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23 de junio de 2015

El fin de la oposición domesticada

Denise Maerker
Finalmente y después del proceso electoral del 7 de junio, los militantes de la oposición se decidieron a salir de su zona de confort y se asumen como tales luego de la modorra del Pacto por México y de las buenas intenciones para lograr un período de reformas, señala Denise Maerker en su columna Atando Cabos que entre otros medios se publica en El Siglo de Torreón.

"Algo rarísimo acaba de pasar. El dirigente de un partido de oposición habló de la Casa Blanca de EPN en televisión", tuiteó la noche del domingo Andrés Lajous, mientras veía presumiblemente a Martí Batres hablar en la mesa de dirigentes políticos que conducía Joaquín López Dóriga. Dos años y medio de Pacto por México habían domesticado a la oposición al punto de que efectivamente sorprendía escuchar nuevamente a un líder de partido manifestar una crítica franca y dura respecto del Presidente de la República.
Los largos meses de negociación, las miles de horas en que "Los Chuchos", los Maderistas y el equipo de Peña Nieto dedicaron a construir un marco de confianza recíproca y de entendimiento político no sólo produjo el Pacto por México, sino también una compleja madeja de relaciones personales, respetos y afectos que desarmaron la capacidad de estos perredistas y de estos panistas de oponerse al gobierno actual. La intención -genuina, pienso yo- de Jesús Ortega, de Jesús Zambrano, de Carlos Navarrete, de Gustavo Madero, de Santiago Creel y de Juan Molinar Horcasitas era hacer juntos en política lo que no se había podido hacer hasta entonces: sacar una Reforma Fiscal que le diera más recursos al gobierno sin tocar a los más pobres, abrir el sector energético para atraer grandes cantidades de capital, enfrentarse con éxito a poderes fácticos que habían arrodillado a gobiernos anteriores. Los emocionaba -fui testigo de ello en las entrevistas que les hice- ser protagonistas de un gran cambio, sentir que incidían en el rumbo del país, gobernar aunque fuera vicariamente.
Desde sus propias trincheras les advirtieron que su acercamiento con el gobierno les podía salir muy caro. Los calderonistas tildaron a los maderistas de ilusos y los bejaranistas a "Los Chuchos" de traidores. El riesgo, les decían, era que si las reformas tenían éxito el crédito se lo iba a llevar todo el Presidente y su partido. Ellos decían confiar en que el electorado se diera cuenta de sus aportaciones y que premiara la responsabilidad, el que pusieran al país por encima del encono infértil.
La tragedia de Iguala y los escándalos de corrupción de fines del año pasado parecían un contexto propicio para que los partidos de oposición recuperaran su vocación crítica y se pusieran al frente del descontento y la reprobación que parte de la población manifestaba. No fue así. No pudieron porque no eran ajenos a lo que estaba ocurriendo: el PRD gobernaba en Iguala y en Guerrero donde se confundieron gobierno y crimen organizado, y el PAN arrastraba sus propias historias de corrupción entre "moches", presas ilegales y turbios negocios inmobiliarios. Pero tampoco quisieron, se habían acostumbrado a poner por delante los intereses que tenían en común con el gobierno y no a diferenciarse. Sus declaraciones eran cuidadosas, sus condenas tibias. Cuando le pidieron una reacción a Silvano Aureoles, líder de los diputados perredistas, sobre las revelaciones que estaba haciendo la prensa extranjera de otro conflicto de interés entre altos funcionarios del gobierno y contratistas: no condenó el hecho, no lo reprobó, visiblemente molesto pidió que primero se indagara quién estaba detrás de estas filtraciones y qué intenciones se ocultaban detrás de esas investigaciones. Silvano reaccionó como si fuera parte del grupo gobernante porque se sentía parte de él.
En las urnas Chuchos y Maderistas sufrieron serios reveses. ¿Se les juzgó por su rol de cogobernantes o por su falta de oposición? No lo sé.
Pero el domingo fue refrescante y sorpresivo ver a una oposición punzante y nada complaciente. Más allá de si se está de acuerdo con los recién llegados o no, la tensión y la distancia no pueden ser sino positivas.

Voto contra la pared

René Delgado Ballesteros
Un día antes del proceso electoral del pasado 7 de junio René Delgado Ballesteros hace la crónica en su columna Sobreaviso de como los gobiernos y los partidos políticos hicieron abuso de los ciudadanos a los que pusieron contra la pared “dispensándoles trato de galopines sin derecho a la propina”. El articulista de grupo Reforma es publicado cada semana en El Siglo de Torreón, de cuya página web se tomó el texto que se puede leer directamente en:

http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1121670.voto-contra-la-pared.html

De la fiesta de la democracia quedan los ceniceros colmados de colillas, los vasos rotos o vacíos y el antifaz caído que ocultaba el cinismo de los dirigentes políticos. Gobiernos y partidos se embriagaron de poder, se les pasaron las copas y, en su locura, pusieron a los votantes contra la pared, dispensándoles trato de galopines sin derecho a la propina.
A quienes se desgarran las vestiduras y se santiguan con la credencial de elector al escuchar críticas a los partidos o cuestionamientos sobre el sentido del voto, bien vale decirles que no se trata de quebrar el binomio partidos-votos, fundamental en el capítulo electoral de toda democracia. No, se trata de contener el agravio cometido hasta el hartazgo, una y otra vez, contra la ciudadanía. Si alguien ha desdibujado el horizonte de la democracia son, justamente, quienes deberían detallarlo, los gobiernos y los partidos. No cumplieron el mandato recibido, pero sí abusaron del poder: no reformaron el régimen, sí despilfarraron el bono extendido por la ciudadanía y, de paso, se llenaron de dinero limpio y sucio los bolsillos.

De la transición política hicieron la juerga; de la alternancia, la negación de la alternativa; y de la consolidación de la democracia, la cruda que ahora les provoca dolor de cabeza. No hay por qué hincarse frente a ellos, creyendo que son la encarnación de la democracia y la civilidad sobre la tierra. Una democracia, además de votos y partidos, requiere de demócratas y, en los partidos establecidos, se cuentan con los dedos.
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Lejos de ampliar y fortalecer libertades y derechos, los restringieron. La libertad de expresión, de tránsito, del trabajo... y, más terrible, se mostraron incapaces de garantizar la vida, la integridad y el patrimonio. Ahora no pueden ni con las elecciones que tanto necesitan.
Al collar de perlas negras cultivadas con esmero por Felipe Calderón -millares de muertos y desaparecidos- y al cual Enrique Peña agrega cuentas, ahora se suman veintiséis homicidios (ver mañana la Revista R) y un extraño suicidio directamente relacionados con el proceso electoral. Si no garantizan la vida y la seguridad de sus candidatos y operadores, ni qué decir de la de sus representados. Con qué cara vienen a pedir el voto si, en su borrachera, abandonaron las urnas en el fango o vertieron sangre sobre ellas.
Vicente Fox hizo de la Presidencia de la República la tarima del comediante disfrazado de ranchero; Felipe Calderón, el cuartel del comisario de la policía, y Enrique Peña no sabe qué hacer con ella. Y las dirigencias partidistas pasaron del juego de ponerse zancadillas al de reconcentrar el poder en ellas sin considerar a sus propias bases, de la política popular o abierta pasaron a la política cupular o cerrada sin mirar el piso social donde hoy resbalan.
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Desde hace quince años, la República carece de gobierno y, en el ejercicio del no poder, creció la enredadera de la impunidad criminal y la pusilanimidad política, trenzando en su nervadura a criminales y políticos sin fijar una clara diferencia entre ellos. Ciertamente se puede distinguir a este o aquel otro cuadro político, pero -por más que se diga- los partidos son muy parecidos. Son unos igualados y ni qué decir de sus satélites.
Impulsaron la democracia de la corrupción, donde la élite política pacta, reparte, negocia y cobra favores bajo un sólido principio de complicidad, con baño de solidaridad entre ellos. La cúpula perredista se esfuerza por explicar cómo es que postuló al alcalde de Iguala, José Luis Abarca, pero ni pío dice del elenco de trácalas y rufianes que, ahora, presenta con credencial de candidatos certificados. Mauricio Toledo, a la cabeza de la troupe. La cúpula panista se sacudió, por fin, el estigma de ser el partido de los mochos para transformarse en el partido de los moches. Y el PRI, el PRI celebra el explicable y súbito enriquecimiento de sus más distinguidos cuadros que, conforme crecen, engrosan sus talegas.
Pretender encontrar en esas dirigencias a modernos socialdemócratas, democristianos o neoliberales-revolucionarios es un chiste malo, contado sobre el ataúd de las expectativas generadas por ellos.
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Salvo contadísimas excepciones, los cuadros principales de los gobiernos y los partidos han puesto contra la pared a los votantes.
No pueden venir con el cuento de encarar una situación inédita, siendo que ellos mismos la construyeron con esmero. No desconocían del grado de violencia y criminalidad que, desde del sexenio de Vicente Fox, asuela a la ciudadanía. No desconocían del grado de descomposición del tejido social que con denuedo se empeñó en deshilvanar Felipe Calderón, quien se manifiesta orgulloso de su obra. No desconocían cómo despilfarraron y se robaron las divisas petroleras, cuando el crudo andaba por los cielos. No desconocían el creciente armamentismo en que iba a derivar el escalamiento de la lucha contra el crimen, fincada exclusivamente en la confrontación con sus compadres. No desconocían el efecto social que acarrearían las reformas estructurales que, hoy, guardan sin vergüenza en los archiveros. No desconocían que diseñar sobre las rodillas la reforma político-electoral produciría un mazacote legislativo difícil de aplicar en el terreno.
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Por todo eso -y sin ignorar el absurdo supuesto en esta conclusión-, es menester ir a las urnas así sea contra la pared. No se trata de premiar el cinismo y la corrupción rampante, sino de castigarlos hasta donde el sufragio lo permite. Se trata de encontrar la aguja en el pajar, en vez de dejarlos pastar felices en el establo de sus delicias, y sacarlos al campo, a la tierra plana, ahí donde la gente vive y se empeña en vislumbrar el futuro que, hoy, gobiernos y partidos le niegan. Se trata de reponer un horizonte distinto al de estos días sin calendario, donde los gobiernos y partidos aseguran que la vida se reduce a un presente continuo.
Es preciso echar mano del voto y los demás recursos que, sin violentar aún más al país, los sacuda hasta hacerlos reconocer que el ejercicio de la ciudadanía no es el de la servidumbre.