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27 de junio de 2015

El Siglo ya no es El Siglo "de antes"

Higinio Esparza Ramírez forma parte de una generación de comunicadores que ejercían el periodismo con pasión y vocación cuando el aprendizaje de la profesión se realizaba en las trincheras de la actividad cotidiana y no obstante desempeñarse en medios que competían entre sí, los veteranos se convertían en maestros de los bisoños por lo que tanto El Siglo como La Opinión ofrecían a sus lectores un producto de calidad. En la actualidad ni La Opinión ni El Siglo son lo mismo. El trabajo de Higinio lo publica en su edición de junio la revista Progreso de Francisco Hernández González.

“A todos los que ejercimos y ejercen ésta misión”

Alejandro Saborit Irigoyen, Eduardo Elizalde Escobedo y Arturo Cadivich Michelena, fueron tres competentes reporteros del diario matutino “La Opinión”. El tercero el más académico de aquellos, de hecho empíricos, pues en aquel entonces no existía en la comarca lagunera la licenciatura en periodismo o bien, no había dinero para aspirar a la profesionalización en la capital de la República. Como los boxeadores, la mayoría de los futuros informadores era de cuna modesta. Conviví con ellos un buen rato, en aquella época en que comencé a desenvolverme como improvisado reportero de guardia en El Siglo de Torreón. 
Sólo sabía mecanografía y algo de ortografía, pero nada, absolutamente nada, de las faenas reporteriles y menos de redacción. Sólo llegué hasta el segundo año de la carrera de comercio, no conocía ni la sintaxis ni la prosodia y hasta la fecha sigo igual de ignorante en ese renglón...
Una noche un automovilista atropelló a un motociclista en el sector oriente de la ciudad y salí “volando” a cubrir el accidente. Alejandro y Eduardo se me adelantaron. Ambos cubrían exitosas jornadas diurnas, escribían excelentes reportajes y crónicas, pero como eran muy inquietos y entregados a la profesión, cuando faltaba el guardia nocturno ellos se habilitaban como tales y en ocasiones Arturo se les unía.
La modernidad trajo el progreso económico a El Siglo
pero en el proceso perdió la identidad que nos hacia
verlo como algo propio.
Los encontré de rodillas, empinados, con la cabeza prácticamente debajo de la carrocería del automóvil causante del percance. “Pobre hombre”, “está destrozado, se le desprendió la cabeza”, exclamaron compungidos al darse cuenta de que yo me acercaba.
Me quedé azorado, de pie; ellos se levantaron, se sacudieron la tierra de los pantalones y en el momento en que me agaché para comprobar por mí mismo lo que habían relatado en voz alta y con fingido pesar, estallaron en carcajadas. No había nada, ni abajo ni alrededor.
Avergonzado por la burla –fue la novatada que tuve que pagar- me levanté y los miré con rencor.
Tres o cuatro noches después Elizalde me llamó por teléfono: -Higinio, hay una bronca fenomenal en la zona de tolerancia; hay mujeres gravemente heridas y otras detenidas por la policía. Se pelearon por los tortillones que vende “La Güera” allá nos vemos, y colgó.
A mis 17 años, sin pizca de malicia, le creí. En menos de diez minutos llegué al lugar indicado y me detuve ante el estanquillo de “La Güera”. Había paz y tranquilidad, sin evidencias de ninguna batalla campal. Se me acercó un individuo con ojos vidriosos: -¿Usted es reportero? Ya se las llevaron, a unas la Cruz Roja y a otras la “Julia”. – ¿Me da sus nombres? Le pedí. –Carolina Herrera, Rosita Alvírez, Lola La Trailera, Mercedes Benz “La Meche” y soltó una risotada… en ese momento comprendí. Solté los brazos, pluma y libreta y me alejé cabizbajo, confundido y derrotado.
El resentimiento duró poco, pues con el paso del tiempo se convirtieron en guías y maestros; me cobijaron con su amistad y comencé a aprender la carrera leyéndolos y conviviendo con ellos, principalmente en las cantinas donde Arturo se mostraba como un orador de grueso calibre y un profundo conocedor del trabajo periodístico. Lamentablemente, Alejandro murió a los 33 años afectado por un implacable cáncer pulmonar (Nos legó un librito intitulado “Vértice” donde reunió sus reportajes más sobresalientes, incluyendo una crónica sobre una intervención quirúrgica de alto riesgo… “El reloj marcaba las 7: 30 de la mañana”, comenzaba más o menos el relato) Arturo le siguió poco después a consecuencia de un tumor cerebral y Eduardo, el más simpático, bromista y bohemio del grupo, también se fue más tarde. Recuerdo que una noche, en el bar “La Fama”, presumió, colocándola en la barra a un lado de un espumoso tarro de cerveza, una medalla dorada que le dieron como premio por una destacada cobertura periodística.
Alfredo Rivera
Martínez
Por el lado de El Siglo de Torreón, igualmente tuve la fortuna de crecer laboralmente con José de la Parra, Rodolfo F. Guzmán y Guillermo Galván Rivas, el primero un especialista en las crónicas policiacas y sobre accidentes célebres, tradiciones regionales, hechos sobrenaturales y fantasmas; el segundo, un redactor dedicado en sus inicios a la difusión del deporte en todas sus ramas y posteriormente reportero a cargo de las fuentes informativas de Gómez Palacio y Lerdo y de todos aquellos sucesos que deberían conocer los lectores; el tercero recorría afanosamente a pie, maletín bajo el brazo las oficinas públicas y los comercios más pujantes de la época, acaparando toda la publicidad a cambio de jugosas comisiones. Siempre vistió de traje, uno sólo, de tono gris desteñido, de cuyos bolsillos extraía natillas de cajeta para paliar el hambre que le acosaba durante los intensos recorridos. Semi calvo, moreno, de cara redonda, se mostraba imperturbable, y escribía con los dos índices extensas cuartillas en seguidilla, sin separar los párrafos.
Cada mes de diciembre les regalaba a todos los trabajadores de El Siglo, anforitas con aguardiente, práctica que años después yo también le daría vigencia pero con botellas de tres cuartos de “Presidente” que ponía en manos de formadores, linotipistas, prensistas, mensajeros e intendentes y alguno que otro administrativo. A mi compadre Roberto, jefe del taller de formación, lo alegraba con botellas de sotol que me traían ex profeso de Cuencamé.
De don José de la Parra fumaba cigarros “Delicados” uno detrás de otro, usando como cenicero un candado Yale que perdió la forma pues lo cubría una gruesa capa de residuos de tabaco quemado.
Don Rodolfo también aspiraba pitillos de la misma marca –gruesos, ovalados, sin boquilla “para hombres muy hombres”-, por lo que el ambiente en que me desenvolví primero como mensajero y después como encargado de recibir y pasar a máquina las corresponsalías y cubrir la guardia, estaba impregnado de humo de cigarros, al grado de formarse nubecillas sobre la cabeza de los adictos que se extendían y enrarecían el ambiente. También escribían con dos dedos, pues no sabían mecanografía.
Alfredo Rivera Martínez, el más joven en la redacción, igualmente fumaba con la misma ansiedad mientras tecleaba a dos manos sin descanso. Fue del mismo modo empírico como el resto de sus compañeros y se valía de un diccionario de sinónimos y antónimos para escribir la palabra correcta, sin repeticiones ni confusiones. Tuvo a su cargo las fuentes policiacas donde llegó a ejercer una influencia desmedida al grado de que nadie le hacía sombra. En una ocasión le pidió a nuestro director general un aumento de sueldo, y el jefe, tan hábil mentalmente como él, le preguntó: ¿Qué fuente cubres? –La policiaca. Con eso tienes Riverita, te basta y sobra. Alfredo, por cierto, fue el primer reportero en extorsionar a su propio director a quien convencía con su labia singular.
Recién entrado yo al periódico, don Antonio le ordenó a Rivera Martínez, apodado “La Ternera”, que me enseñara los principios básicos del oficio a raíz de la muerte de don Rodolfo Guzmán, a quien tuve que cubrir por fuerza. Riverita nunca me enseñó nada directamente y me puso en las perniciosas manos de Alfonso (Ramírez) Leyva, reportero de “La Opinión” de quien tuve que soportar varios años de sometimiento, interferencias en mi vida privada y privación de información importante. Hasta ahora no me explico por qué razón don Antonio toleró esa situación anómala y permitió que la cobertura de El Siglo siguiera siendo inferior e incompetente de aquel lado del río Nazas. Tal vez porque siempre le tuvo aversión a las cosas ocurridas en el lado duranguense y no le interesaba cubrirlas con eficiencia, oportunidad y calidad.
"El tiempo pasa... y se llevó a La Opinión".
Ninguno de los redactores y reporteros mencionados recurrió en sus escritos a palabras altisonantes, vulgares y de mal gusto, como ahora lo hacen el intocable y prepotente López Doriga, el fanfarrón Carlos Marín, el soberbio Gómez Leyva y no pocos redactores laguneros recién egresados de las universidades como licenciados en ciencias de la comunicación, muy proclives además al gastado lugar común de escribir reportajes sobre prostitución tanto en revistas como suplementos y en los propios diarios, reproduciendo palabras procaces de los entrevistados como si fueran sus voceros.
Aquel fue El Siglo de Torreón en los inicios de una carrera que desempeñé durante casi cincuenta años, plagaba de sinsabores, esfuerzos, fallas, decepciones y regaños; después vendrían etapas más llevaderas al comenzar a entender la actividad, en ocasiones empañada duramente por omisiones deliberadas provocadas por un falso e indebido sentido de la amistad con funcionarios públicos, de quienes no pocos jefes de redacción extraviados se hicieron compadres.
Ahora, lamentablemente El Siglo ya no es El Siglo de antes, como comentara acertadamente un ex siglero cuyos padres cubrieron tareas importantísimas en el Diario Defensor de la Comunidad, al cual, en lo particular, le debo tanto, lo mismo en aprendizaje y formación profesional que en bienestar económico.
Mi retiro definitivo fue alegre al principio, triste después y decepcionante más tarde porque el nuevo Siglo me cerró sus puertas durante los siguientes trece años. Ante mí reiterada insistencia, porque no podía asimilar ese aparente rechazo el año pasado, Enrique Irazoqui las abrió de nuevo, esporádicamente, pero ya no son las mismas emociones de aquel rico pasado.
Por fortuna, en ese largo lapso de anonimato, me reencontré con los viejos amigos que me acompañaron en la lid periodística, todos trabajadores de los diarios competidores y del mío, quienes se formaron muy jóvenes a mi lado –yo ya estaba madurito- y también aprendí mucho de ellos, sobre todo por su entrega y entusiasmo: Javier Adame, Aurelio Alvarado Favila –actualmente magistrado y doctor en ciencias jurídicas- Víctor Campos, Sergio Uribe, César Acosta, Onésimo Zúñiga, Pedro Belmonte Rivas (QPD), Cuauhtémoc Torres, Hugo Ramírez Iracheta, Gerardo García Cruz (ya fallecido), Isaías Solís Maldonado, Claudio Martínez Silva y Jesús Máximo Moreno Mejía, por cuya culpa sigo terco en pergeñar (“oilo”) estos escritos.
Mención especial merecen Javier Adame (Noticias de El Sol de la Laguna), Francisco Hernández González (PROGRESO Comarca Lagunera), René de la Torre e Irma Bolívar Ayala (Extra de la Laguna) por la generosa acogida que me han dado en sus respectivas publicaciones. Espero no decepcionarlos…