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17 de enero de 2013

Don Manolito


Por su amenidad como escritor Armando Fuentes Aguirre se ha convertido en el autor de numerosos éxitos editoriales. Durante muchos años se ha dedicado a la impartición de conferencias que atraen numerosa concurrencia y cotidianamente lo publican una gran cantidad de medios escritos y estaciones de radio. La presente historia la obtuvimos de uno de sus varios espacios: Presente lo Tengo Yo que se publica diariamente en el periódico Vanguardia de Saltillo.
 
Una historia triste, como la soledad
He contado la historia de don Manolito. Se dedicaba a juntar cacas de perro. No me disculpo por decir tal cosa: ése era su trabajo. Iba por las calles de Saltillo con una escoba y un recogedor de hojalata que tenía una tapa, la cual se abría y cerraba por medio de un cordón. En ese recipiente recogía don Manolito los excrementos de los canes callejeros. Cuando lo llenaba echaba el contenido en un costalito que llevaba al hombro, bien cerrado para que no despidiera tufos que molestaran a los transeúntes.
Don Manolito tenía la concesión municipal de las cacas de perro. Ningún otro ciudadano aparte de él podía recogerlas. Se disgustaba mucho cuando un barrendero del Municipio realizaba lo que era de su exclusiva competencia. Y es que para los demás las cacas de perro eran suciedad; para don Manolito eran dinero.
En efecto, las llevaba a una tenería donde le pagaban por ellas buenos centavitos. Yo no sé para qué servirían las deyecciones de los perros. Al parecer, me han dicho, contienen ciertos ácidos o no sé qué sustancias útiles para la curtiduría de las pieles. El establecimiento que cité estaba por la calle del Presidente Cárdenas. Ahí hacía sus entregos don Manolito, todos los días, ya al pardear la tarde, y ahí le pagaban el precio de su mercadería.
Don Manolito iba siempre muy bien vestido, quizá para disimular lo ingrato de su oficio. Un albañil puede vestirse de albañil, pero ¿de qué se viste un recogedor de cacas? No hay uniforme propio para el giro. Entonces don Manolito se vestía de señor. Quiero decir que usaba terno —es decir, traje con chaleco—, botines, polainas, alba camisa con cuello de pajarita, corbata de moño y bombín negro. A ese atuendo añadía los domingos un bastón de junco, adminículo que el resto de la semana no podía usar, por tener las manos ocupadas con la escoba y el recogedor.
¿Olía mal don Manolito? No, qué va. Se bañaba con un jabón de azahar que compraba en el Mercado Juárez, de marca “Venamí”, y luego se rociaba generosamente con una cierta agua de rosas, preparación secreta de una vecina suya que le vendía el líquido aromático a precio exorbitante. Tan bien olía don Manolito que ni siquiera las gatitas que iban a hacer las compras mañaneras olían como él. Y sin embargo la gente juraba y perjuraba que don Manolito olía a caca de perro, y cuando lo miraban venir decían: “¡Fúchila!”, y se pasaban a la otra acera. ¡Pobrecito!
Años atrás quiso buscar esposa. Ganaba bien con su negocio —no tenía, según ya dije arriba, competencia—, y era dueño de una casa de muy buen ver en la Colonia González, donde vivían los protestantes. Pero ni los hermanos, con todo y ser hermanos, se le querían acercar. Eso hacía sufrir mucho a don Manolito. Pero más lo apesadumbraban el acoso y las burlas de la chiquillería. A él le gustaban mucho los niños, los quería bien, pero no había chamaco que no gritara al verlo:
-¡A’i va la caca!
O que dejara de decir, con voz de perro parlante:
-¡Guau! ¡Guau! ¡Ptrrr!... Ya hice, don Manolito. Venga usted por lo suyo.
Una vez don Manolito conoció a una muchacha... Pero no dejemos que los gritos y burlas de los niños estorben nuestra historia. Mañana la continuaré.
II
Humanidad, hasta dónde nos vas a llevar
Cuando alguien percibía un tufo ingrato arriscaba la nariz y comentaba:
-Huele a don Manolito.
Decían los chiquillos:
-Fulano pisó una de don Manolito.
Y es que don Manolito, ya lo dije, se ganaba la vida recogiendo las cacas que los perros dejaban en las calles. Las vendía a una curtiduría cuyos dueños utilizaban esas deyecciones, por no sé qué ciertos ácidos contenidos en la sustancia excrementicia de los canes, para el curtido de las pieles.
Un día don Manolito conoció a una muchacha, y cayó en amores. La cortejó de lejos —de cerca no podía— y una tarde de domingo le declaró su amor en la Alameda, para lo cual usó términos comedidos y corteses.
La muchacha se sorprendió bastante al escuchar aquella declaración de un señor tan bien vestido como don Manolito, pues ella era de condición humilde, y aún con sus trapitos domingueros no se podía comparar con aquel señor que usaba botines de charol, polainas, bastón de junco y bombín. Le dio una cita para el domingo próximo, pero no asistió a ella porque durante la semana sus amigas le hicieron mucha burla a causa de su pretendiente. Olía a caca de perro, le dijeron. Ella también iba a oler igual, lo mismo que sus hijos.
Así, la muchacha dejó plantado a don Manolito. No acudió a la cita. La buscó él, esperanzado, pero la chica lo desengañó: no podía ser su novia, le dijo, ni aunque le ofreciera matrimonio, porque tenía un oficio bajo. Lo habría aceptado albañil, repartidor de botica o cantinero, pero no recogedor de cacas.
Movido por esa consideración don Manolito renunció a su oficio y se hizo sacristán. Lo recibió en Catedral el señor cura García Siller, que era de bondadosa condición y quiso ayudarlo. Ya no olió a caca de perro don Manolito. La verdad es que jamás había olido a eso, pues era limpio; se bañaba a diario, cosa que en aquel tiempo nadie más acostumbraba. Pero ahora sí olía: a incienso; a las flores con las cuales adornaba el altar; a la cera de las candelas que ardían ante las hornacinas de los santos.
La buena sociedad se enojó con don Manolito. ¿Quién iba ahora a recoger las cacas de los perros? Los empleados del Municipio dijeron que ellos no. Al parecer las cacas de perro no estaban en su contrato de trabajo.
Siempre habían sido monopolio de don Manolito. Nadie más las debía recoger. Las calles se llenaron pronto con los depósitos hechos por los perros callejeros. Las damas y los caballeros no podían caminar sin pisar una caca. A causa de la situación todos empezaron a cortejar a Manolito.
-¿Cuándo vuelve a su empleo, don Manolo? -le preguntaban con mucho interés al terminar la misa. Gente que nunca se le acercaba, y que se cruzaba de acera al verlo venir, se dirigía a él con acento de súplica:
-Ya vuelva a su trabajo, Manolito, por favor.
Halagado por esa preocupación social don Manolito dio las gracias al señor cura, y volvió a su antiguo trabajo. Otra vez se le vio por las calles de Saltillo con su recogedor de cacas y con la bolsa de lona en que las iba echando. Y otra vez la gente volvió a pasarse a la otra acera cuando lo veía venir. Y otra vez el infeliz fue despreciado.
¡Ingrata humanidad!
Jamás se casó don Manolito. Cuando murió, sólo unos cuantos fueron a su entierro, vecinos suyos de la colonia González. En el velorio decían todos en voz baja:
-¿No se te hace que huele?

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