marino, está un poco brilloso por
el uso. El joyero se inquieta con la llegada de ese cliente. Disimuladamente le
dirige una mirada al guardia como para indicarle que se ponga alerta. Y es que
hace tiempo sucedió que un individuo de aspecto similar al del recién llegado
le pidió ver el reloj que estaba en la vitrina, y cuando lo tuvo en sus manos
salió corriendo, subió a la motocicleta en que lo esperaba un cómplice y
escapó. Eso no se debía repetir. Sin expresión en el rostro el dueño de la
tienda le pregunta al joven: “¿En qué puedo servirle?”. “Busco un anillo de
compromiso” -responde él. “Permítame mostrarle algunos” -dice el de la tienda.
Del cajón donde tiene los anillos saca tres, de los baratos. Lo ve el muchacho
y pregunta: “¿No tiene otros con la piedra más grande? Quiero algo mejor”.
Aunque
no lo da a ver el joyero se sorprende, y aumenta su inquietud. ¿No irá a ser
eso un asalto? Ciertamente el que llegó no tiene traza de poder pagar un anillo
caro. Observa, sin embargo, que el guardia se ha colocado discretamente
obstruyendo la puerta de salida. Así, ya más tranquilo, saca la pequeña bandeja
forrada en terciopelo negro donde guardaba los mejores anillos de compromiso.
Los observa el muchacho y escoge uno. “¿Cuánto cuesta?”.
El
joyero le informa el precio. “Me lo llevo -dice con acento firme el joven-. Por
favor póngalo en su estuche y envuélvamelo para regalo”. El propietario llama a
su dependiente y le da las instrucciones del caso. Todavía sin hacer a un lado
su recelo decide hacerle conversación al cliente mientras el empleado envuelve
el anillo. “Tiene usted muy buen gusto, caballero -le dice-. Seguramente el
anillo le gustará mucho a su novia”. “No es para mi novia” -sonríe el joven.
“¿Ah no? -vacila el propietario-. Entonces ¿para quién es?”. “Es para mi madre
-responde el muchacho. Se asombra el dueño de la tienda: “¿Por qué le regala
usted a su mamá un anillo de compromiso?”. “Mire, señor -respondió él-. Yo no
tuve padre. El que lo fue era novio de mi mamá, y la dejó cuando supo que iba a
nacer yo. Bien pudo ella expulsarme de su seno. Otras chicas que se veían en la
misma situación hacían eso. Pero no lo hizo. A pesar de su familia, de los
vecinos, de sus amigas, a pesar de todos y de todo me dio a luz, y fue madre y
padre para mí. Trabajó como esclava para criarme, y luego para darme educación.
Yo, que veía su esfuerzo, me esforcé también. Sacaba siempre las mejores notas
en la escuela. Gracias a eso obtuve una beca e hice una carrera. Me recibí, y
por mis calificaciones pude conseguir un buen trabajo. Guardé el sueldo de los
primeros meses. Con ese dinero he venido a comprarle a mi mamá un anillo de
compromiso. Mi compromiso es corresponder a sus sacrificios, y ver por ella siempre,
como ella vio por mí”.
En
eso el silencioso dependiente se acerca y le entrega al joyero el anillo,
envuelto ya para regalo. Le ordena el dueño: “Cóbrele al joven el precio del
anillo. Y hágale el descuento especial, ése que sólo hacemos a los clientes
importantes”. Los anillos de compromiso, lo sé bien, son símbolo de amor entre
un hombre y una mujer que se aman. Me pregunto, sin embargo, si habrá un amor
más grande que el que inspiró la compra del anillo cuya historia narré hoy. Y
perdonen mis cuatro lectores que este día me haya apartado de mi usual modo de
escribir. Mañana volveré a mi estilo acostumbrado... FIN.
Hoy al mediodia caminaba por la calle, cuando una madre llamaba a su pequeño hijo de 3 o 4 años, anda hijo sube a la camioneta y el chamaco no me subo quiero seguir jugando, sube te digo........ viendo esa escena me acerco y le digo a la joven madre...me lo llevo señora???? enseguida el nino corre y se refugia en los brazos de su madre no sin antes soltar un llanto.......el mejor refugio los brazos de una madre.
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