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2 de febrero de 2016

Al rescate de los "dinosaurios"

Higinio Esparza
Higinio Esparza Ramírez en un artículo publicado en la edición de febrero de la Revista Progreso que dirige el compañero Francisco Hernández González habla de la diferencia entre los periodistas de la “Vieja Guardia” y los egresados de las escuelas de Ciencias de la Comunicación caídos de rebote en las salas de redacción: la principal consiste en que los antiguos llegaban a los periódicos sin más herramienta que una vocación a toda prueba y el deseo de destacar en un oficio duro pero noble y se formaban sobre la marcha en la práctica, mientras que los nuevos llegan de rebote, con el cerebro rebosante de teoría pero sin el conocimiento y la sabiduría que da la práctica que por su título de licenciados sin todavía hacer nada se sienten merecedores al premio Pulitzer o cualquier otro galardón.

De “dinosaurios”  calificaban  con desdén a los  viejos reporteros  los jóvenes reporteros egresados de las escuelas de periodismo, caídos de rebote en las salas de redacción, además de acusarlos de corruptos e intocables en las fuentes informativas y en el renglón publicitario.
En uno de los textos que aparecen en el libro  “Soles, Resolanas y Tolvaneras” del escritor lagunero Jaime  Muñoz Vargas, una ex colega actualmente radicada en Valencia, España, se refiere  en forma despectiva y un tanto difamatoria –sin distinción alguna- a los reporteros de la “Vieja Guardia”, que también fueron jóvenes  como lo son ahora todos los que representan a las nuevas generaciones que entraron al relevo, con la enorme diferencia de que aquellos se forjaron en la calle, sobre la marcha, con una vocación que surgió de forma natural en una  temprana etapa de sus vidas.
Los entonces jóvenes empíricos maduraron y envejecieron en el oficio periodístico y la titularidad de las fuentes no se la adjudicaron en forma arbitraria, pues la facultad de otorgarla correspondió a los directores y a los jefes de redacción en turno. Esa posición les permitió un manejo más  cercano a los sucesos acaecidos en cada área o sector a su cargo, y es falso que esas fuentes representaran un “legado de  por vida” a las que ningún “extraño” tenía acceso, de acuerdo con el señalamiento de la ex.  (Lo que si había eran derechos de antigüedad asentados en los contratos colectivos de trabajo)

Don Roberto Escamilla González y Don Eduardo Elizalde 
Escobedo.
Los compañeros vilipendiados no tuvieron escuela de periodismo, fueron empíricos y no es cierto que comenzaron (en mis tiempos y en mi esfera, aclaro) en los talleres de los tres diarios locales más importantes de la época, si es que se refiere a los talleres de formación, linotipos, prensa y grabado en zinc.
Eso sí, al menos uno  de ellos fue voceador y de ahí saltó a la redacción como reportero de las fuentes oficiales. Otros llegaron directamente como aprendices, guardias nocturnos y encargados de las corresponsalías transmitidas por teléfono,  telégrafo o de viva voz. Había fuentes policiacas, de sociales, agropecuarias, etcétera, con un titular y un suplente para cubrir descansos o ausencias por enfermedades y vacaciones. Todos progresaron sin impedimento alguno por parte de los viejos reporteros a quienes reemplazaron en su momento.
Es innegable que la llegada de los universitarios a las salas de redacción nos provocó escozor, rechazo y envidia, porque no entendíamos la profesionalización de una carrera que nosotros aprendimos fuera de las aulas especializadas y sin sometimiento alguno a los horarios de  entrada y salida.
“La asignación de fuentes de trabajo que tenían esos reporteros como legado de vida, era espacio intocable para los nuevos reporteros. Las prácticas de corrupción en que incurrían constantemente con sus respectivas fuentes (de las) que recibían favores, dádivas o grandes comisiones por pago de publicidad…”  -escribe en la página 284 la periodista entrevistada a distancia por Muñoz Vargas-,  es una generalización injusta que involucra a camaradas honestos, responsables y generosos periodistas con los de su gremio, como fue el caso de Alejandro Saborit Irigoyen, Arturo Cadivich Michelena y  Eduardo Elizalde  Escobedo ( ya fallecidos), lo mismo que a  sus antecesores José de la Parra, Guillermo Galván Rivas, Rodolfo F. Guzmán y Jaime “El Negro Acosta”. Una ofensa  que del mismo modo alcanza a los reporteros de las siguientes generaciones,  entre  ellos  Humberto Gaona Silva, Antonio Ibáñez, Antonio Jácquez, Alejandro Tovar,  Aurelio Alvarado Favila,  Jesús Máximo Moreno Mejía, Hugo Ramírez Iracheta,  René de la Torre Rodríguez, Juan Elizalde Lara, Francisco y Gerardo Hernández González, entre otros.
Antiguo edificio de La Opinión, Diario de los Laguneros
desde 1917.
En su gran mayoría  los “dinos” se esforzaron por  ejercer un periodismo limpio, sin corruptelas o extorsiones. Día a día se enfrentaban al demonio de las tentaciones materializadas con dádivas no pedidas, el trato preferencial engañoso de los funcionarios públicos, que buscaban favoritismos y complicidades de los diaristas, así como regalos ostentosos que llegaban a casa y a los mismos periódicos, cada mes de diciembre y cada 7 de junio.
No se puede negar de ningún modo que la corrupción y los chantajes siempre estuvieron latentes, y uno de los reporteros más antiguos de la época los ejerció ilimitadamente, con voracidad, convirtiéndose en el  cacique de la información manipulada allende el Nazas. En el arroz siempre hay prietitos, le recuerdo a quien generaliza en señalar a la Vieja Guardia.
Por lo tanto, el dicho  pluralizado de que  fueron corruptos, podría ser “completamente cierto y completamente falso” como señala el escritor y periodista Héctor de Mauleón en su más reciente libro sobre la violencia en México, refiriéndose a quienes especulan  que cuando matan a un periodista es porque “en algo andaba”. Esto en tiempos actuales,  por desgracia,  no en los muy distantes en que no existía narco ni nada parecido.

La publicidad y los reporteros dinos

En lo que se refiere a la publicidad,  los mismos reporteros  de tiempos pasados  gestionaban los anuncios, los redactaban y diseñaban y se mantenían pendientes en los talleres de formación para que no hubiera errores  porque de lo contrario el cliente no pagaba y el costo se lo rebajaban de su sueldo al improvisado agente publicitario. (Aún no surgían las agencias especializadas).
Metían anuncios –subrayo- con la anuencia de los directores, por considerar que las comisiones que sus trabajadores obtenían a cambio,  les servía de estímulo y cualquiera que gestionara la tarea por su propia cuenta, tenía el mismo derecho. Incluso fueron obligados a registrarse ante la Secretaría de Hacienda para que también pagaran impuestos. En consecuencia, tenían la facultad de ganar comisiones por un trabajo extra, ético y nada violatorio de los derechos de los demás.
Alrededor de cincuenta  años se mantuvo vigente la  prebenda, hasta que los directores repararon en que los reporteros descuidaban su principal tarea para buscar en forma desenfrenada el célebre 20% de comisiones. Las agencias publicitarias que comenzaron a multiplicarse a partir de 1990 también presionaron para poner fin a una situación que consideraron irregular y atentatoria a sus intereses comerciales.
No se trató, pues, de un “legado de por vida”, por lo que las “grandes comisiones” estaban plenamente justificadas. Entre los reporteros había  un respeto recíproco en los dos quehaceres; ninguno invadía los terrenos del otro, un acuerdo tácito que mantuvo la armonía en el grupo. Los futuros reemplazantes apenas se movían en su calidad de embriones.
Contra viento y marea (amenazas, insultos, reproches y tentativas de untos) los de mi generación y la subsiguiente –más jóvenes que yo y empíricos por igual- denunciaban puntualmente irregularidades administrativas, así como errores y desviaciones en el poder público.
Su atrevimiento –o verticalidad para ser más propio- les costó mentadas de madre vociferadas por líderes obreros y funcionarios municipales exhibidos ante la opinión pública;  un informador fue sometido a “juicio civil” en la residencia del edil que se sintió difamado por destacar a ocho columnas la inoperancia de los hidrantes del Parque Industrial Lagunero; a una compañera todavía activa la demandaron por la vía civil a causa de sus reportajes de denuncia pública sobre abusos de autoridad y el deterioro citadino evidenciado por los baches, zanjas, fugas de agua y falta de alumbrado, y  uno más fue vetado durante año y medio en la presidencia municipal porque su periódico no cejaba de criticar la pésima gestión gubernamental, sin faltar la amenaza caciquil que ponía a temblar a los asociados: “Te voy a acusar con tu director pa´ que te corra” o la madre de todas las injurias: “Usted y su director vayan a tiznar a su progenitora”.
Los jefes de cada diario por su parte,  cumplían su misión periodística sin tropezar en ningún momento con los arcones navideños de tres pisos repletos de bebidas caras, latería, dulces, chicles y cacahuates que les llegaban a sus oficinas en junio y diciembre,  lo mismo que a los reporteros naturalmente, aunque sin tantos pisos.
Sus evaluaciones censuraban día a día el mal desempeño de los gobernantes y  se acentuaban con las calificaciones de fin de año, derivadas  precisamente de los reportes  de los propios informadores de campo  (los antiguos), quienes  “pagaban los platos rotos” asimilando estoicos, con  oídos castos, los recordatorios altisonantes.
No todos – vuelvo a repetir machaconamente- fueron descarriados. Los más listos la hacían de leguleyos aprovechando sus influencias ante los funcionarios carcelarios y judiciales para liberar a infractores de faltas menores y  obtenían un buen dinero, un trabajo que correspondía a los defensores de oficio, pero estos nunca aparecían en los momentos más críticos, ni de noche y menos de madrugada. No sé si por esa actividad los compañeros que hacían la tarea fuera de su horario laboral,  fueron corruptos o simplemente oportunistas.    
Saborit, Elizalde, Cadivich y compañía no tuvieron  malos hábitos ni se “entronizaron” en sus fuentes. Sin egoísmos   fueron accesibles con sus compañeros de recién ingreso a la carrera y los guiaban en sus incursiones a las multicitadas fuentes informativas. Me refiero a los jóvenes empíricos, como fue mi caso –un fallido estudiante de la carrera comercial- , y por eso, a más de sesenta años de distancia, a los tres primeros ya fallecidos, los sigo recordando con cariño, sobre todo a Eduardo, el más travieso y noble de todos los reporteros que he conocido.
Los ahora “dinosaurios” no alcanzamos el nivel teórico de los egresados de la carrera profesional de periodismo, pero nos formamos a través de la práctica ejercida en el mismo terreno de los hechos, como ocurrió con Alfredo Rivera Martínez, amigo y compañero, cuando cubrió –solo él y dos fotógrafos, brincando sobre cadáveres despedazados-  la terrorífica explosión de Guayuleras que hizo polvo y cenizas dos camiones cargados con dinamita y la locomotora del convoy ferroviario cuya trepidación provocó el estallido el 23 de septiembre de 1955, con saldo aproximado de 20 muertos y 100 heridos.
A él, aparentemente, no le caían bien los aprendices y menos los académicos del periodismo, pero nunca los menospreció,  les tuvo respeto y poco a poco se fue adaptando a los nuevos tiempos.
Hay tres compañeras reporteras con títulos de licenciadas en ciencias de la información que guardan los mejores recuerdos de Rivera Martínez, quien siempre las alentó para que siguieran adelante. Aquí se diluye, por lo tanto, la peregrina afirmación de que los “dinos” obstruían a los jóvenes periodistas recién salidos de las universidades. Fueron las primeras féminas en llegar a la sala de redacción de El Siglo de Torreón, dominada por hombres –“el club de Tobi”- y rápidamente se adaptaron al ambiente,  venciendo animosidades y rechazos con un trabajo profesional  de primer nivel,  e incluso glamur incluido.
Nosotros, los antiguos, quedamos atrapados por  una vocación que brotó en ese mismo instante, no antes o pensada de antemano. Sobre la marcha  aprendimos los rudimentos del periodismo, una carrera que entraña un continuo aprendizaje y una entrega de tiempo completo. Ya lo dijo  un miembro destacado del gremio: “El periodista es el eterno estudiante de la vida”.
Conste,  todas estas referencias se refieren a mi “negro pasado”, un pasado en el que los jóvenes reporteros- viejos ahora-  caminamos a trompicones,  entre triunfos,  fracasos y las tentaciones satánicas provenientes del poder diabólico –comisiones aparte-, con un solo afán:  ejercer  una carrera reporteril ajustada a los cánones del buen periodismo. Si nos hicimos viejos, no fue culpa nuestra sino de los tiempos de continua brega.
Aclaro, por último, que el mote de dinosaurio es propiedad exclusiva de los priístas y de nadie más. Tienen los derechos registrados ante el INE, e incurren en plagio penado por la ley quienes lo  utilizan para otros fines.  

 P.D. Un compañero “dino” asegurar haber platicado con el director de El Siglo de Torreón, Antonio de Juambelz, en relación con los egresados de las Escuelas de Periodismo, quien le expresó de manera enfática lo siguiente: “No tengo nada en contra de la formación académica de los jóvenes egresados de esas instituciones, pero ninguno de ellos se debe considerar un periodista sino hasta haberse dedicado varios años al arduo trabajo diario del  periódico, pues es aquí donde se forjan como verdaderos profesionales de la comunicación”.