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2 de noviembre de 2014

La Caldera del Diablo, el regreso a Torreon Place

Un agradable relato de Lilia Margarita Rivera Mantilla que de alguna manera se relaciona con los muertos, pero también con los vivos y el que les comparto en ocasión de la celebración del día de los fieles difuntos. Estoy seguro que lo disfrutarán.

Recuerdo que mi tía Amelia solía decirle a mi mamá: “Elvira, ten cuidado con los libros que dejan a la mano de esta niña; siempre está sentada junto al librero, y no se fijan en lo que está leyendo. Ya vi que tienen la novela del programa que están pasando en la televisión, ese de la Caldera del Diablo”. Tal vez sería allá por 1966 cuando mi tía Amelia se alarmaba de lo que, probablemente, me estaría yo enterando a través de esas novelas pecaminosas; nada que no sucediera en Torreón: infidelidad, abortos, incesto, doble  moral, corrupción religiosa, racismo, clasismo y otras simplezas tan humanas como el alcoholismo, también.
Pero no. Nunca leí el libro de Grace Metalious; tal vez, algún domingo fui testigo de cómo mis papás absortos veían la versión hecha para la televisión, Peyton Place, en donde se daba a conocer una jovencísima Mia Farrow. Pero nunca olvidé el título del libro, porque eso me parecían las ciudades pequeñas, un hervidero de chismes y cosas turbias, algo que debía enterrarse en pozos muy profundos como los tesoros que estaban escondidos en  muchas partes de Torreón, según contaba la leyenda urbana.
Han transcurrido cerca de cuarenta y ocho años desde aquellos tiempos en que, poco a poco, me iba convirtiendo en adolescente, y todo esto me viene a la memoria porque, hace casi un año, me vi envuelta en algo a lo que nunca relacioné directamente conmigo; estaba segura que había sido yo una  espectadora muy circunstancial, simplemente había sido acompañante del sujeto a quien afectaba directamente el suceso.
El Doctor Oz es un púber que me acompaña desde la época en que mataron a Kennedy, terminamos juntos la primaria y cada quien siguió diferente camino al llegar a la escuela secundaria. Sin embargo, parece que no completamos alguna tarea desde hace casi medio siglo, y nos hemos reencontrado tal vez para terminarla. El Doctor Oz y yo ahora tenemos 61 años, él es mayor que yo por cinco meses; cuando llegamos a coincidir para recordar o para revivir viejos tiempos, suceden cosas mágicas y extrañas.
En agosto de 2013 andábamos cada quien en asuntos familiares en nuestra ciudad natal, habíamos quedado en vernos un lunes en la tarde para pasear por las calles de la desolada ciudad. Al filo del mediodía, me envió un mensaje a la ouija cibernética para decirme que le habían avisado que acababa de morir un antiguo amigo de su juventud; me ofrecí para acompañarlo a pasar la tarde en la funeraria en donde ya se estaba velando el cuerpo de su amigo. Llegamos al lugar en el cual, en su triste momento, también se realizó el funeral de mi papá 22 años antes. Recuerdo que el conjunto de salas de velación se llamaba Jardines del Parque.
El doctor Oz me contó, entre consternado y avergonzado, que meses antes su amigo, apenas fallecido, le había enviado la solicitud de amistad a su feísbu, pero la había rechazado porque no se le hizo familiar el nombre del solicitante. Muy asombrada le pregunté que cómo era posible que no recordara el nombre de un amigo tan cercano; se justificó diciendo que siempre lo conoció más por su apodo que por el nombre estampado en la respectiva acta de nacimiento. “El Diablo, así lo llamábamos”, fue la explicación que dio ante mi azoro. Se mostraba emocionalmente muy adolorido, pero no recordaba el nombre completo de alguien que estuvo presente en momentos cruciales de su vida.  Algo inaceptable para mí.
Ya lo dije anteriormente que el Doctor Oz y yo tenemos la misma edad, somos de los nacidos en el 53, como dice la canción. Mientras a mí me gusta lucir mis canas y hacer alarde de lo mucho que me han enseñado los años (al revés de José Alfredo), al doctor Oz le gusta sentir que Cronos ha pasado cerca de él sin voltear a verlo siquiera; pero este dios es inflexible, poco misericordioso, y ha estampado su huella en mi amigo igual que hacen los vándalos al grafitear, por mero resentimiento, una hermosa pared recién pintada. Así es la crueldad del dios del tiempo de los humanos. Sin embargo, cuando percibo el aroma a manzanas, canela y almendras tostadas que envuelve nuestro espacio cuando estamos cerca, imagino que somos dos personajes escapados de alguna escena primaveral y tormentosa pintada por Pierre Auguste Comte.
Y la memoria me lleva de nuevo a los jardines del fúnebre parque aquella tarde de agosto. El doctor Oz permanecía de pie junto al ataúd de su amigo, lo contemplaba entristecido. Yo no conocí al Diablo, el difunto, no tenía idea de cómo había lucido en vida; me acerqué respetuosamente al féretro, junto a mi acompañante. Aparentemente había sido un hombre no muy alto y delgado, no puedo decir qué tan apuesto pudo haber sido en alguna época de su juventud; había muerto de cáncer pero el gesto de su rostro era sereno; creí ver en su boca la débil mueca de una sonrisa, ¿me sonreiría a mí, a quien no conoció? ¿Nos sonreiría al doctor Oz y a mí? Ahora creo haber visto cierto rictus de burla en los labios. ¿Podría ser?
El Diablo tuvo un bello nombre de pila y dos apellidos como corresponde a todo ciudadano nacido en México. Su apellido materno –muchos dicen que debería ser el primero que lleváramos, porque es seguro que sí seamos hijos de nuestra madre, al menos por aquello de la teoría del genoma mitocondrial- fue Caldera. Meses después encontraría una gran relación entre su apodo y el apellido de su madre.
Por empatía natural, sentía pena por su esposa e hijos, en pocos meses nacería su primera nieta, lo que llevaría a los demás a repetir el lugar común de vida por vida; yo solamente lo observaba todo, y no le di importancia a la calle en donde quedaba ese supuesto verde remanso de paz, aquel lugar para la despedida antes de que la materia acabe en la nada.

El regreso a Torreon Place                                              

Son casi las ocho de la noche, y a pesar de que aún hay corredores entusiastas y disciplinados dentro del antiguo bosque de la ciudad, las calles cercanas están oscuras y casi vacías. Lucen descuidadas las banquetas y muchas de las casas ya están viejas y deterioradas, todo huele a abandono, esas amplias avenidas que recorrí tantas veces en los poco más de veinte años que viví en Torreón ahora me parecen desconocidas y totalmente ajenas, solamente me reconforta el aroma dulzón de las lilas recién florecidas; y yo que pensé que moriría sin poder ver de nuevo los árboles cargados con las florecillas lilas y blancas que tanto refrescaban con su sombra las torturadas calles por el sol del verano.
Ahora me dirijo a la academia en donde empezaré una nueva etapa en mis clases de baile; el movimiento me hace falta como el aire para poder vivir; voy animada pensando en la gente a quien veré por primera vez en la vida, quién sabe si de ese grupo llegarán a surgir nuevas amistades, y el profesor, ¿qué huella dejará en mí?

Una noche de abril

Apenas inicia abril y la atmósfera de primavera se deja sentir esta noche demasiado sofocante, hace mucho que no sentía este aire caliente recién terminado el invierno, porque no hay que confiar en que el frío se haya ido hasta la próxima temporada; los días de la cuaresma son tan climáticamente veleidosos que nunca se sabe cómo amanecerá mañana.
Espero afuera de la academia de danza por el taxi que habrá de recogerme para llevarme a casa; apenas pasa el cuarto después de las nueve y la calle está casi desierta, no hay ningún transporte público cerca para poder regresar, con cierta seguridad, a casa de mi mamá. Solamente se ve cierto movimiento contra esquina de la acera donde me encuentro; es una funeraria y los dolientes tendrán que retirarse en una hora más, ya que por cuestiones de seguridad, en esta ciudad los velatorios no permanecen abiertos durante toda la noche. Y empieza mi práctica de ensoñación, de viajar en el tiempo para evadirme de la espera del taxi y de la impaciencia que estoy sintiendo. Y recuerdo la tarde de agosto de hace poco más de siete meses. El doctor Oz y yo en esa funeraria; pretendo ver a nosotros mismos caminar por la calle rumbo al coche o del coche rumbo a la entrada del edificio para dar el pésame a la familia del Diablo, amigo de sus amigos aunque tuviera sobrenombre de ángel caído. Recorro la fachada del edificio y me llama la atención el logotipo de la empresa fúnebre: una enorme G; me recuerda la G de la escuadra y el compás, pero es la inicial de Gayosso, y me río burlonamente de mí misma. ¡Pero, cómo! ¡Hasta acá me persigue ese lugar de tristes recuerdos! El velatorio que está contra esquina de mi clase de baile ya no se llama Jardines del Parque, ahora pertenece a la empresa de Félix Cuevas y Gabriel Mancera. ¡Acabáramos!
Es inútil mi sorpresa y molestia por esta invasión de salas mortuorias en mi vida, debería estar acostumbrada; desde niña pronto me familiaricé de una manera muy natural con la muerte.
En mis primeros nueve años de vida fui testigo de la muerte de varios niños entre amiguitos y vecinos de los alrededores de la casa, muerte natural la mayoría y uno por atropellamiento.
Nuestra escuela primaria estaba a cinco cuadras de la última casa que habité en Torreón; en el camino me topaba con dos funerarias, una estaba exactamente en frente de la escuela, se llamaba las Tres Ave Marías. Y durante unos siete o nueve años, vivimos a lado de otra funeraria; los dueños, aparte de vecinos, también se volvieron nuestros amigos. ¿Cuántos muertos traeremos junto a nosotros? ¿Vivirá cada quien en su respectivo Comala? Un pueblo habitado por espectros, como esta ciudad a  la que le escurre sangre por sus calles, sangre de los masacrados cuando menos lo esperaban; parece que los gritos de dolor salen de entre los muros, tal vez por eso la mayoría de los vivos se encierra en sus casas para no escucharlos.

El Diablo y Caldera, la caldera del diablo, pueblo chico infierno grande.

El clima apenas empieza a calentarse y me asusta pensar en el calor infernal que podría asolar a la ciudad en el verano. Y vuelvo a pensar en el Diablo dentro de su ataúd, ¿por qué me habrá parecido que sonreía? Tenía bastantes horas de muerto cuando yo lo vi por primera vez ¿sabría para entonces cosas del futuro como dicen que pueden conocer los desencarnados? Porque ¿cómo diablos podría yo imaginar que casi siete meses después de ese lunes de agosto, volvería a caminar por las calles aledañas para llegar a la academia de danza sita contra esquina y en la siguiente cuadra del velatorio? En ese momento estaba en un lugar para el duelo y el llanto; medio año después, al cruzar la calle, empezaría una nueva etapa para continuar girando en la loca danza de la vida.
A los temerosos de la muerte y que disfrazan su miedo comportándose con una actitud demasiado ceremoniosa y sensiblera ante tales circunstancias, les parecería irreverente el que encuentre bastante paralelismo entre lo que ocurre en esa sala de velación y lo que hacemos en este estudio de danza. Allá se encuentran quienes han dejado esta vida limitada para alcanzar la verdadera, la vida eterna; muchos se han ido esperando un renacimiento que los compense de las vicisitudes por las que atravesaron en este mundo.
Quienes asistimos a esta sala de baile lo hacemos con un fin parecido. Me gusta imaginarme como una especie de derviche giradora, alguien que busca ser un canal entre el cielo y la tierra, girar para lograr la victoria sobre la muerte, esclarecer la mente para conocer la verdad.
Aquellos que están siendo velados en la funeraria de enfrente se han tenido que convertir en cuerpos inanimados, macilentos, pronto empezarán a despedir un olor pútrido –aunque los cementerios están llenos de cadáveres en olor de santidad, todo mundo ha sido tan bueno-, para así llegar al cielo, ver a Dios y que les sean desvelados los misterios.
Estoy aquí chorreando vida, el sudor me escurre desde la cabeza a los pies. Mis facciones se afilan, los ojos se agrandan y se me ha iluminado la mirada, mi cara enrojecida toma el color de una manzana de oro*, el corazón late a mil por hora, siento los pulsos en la garganta y huelo a vida, el poco aire de la noche me devuelve el olor a hierbas de mi perfume.
Hace meses que no veo al doctor Oz, no sé qué diría si me viera aquí con este aspecto que para algunos pudiera resultar repulsivo, pero todo indicaría que estoy viva.
Giros y vueltas hacia un lado y después hacia el otro en el círculo de la vida; el doctor Oz, el Diablo y yo.

Una señal luminosa en el cielo

Camino lentamente, mis pies adoloridos me hacen ir muy consciente de mis pisadas al recorrer la desierta pero tranquila callecita donde queda la casa de mi mamá. El aroma de los jazmines se vuelve más embriagante conforme avanzo para alcanzar la reja de la entrada. Me ilusiono de forma narcisista al pensar que esta primavera los jazmines se llenaron a propósito de verdes botones que revientan de la noche a la mañana en hermosas y perfumadas flores blancas, sólo para complacerme, sólo porque Dios quiso consentirme. Antes de meter la llave en la cerradura contemplo los macetones y jardineras, y me transporta la memoria a la vieja casa del centro de la ciudad, la de la Matamoros (el nombre de la calle), y recuerdo al doctor Oz cuando era un niño precoz; lo veo vagabundear junto al grupo de chiquillos que se reunían para patear un balón o para trepar a una palmera y después estrellarse en el suelo. A veces me veía, otras muchas me ignoraba. El futuro doctor Oz, tal vez por su corta edad, no sabía aquello de que quien desprecia, comprará.
También, hace muchos años, el doctor Oz se fue de esta ciudad, pero me ha dicho que tiene el firme propósito de regresar al lugar donde nació; quiere regresar a esta tierra antes bañada por ríos, afluentes, canales y humedales; ahora está seca, fraccionada, descuartizada.
Elevo la mirada al cielo para ver qué tan estrellado está. Una luz me alcanza la cara, pero no se trata de que las estrellas quieran penetrar en mis ojos ni es la luz de la luna plateada sirviendo de farola. Jamás imaginé que algún día, desde la puerta de esta casa, llegaríamos a ver un enorme anuncio de la tienda de los Hermanos Hernández -H.E.B-, esa famosa tienda americana de comestibles y algo más, esas iniciales que la gente pronuncia en un inglés nahuatlizado: eichibi.
Entro a la casa y cierro la puerta con un suspiro de alivio, estoy en mi refugio, volví al hogar. Ojalá que el doctor Oz pueda regresar algún día. El conoce bien el camino, solamente debe conservar el deseo en su corazón. No hay nada mejor que tener un verdadero hogar.
Lilia Margarita Rivera Mantilla Torreón, Coah., a 7 de mayo de 2014
*Manzana de oro: pomodoro, tomate en italiano.
Eso fue nuestro tomate mexicano para la cocina europea.

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