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14 de octubre de 2014

Los sonidos de la ciudad

Una nostálgica estampa de nuestra capital nacional escrita por Verónica Maza Bustamante y que hoy nos regaló por medio de Facebook. Verónica es colaboradora de Milenio Diario donde entre otros temas se ocupa de sexología y música de manera muy competente. El presente texto revela de Verónica una faceta que aunque sospechábamos no le conocíamos y es que “en materia de crónica no curte malas baquetas”.

Muchos habitantes de esta gran urbe, caótica y hermosa, odian sus sonidos, esos que nos acompañan desde que canta el primer claxon, mismo que se multiplica a las horas pico —que en realidad ya son a toda hora— y se mezcla con el grito a lo Tarzán que escapa por las bocinas de los microbuses; con los escapes que escupen sin piedad cual borracho empedernido; las motocicletas destartaladas de los repartidores, que parecen tener un bote de Frutsi entre las llantas; el ulular de las ambulancias, las escandalosas sirenas de las patrullas y los helicópteros que desde las alturas buscan protagonistas para los noticieros.
Esos detractores de la cacofonía defeña se quejan (la mayoría de la veces con razón) del “golosa, golosa” que atormenta las viejas grabadoras de los vendedores de discos pirata, que han hecho de sus intromix toda una oda a la disonancia. Esos corsarios del sonido que conviven día a día con los perros callejeros, quienes entre ladridos, gruñidos y quejidos, nacen, se reproducen y mueren, a veces en compañía de los ebrios que, tras salir de la cantina, se van gritando la hermosa vida por las calles de la ciudad.
En el Metro también se experimenta cotidianamente con todo tipo de voces que se entremezclan con el “tururú” de las puertas y el altavoz que anuncia cada estación: los vendedores de ilusiones por diez pesos comparten micrófono con la doñita que le platica sus penas a su comadre, provocando el sueño de los pasajeros con su sonsonete; el ruido de los frenos del vagón que antecede el “avancen, avancen”; el eco de los pasos apresurados que componen una sinfonía sin nombre, el rechinar de los torniquetes, los gritos que se escuchan a lo lejos provenientes de los paraderos de autobuses y a veces, sólo a veces, el regalo de una buena canción vibrando por las bocinas de los andenes, con el respectivo “clac clac” de los tacones llevando el compás.
Y en la superficie, un día cualquiera que se presenta cada 15 o cada ocho, hay un sonido que retumba hasta el hartazgo en cientos de oídos, delicados o no, que por desventura se han quedado varados en medio del tráfico. Es el sonido de los manifestantes, que gritan consignas obsoletas, esas que aseguran que “se ve, se siente, el pueblo está presente”, aunque se trate de una docena de gatos solitarios. En algunas ocasiones, eso sí, nos regalan ruidos que pueden ser regalos para un escucha kamikaze: el tallar de unos machetes en Paseo de la Reforma, la pintura saliendo por los aerosoles de punketos cegeacheros, el casco de caballos en plena metrópoli, los dialectos de indígenas acarreados, las chillonas trompetas tipo 15 de septiembre.
Yo, en lo personal, prefiero ser una buscadora de hermosas sorpresas auditivas. Me quedo con el sonido del viento al soplar entre los árboles, con las campanas de las iglesias que me recuerdan que nunca voy a misa pero que debiera hacerlo de vez en cuando tan sólo para escuchar los cantos de la estudiantina, esa en la que muchos roqueros hicieron sus pininos. Me instalo en las escobas hechas con ramas de los barrenderos, que resuenan en la madrugada por las calles del Centro Histórico, en el “ricos y deliciosos tamales oaxaqueños, tamales calientitos, de verde, de rojo, de dulce” que me hacen preguntarme qué será el verde que prometen hay entre las hojas de maíz; prefiero oír el grito de “gaaaaaaaas” del chaparrito que carga sus tanques al hombro, aunque me despierte a las siete de la mañana, que el “chin, se acabó el gas” que a veces se llega a fundir con el sonido de mi regadera.
Y qué decir de la extraña resonancia que puedes captar si pegas tu oreja al asta bandera del Zócalo en pleno concierto y que te hace vibrar de pies a cabeza como si se tratara del corazón de la ciudad, que late emocionado al ritmo del de la multitud. O el “cucucucú” de las palomas que se pasean por las plazas mientras cagan tranquilamente todo lo que hay a su paso. O la voz insistente de los merolicos de la Alameda, que venden hierbas y pomadas milagrosas gracias a sus palabras, que sin saberlo van creando nuevas estrofas para “El yerberito moderno” que, como la 6-20, llegó para quedarse en nuestros tímpanos.
No podría concebir una ciudad de México sin el ritmo de los caracoles anudados a los pies de los concheros, sin sus cánticos que me llevan a otra época, sin sus tambores que pelean en una lucha a muerte pero en buena lid con el runrún que, tímido, sale de la Catedral a la hora del rosario. No podría pensar que vivo en una ciudad cachonda que no duerme de noche si no fuera por los guiguis que en la Zona Rosa repiten, cual himno, las palabras claves que acompañan con tarjetas: “Buscas antro, buscas diversión, tenemos chicas, hay strip”; o sin las locas que caminan por Génova riendo como si la vida fuera fácil, o sin las putas que taconean en Sullivan y provocan el rugido de los motores a las tres de la mañana.
Guardo también, en el soundtrack de mi vida, el “Hayyyyyy naranjaaaaaas” del güero de rancho que recorría las calles de los suburbios cuando era niña, la canción infantil del carrito de los helados, el repiqueteo del triángulo de aquel que vende galletas redondas, el “pruébelo, marchante, pruébelo” en los mercados, el chapaleo de las fuentes, el cantante callejero en Coyoacán, la primera —y única— vez que escuché al Concord, el espeluznante tronido de los edificios cuando tiembla, el ondear de la bandera del Campo Marte, el romperse de las hojas en el suelo durante el otoño, el chipichipi de la lluvia, el crepitar de los truenos, la voz del vendedor de la lotería, que algún día, quizá, me hará gritar de emoción.
Los sonidos de la ciudad son tantos y tan diversos, que al final se hacen uno solo: se convierten en una eterna canción que envidiaría cualquier músico de renombre y que nos recuerda que mientras la escuchemos, sabremos que seguimos estando vivos y aquí.

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