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23 de noviembre de 2013

“Michoacán rescatado”. ¡Por Dios! Si hay Estado fallido…

Juan Pablo Becerra Acosta.
La columna Doble Fondo del reportero Juan Pablo Becerra Acosta, en donde nos retrata de una manera cruda la realidad que se vive en Michoacán en donde el Estado fallido se manifiesta con la posibilidad de la desaparición de poderes.

Miguel Patiño Velázquez, obispo de Apatzingán, en la Tierra Caliente michoacana, se puso a buscar en el Antiguo Testamento. Halló lo que quería: el libro del profeta Habacuc. Un diálogo de éste con Dios. Se sentó frente a una computadora y tecleó…
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina, sin que vengas a salvarme? (Hab. 1,2).
Tono de desesperación del profeta. Y del obispo. El mismo que tienen decenas de miles de calentanos. Siguió tecleando los primeros párrafos…
Tal pareciera que el Profeta estuviera denunciando la situación que se está viviendo en el país, en el estado de Michoacán y concretamente en nuestro querido Valle de Apatzingán. (…) El estado de Michoacán tiene todas las características de un estado fallido.
Hizo una pausa, cerró los ojos, asió su rosario, rezó, y empezó a redactar la parte más riesgosa de su comunicado…
Los grupos criminales: Familia michoacana, zetas, Nueva Generación y Caballeros templarios, principalmente, se lo disputan como si fuera un botín. La Costa: para la entrada de la droga y los insumos para la producción de las drogas sintéticas; la Sierra Madre del Sur y la zona aguacatera: para el cultivo de mariguana y amapola, el establecimiento de laboratorios para la producción de drogas sintéticas y refugio de los grupos criminales. Las ciudades más importantes y todo el estado: para el trasiego y comercio de la droga, “venta de seguridad” (cuotas), secuestros, robos y toda clase de extorsión.
Se armó de más valor y volvió a teclear…
(…) Han aumentado los levantones, los secuestros, los asesinatos, el cobro de cuotas se ha generalizado y familias enteras han tenido que emigrar por el miedo y la inseguridad que se está viviendo. En los últimos días se está obligando a líderes sociales y a las personas en general para que firmen y pidan que el Ejército y los (policías) federales se vayan de Michoacán y a los comisariados ejidales se les ha amenazado para que vayan ante el Congreso de la Unión a hacer la misma petición.
Los gobiernos municipales y la policía están sometidos o coludidos con los criminales y cada vez más crece el rumor de que el gobierno estatal también está al servicio del crimen organizado, lo que provoca desesperanza y desilusión en la sociedad.
Enseguida abordó el llamado “rescate de Michoacán”…
Desde mayo tenemos la presencia de las fuerzas federales (Policía Federal, Ejército y Marina) con una estrategia para devolver la paz a Michoacán. Su presencia se constata por todas partes, pero hasta la fecha no hemos visto la efectividad de su estrategia porque no se ha capturado a ninguno de los capos principales del crimen organizado, aun sabiendo dónde se encuentran; prácticamente en su presencia (la de las tropas) se extorsiona, se cobran cuotas, se secuestra y se levanta a personas. (...)
¿Así, o más claro? Este tenebroso panorama lo esbozó el obispo el 15 de octubre y lo ha venido reiterando cada semana desde entonces. Insisten voces del gobierno federal: “Michoacán ya se rescató”. Y necean voces del gobierno estatal: “Son problemas focalizados”. Por eso, por esa irresponsabilidad y negligencia las cosas se pusieron como se pusieron y por eso pueden ponerse cada vez peor.
Como dice el obispo: “Bendición para todos”…
jpbecerracostam@prodigy.net.mx
 twitter.com/@jpbecerraacosta

México no es clasemediero

José Luís Reyna.
El sostenimiento del gasto público gravita sobre los hombros de la clase media, integrada por la mayoría de los habitantes de México y en donde se localiza el sector cautivo de los contribuyentes, con la reforma hacendaria es a este sector al que se sigue castigando en vez de diseñar una política fiscal para gravar a los que más tienen, señala José Luis Reyna en una sus recientes entregas para la sección Acentos de Grupo Milenio.

En las semanas recientes se ha discutido, desde muchos ángulos, la reforma financiera. Se ha dicho que la iniciativa vuelve a castigar al mismo sector cautivo de contribuyentes, en vez de diseñar una política fiscal para gravar a los que más tienen y, a la par de importante, ampliar la base de aquellos que no tributan lo correspondiente: las grandes empresas y sus empresarios, así como el número infinito de trabajadores “informales”. Se ha argumentado que el sector más afectado es el de la clase media. Este segmento social, según muchos, es el sostén de las finanzas del país. La clase alta, que incluye a las grandes empresas, a sus dueños, socios y a una buena parte de los burócratas gubernamentales, tributa menos, proporcionalmente, en comparación con esa clase media. Este país no es mayoritariamente de clase media, pero fiscalmente es la más castigada. En consecuencia, el recargo fiscal será más severo para este segmento social, donde se encuentra la mayoría de los “cautivos”.
Una reforma fiscal de fondo tendría que enfocar sus baterías a la “élite” de nuestra sociedad que, en el peor de los casos, solo pagará 35 por ciento de sus ingresos.
Este país, en su etapa “moderna”, fue diseñado para favorecer al capital y no al trabajo. Si se hace un recuento fiscal del México de la posguerra al presente (desde 1946), puede afirmarse que el gran capital ha sido beneficiado por casi cualquier política pública. No podría decirse lo mismo del resto de la sociedad. Dicha política fue inaugurada por el presidente Alemán (1946-1952), quien, mediante mecanismos fiscales y de otro tipo, contribuyó al enriquecimiento de unos pocos. La demostración de lo anterior es que México sigue siendo un país que intenta remontar, sin mucho éxito, la desigualdad que lo envuelve.
Revísese cuánto pagan de impuestos las grandes empresas en comparación con un empleado mediano: éste paga un impuesto mayor al fisco. La consolidación fiscal es una figura ilustrativa de lo anterior. Este mecanismo, entre otros, ha sido uno de los que ha contribuido, de manera significativa, a acentuar la desigualdad social: en este país pocos ganan mucho y muchos ganan poco: la tributación es un factor explicativo al respecto.
Pese a los avances que haya habido en infraestructura (salud y lo que se quiera), México sigue siendo un país mayoritariamente de clase baja (no todos los miembros de ésta son pobres), de muy pocos ricos y de una incipiente clase media heterogénea, por cierto que, numérica e independientemente del indicador que se utilice, es minoritaria en comparación con la de Argentina, Uruguay o Costa Rica.
Por tanto, decir que se va a gravar más los ingresos de la clase media es una afirmación cierta. Se seguirá manteniendo ese statu quo que favorece a los dueños de los grandes capitales: la clase alta. Para no especular en el vacío, valgan las cifras que proporciona el INEGI y que dicen que solo 39.2 por ciento de la población total del país (cifra de 2010) es de clase media. En contraste, la clase alta es muy pequeña: 1.7 por ciento de la población del país: alrededor de 2 millones de personas. Pero este pequeño grupo detenta 45 por ciento del ingreso nacional. De acuerdo con cifras de la OCDE, la distancia cuantitativa (en términos de ingreso) entre la clase alta y la clase media en este país es de casi 12 veces: brecha abismal.
En contraste, México tiene 59.1 por ciento de la población clasificada como clase baja: alrededor de 72 millones de personas, de las cuales 60 millones son clasificados en algún tipo de pobreza: extrema, alimentaria, etcétera.
Lo anterior sirve para fundamentar que el argumento político de que la reforma fiscal es un agravio para la escasa clase media es cierto. La reforma fiscal está impidiendo el ensanchamiento de este grupo social que es esencial para impulsar el crecimiento económico. Por tanto sigue pendiente que haya una reforma fiscal de fondo, pues al final de cuentas ésta no redistribuye el ingreso, no aligera las cargas fiscales de los que ya pagan y, sobre todo, sigue protegiendo a los que más tienen: los que ganan más de 3 millones al año o 30 millones de dólares: da igual.
Para compensar el problema se acudirá al déficit fiscal, a los gasolinazos, a maquillar el precio del petróleo, como en los tiempos de Echeverría y López Portillo. Este país sigue siendo pobre, de clase baja, con pocos ricos y una clase media escuálida. Falta definir la política pública que logre una mayor equidad social. Pasará, por lo que se ve, mucho tiempo.

No más "zorras" por favor

Verónica Maza Bustamante.
En su columna “El Sexódromo” que se publica los sábados en Milenio Diario Laguna, Verónica Maza Bustamante aborda temas que a mi en lo particular, me resultan muy interesantes y que me hacen aprender bastante, en su entrega de hoy nos dice la comunicologa y sexóloga: “La escritora Margaret Lee Runbeck dijo alguna vez: “La felicidad no es una estación a la cual hay que llegar, sino una manera de viajar”. Ésa, dice Walter Riso, es la salud mental: viajar bien. Y podríamos, si queremos, viajar en miles de millones de países representados por personas en el mundo, sin etiquetar, encasillar, menospreciar, querer unificar, señalar, rechazar, diferenciar, herir, agredir”.

Revisaba recientemente unos cuantos libros que llevan por título palabras como “cabronas”, “zorras”,  “arrastradas”, “niñas bien”, y tratan sobre relaciones de pareja o dan consejos a mujeres de todas las edades sobre la manera en que deben comportarse frente a los hombres o para poder “ligarse” a uno que las lleve al altar; me pregunté en qué momento esos vocablos se convirtieron en gancho para vender millones de ejemplares y por qué en las redes sociales se usan de manera indiscriminada.
Los vocablos en sí (de uso coloquial) no son lo que me genera curiosidad y zozobra, sino el contexto y la manera como se emplean. A ratos veo pasar varias veces, en mi time line de Twitter,  la palabra “zorra”, empleada para expresar superioridad frente a una mujer a la que se quiere demeritar, para poner ejemplos de lo que alguien no haría (vestirse, actuar), para justificar que no se quiera hacer algo o simplemente para herir. Esa reacción que solía ser típica de adolescentes se ha convertido en un estilo que ocupan hasta las treintañeras cuando quieren demostrar que son mejores que otras congéneres o más rudas que los machos más machos. A mí, la verdad, me sale salpullido cuando lo veo.
Desde que apareció ese libro titulado Por qué los hombres aman a las cabronas. De arrastrada a mujer ideal, el estilo se ha vuelto de los más socorridos y explotados. Me pregunto: ¿qué es ser una zorra? ¿Y ser cabrona? ¿La mujer ideal no puede ser una zorra? ¿Existe la mujer ideal? ¿Las “niñas bien” son bien qué? ¿Las cabronas son “niñas bien” y las zorras son arrastradas? Y antes de que la cabeza me estalle, reviso las páginas de ejemplares semejantes en busca de alguna pista.
Encuentro ciertas cosas que me parecen interesantes, algunas divertidas, pero, acá entre nos, nunca he podido manejarme con etiquetas. De hecho, hacerlo me saca de balance. No me gusta calificar a las personas con palabras negativas y cada tanto repito en voz alta que, solo por hoy, no hablaré mal de nadie. Así que, de entrada, esa es una de las razones por las que la novedad (manía, estilo, onda o como quieran llamarle) de usar esas palabrejas en las redes no me gusta.
No hay, me contesto, “mujeres ideales”. Una de las bases más maravillosas en la sexología es aquella que nos recuerda que todos somos únicos e irrepetibles, por lo que en el mundo hay siete mil 162 millones de maneras de percibir, entender y ejercer la sexualidad, los vínculos afectivos. De ellas, más de  tres mil 500 millones de formas corresponden a mujeres. Entonces, ¿cómo podríamos encasillar a un grupo bajo el título de “mujer ideal” si nuestra riqueza radica en esa diversidad que nos hace particulares?
Se trata, creo yo, de un deseo de pertenencia, de querernos sentir aceptados, de anhelar homologarnos a una masa para no tener que batallar tratando de explorar nuestro propio yo. No generalizo: hay, por suerte, muchas personas que logran ser ellas mismas y defienden su individualidad; me pregunto cuántas de ellas usan el término “zorra” u otros del tipo para referirse a algunas mujeres.
Ilustración: Sandoval.
Creo que la inseguridad tiene mucho que ver en el asunto. Más si hablamos de relaciones de pareja. Nuestra palabra en cuestión (que se cree es igual al foxy en inglés, pero éste, como bien cantó Jimi Hendrix, es un adjetivo que se le da a chicas sexies y, en todo caso, buenotas) es usada de manera indiscriminada, también, para establecer distancias. Me viene a la mente una imagen: un hombre de pie, quietecito, y una mujer (SU mujer) dibujando con un gis una línea en el piso a un metro de distancia. Luego, ella diciendo: “Todas las que pasen de aquí para allá (es decir, hacia MI hombre), son unas zorras. Las que se ubiquen de la línea hacia atrás (es decir, hacia mí), son ‘niñas bien’ y por ello las recibo en mi manada”.
Los celos nos llevan a herir a los demás. Juan Luis Álvarez Gayou y Patricia Millán dicen, en su libro “Te celo porque te quiero”, que éstos se refieren al deseo de conservar algo que consideramos nuestro; “buscamos, por todos los medios, conservar a alguien o algo que amamos”. Y entre todos esos medios se encuentra la descalificación del otro, de esa sombra, esa amenaza, siempre latente, de que alguien nos robe lo nuestro. Una zorra, seguramente.
La envidia, por otro lado, se refiere al deseo de tener algo que no es nuestro, que otro u otros poseen. Queremos ser “la mujer ideal” para ver si conseguimos lo mismo que tiene la que está al lado, quien, por cierto, es una cabrona. Y así, vamos etiquetando.
Queremos ser especiales para agradar a quien nos agrada, pero a la vez no asumimos del todo la individualidad,  nuestra y de la pareja, por lo que buscamos ubicarnos en un grupo y repetir sus estándares (incluyendo su lenguaje) para justificar nuestras reacciones. Nadie es de nuestra propiedad ni tendríamos que defender a nuestros compañeros o compañeras de vida como perros por el simple hecho de que no nos pertenecen. Nadie nos pertenece, ni siquiera los hijos. Tendríamos que vivir en compañía porque así lo deseamos y aceptamos a la contraparte tal como es; porque buscamos que él o ella sientan lo mismo hacia nosotr@s. Porque compartimos el ejercicio de la individualidad, sabemos darnos nuestro aire, no nos angustiamos en la ausencia del otro, confiamos, llegamos a acuerdos. No porque tenemos un papel o un anillo y somos cabronas o “niñas bien”.
Dice el psicólogo Walter Riso en su libro El poder del pensamiento flexible (Océano), que ser flexible es un arte, una excelencia o una virtud compuesta de, al menos, tres principios: la excepción de la regla, el camino del medio y el pluralismo.
La primera se refiere justo a eso, a dejar las pautas establecidas (como ciertas órdenes que se podrían romper para mejorar, palabras que se deberían olvidar, actitudes demasiado arraigadas) y buscar la excepción, la irregularidad, porque ello nos sugiere aterrizar nuestras propias ideas, someterlas a contrastación y humanizarlas (si alguna de ustedes la emplea, queridas lectoras, antes de usar a bocajarro la palabra “zorra” piensen en qué quieren expresar con ello, analicen por qué lo dicen o escriben las demás y reflexionen si a ustedes les gustaría que las llamaran así o de otra manera que las encasillara).
Ir por el camino de en medio tiene que ver con ser flexible, con ejercer ese proceso dinámico de observación y autoevaluación permanente. De ponernos en los zapatos de aquellos a los que vamos a criticar o a rechazar y pensar en nosotros mismos. El pluralismo nos recuerda que deberíamos ser responsables y sensibles a otros puntos de vista, de experimentar la vida sin que necesariamente nos sintamos obligados a aceptarlos o a rechazarlos. 
La escritora Margaret Lee Runbeck dijo alguna vez: “La felicidad no es una estación a la cual hay que llegar, sino una manera de viajar”. Ésa, dice Walter Riso, es la salud mental: viajar bien. Y podríamos, si queremos, viajar en miles de millones de países representados por personas en el mundo, sin etiquetar, encasillar, menospreciar, querer unificar, señalar, rechazar, diferenciar, herir, agredir.
Lo sé: soy una soñadora. Pero desde mi minúscula trinchera, abogo por un mundo en donde se reconozcan las diversidades, se aprenda a vivir en función de ellas y las únicas etiquetas que haya sean las de las latas de sopa Campbell’s.
elsexodromo@hotmail.com
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