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23 de septiembre de 2013

¿Reconcentrar el Poder?

René Delgado Ballesteros.
El retorno a Los Pinos del Partido Revolucionario Institucional nos coloca en México ante la disyuntiva de fortalecer el Poder o redistribuirlo en distintos órganos gubernamentales para generar los contrapesos adecuados y hacer más fácil el tránsito hacia la democracia. La columna es Sobreaviso que escribe el acucioso analista político René Delgado Ballesteros y que se publicó el reciente sábado 21 de septiembre en El Siglo de Torreón.

Hay un denominador común en varias de las reformas y medidas que se están legislando o instrumentando y del cual deberían responder los gobernadores. Ese denominador consiste en retirarles, si no facultades, sí palancas o recursos de poder de los cuales abusaron.
Tales acciones legislativas y políticas reconcentran, en algunos casos, el poder en el Ejecutivo federal y, en otros, lo redistribuyen en distintos órganos federales. En conjunto debilitan el carácter federalista de la República y, sin duda, repercutirán en la estructura del poder nacional. En el corto plazo su efecto puede resultar tan entusiasmador como prometedor para el desarrollo de la democracia y el correcto manejo de las finanzas públicas, en el mediano plazo puede resultar contraproducente.
Lo curioso es que los gobernadores, hoy, no digan nada. A raíz de la primera alternancia en el poder presidencial, los mandatarios estatales vieron crecer su poder y se avorazaron sobre él, pero ahora enmudecen: ni reclaman conservarlo y muchos menos rinden cuentas del abuso cometido en el ejercicio de éste.
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La incapacidad y el desinterés del panismo por convertir la alternancia en el poder presidencial en la alternativa política para replantear el régimen tuvo múltiples efectos. Uno de ellos, el de soltar algunos de los amarres que, por fuera de la ley, la cultura priista desarrolló para sujetar desde el centro del país o directamente desde Los Pinos las riendas del poder a lo largo y ancho de la República.
En 2000, al dejar de tener como jefe máximo al presidente de la República, los gobernadores priistas vieron la oportunidad de acrecentar desmesuradamente su poder. El contrapeso que tenían en el ejercicio de éste no dimanaba tanto de los poderes legislativos y judiciales de su respectiva entidad, como del presidencialismo exacerbado. No tardaron en percatarse del beneficio derivado de la alternancia y, como nunca, se dejaron sentir como amos y señores de su respectiva comarca.
Asimismo, al percatarse de la conveniencia de contar con un órgano o un instrumento común para hacer frente a la Presidencia de la República que, por lo demás, no entendía a plenitud los juegos de poder, diseñaron en Mazatlán -a menos de un año de la llegada de Vicente Fox a la residencia de Los Pinos- ese instrumento que se concretó, en julio de 2002, en lo que hoy es la Confederación Nacional de Gobernadores, la Conago. Instancia que hoy, de nuevo en la era priista, no consigue redefinir su horizonte.
Libres en el plano local, y coaligados en una suerte de cartel político en el plano nacional, los gobernadores provocaron un fenómeno singular: sí, en su origen, la evolución hacia la democracia pareciera correr del centro a las provincias, al paso del tiempo, y salvo muy contadas excepciones, invirtió su dirección y ruta. La involución pareciera correr de las provincias al centro.
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Enrique Peña Nieto.
A lo largo del foxismo, el acrecentamiento del poder por parte de los gobernadores no dejó ver su dimensión. A lo largo del calderonismo, ya no hubo duda: el desarrollo de la democracia se empantanaba cuando no retrocedía en los estados; las finanzas estatales se convertían, cuando no en despilfarro sin sentido, en horno de cocimiento de fortunas personales; y el ejercicio y desarrollo de derechos políticos, cívicos y electorales ciudadanos en la escala estatal se transformaban en burla o simulación.
Hoy, con la vuelta del PRI al poder presidencial, la suscripción del gobierno federal y los partidos nacionales del Pacto por México y, sobre todo, la debilidad de movimientos u organizaciones ciudadanas, consistentes y articuladas en los estados de la República, capaces de acotar a los gobernadores y obligar la rendición de cuentas, una tentación cobra un eco inusitado. Sin mucho reparar en su efecto no inmediato como posterior, avanza la idea de recentralizar el poder en el Ejecutivo federal o, bien, en institutos nacionales.
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Sin mucho reflexionar y con la prisa que lejos de resolver, a veces, complica más las urgencias, el gobierno federal y los partidos nacionales, en aras de una supuesta pronta y expedita solución a la democracia y las finanzas públicas, quieren retomar tareas y responsabilidades incumplidas o, peor aún, pervertidas por los gobernadores.
Se federaliza la posibilidad ciudadana de acceder a la información, negada por los gobiernos estatales; se plantea crear un Instituto Nacional de Elecciones; se aplican controles sobre la capacidad de endeudamiento por parte de estados y municipios; se recentraliza el pago de la nómina de los maestros, dando reversa a la descentralización de la educación...
A la par de esas novedades legislativas, políticas y administrativas, se instrumentan otras medidas desvinculadas de la anteriores pero que, a la postre, reconcentrarán el poder. La creación de la gendarmería nacional y, desde luego, la desaparición de la Secretaría de Seguridad Pública (federal) para reconcentrarla en Gobernación constituyen otra forma de reconcentrar el poder.
Gustavo Madero.
De ese modo, entre grandes y pequeñas acciones legislativas, políticas y administrativas, se pretende reducir el poder de los gobernadores y aumentarlo en el gobierno federal.
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Materia de especialistas será determinar cómo quedará el carácter federalista de la República, pero desde ahora es menester prevenir dos peligros y un riesgo.
Uno. La reconcentración del poder político y económico en el Ejecutivo federal sin redefinir su límite y horizonte así como su condición estructural deja al estilo personal en turno su bondad o su maldad. Cuidado.
Dos. La reconcentración del poder en institutos nacionales puede colapsarlos y, así, en vez de formar parte de la solución, convertirse en parte del problema.
El riesgo de pretender, en cierto modo, imponer la democracia y el control de las finanzas públicas desde el centro deja al azar el desarrollo de una cultura ciudadana que soporte en su localidad ese movimiento y, a la vez, frustra la posibilidad de que los poderes legislativos y judiciales, así como los institutos y partidos estatales ocupen el lugar que teóricamente les corresponde en la división de poderes frente al Ejecutivo estatal.
Desde esa perspectiva, un mal cálculo en el rediseño del poder nacional podría producir la luz que, a veces, los estallidos dejan ver antes de tronar.
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En todo esto, asombra el silencio de los gobernadores. Tan bravos que se veían, hoy parecen una especie susceptible de redomesticar. ¿No tienen nada que decir?

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