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16 de octubre de 2013

Hambreados y hambrientos

Adela Celorio.
La articulista Adela Celorio, colaboradora entre otros medios del periódico regional El Siglo de Torreón sigue con el tema del hambre en México y viendo lo que ocurrió después de Ingrid y Manuel llega a la conclusión de que los más solidarios son los desheredados, mientras que los potentados “se levantan el cuello” donando grandes cantidades, pero con el propósito de obtener importantes deducciones de impuestos.

Dirán que estoy obsesionada con el tema, pero cómo no estarlo si -ante la angustiosa situación que provocaron los ciclones- toda institución que se respete demanda apoyo para los damnificados. Y allá va cada uno a ofrecer lo que puede. El que más y sobre todo el que menos porque ya se sabe que los que menos tienen suelen ser más generosos. Los ricototes se adornan "donando" cheques de muchos ceros. Deducibles de impuestos ¡faltaba más! O sea, caravana con sombrero ajeno. No cabe duda que toda desgracia es un motorizador. Hasta el Gobernador de Guerrero, para mostrar solidaridad, se hizo fotografiar para los periódicos con su panzota bajo el agua. Allá en mi pueblo había un presidente municipal tan panzón que le decían Marabunta por lo voraz e insaciable. ¡Perdón!, no sé ni por qué asociación de ideas les cuento esto; pero sigo con lo mío.
Mientras las afortunadas esposas de los hambreados (esos insaciables que se aperran todo lo que pueden) surten su despensa en los globalizados comercios que ofrecen salmones de Escocia, arenques del Báltico, carnero de Australia. Quesos franceses, italianos y los curados de oveja, especialidad de La Mancha; y copetean el carrito del súper con frambuesas, grosellas, moras azules y cerezas frescas que son un festín para los ojos y un descubrimiento reciente para los mexicanos acostumbrados a los plátanos, las papayas y las piñas; familias enteras de hambrientos consiguen su alimento entre los desechos de los mercados y la escamocha de los restaurantes.
La oferta gastronómica en esta capital abarca desde lujosos restaurantes donde los platillos alcanzan precios exorbitantes (y tienen una la clientela asegurada entre los políticos, hambreados que comen exquisiteces a cuenta de nuestros impuestos) hasta lugares muy presentables con precios accesibles. Sofisticadas casas de té "de la luna de agosto". Pizzerías, cafeterías, autoservicios, bistrós, taquerías, torterías, y los populares puestos callejeros que en cualquier banqueta ofrecen comida sencilla y barata para consumir de pie, haciendo equilibrio con un plato de plástico atascado de arroz y chicharrón en salsa verde en una mano, y en la otra el imprescindible refresco.
Aparentemente por comida no paramos aunque eso sí; las colas son largas en "los parados" y eterna la espera en "los sentados". Ya somos demasiados en esta ciudad -me dijo una mujer que renegaba de la espera. Pero ni modo, hay que comer porque la comida es la aceptación de la vida tanto en lo físico como en lo espiritual. No se trata del alimento sino de la forma en que nos acercamos a él. Compartirlo es algo sagrado. Convivio significa convivencia, comer juntos, comer todos. Comer todos juntos es comunión. Que haya comida para todos es un acto de moralidad social. Creo que todos estamos conscientes de eso y sin embargo, con ciclones o sin ellos hay en este país muchas familias que apenas comen. Y digo apenas, porque si nada comieran morirían; pero su hambre es ancestral.
Para compartir con el lector el espíritu que hoy mueve mi pluma, voy a transcribir aquí una nota publicada recientemente en un diario de esta capital: "Armada con una escoba, una mujer acabó con la vida de su hija de apenas cuatro años, tan sólo porque sucumbió a la tentación de consumir toda la comida familiar. Tras entrevistar a la madre, terminó confesando que había golpeado hasta la muerte a su hija de nombre Ashley, por terminarse los alimentos". Ni haciendo un esfuerzo grande podríamos imaginar la desesperación de esa madre, seguramente hambrienta ella también. El verdadero pecado de gula no es comer sino comerse lo del otro. Lo inmoral es el hecho de convertir el comer en algo totalmente desligado del hambre de los otros. Lo inmoral es pretender cargar un impuesto infame a los refrescos que con diferentes sabores, grandotes, panzudos y bien azucarados tienen su principal nicho de mercado entre los albañiles (cuyo salario mínimo es de 70 pesos que han de rendir para pasajes, comida, vestido y techo) que requieren de la energía del azúcar para subir a pulso las pesadas cubetas de mezcla por andamios suicidas. Lo inmoral es otorgar partidas millonarias para sus sagrados alimentos, a funcionarios que disfrutan de sueldos por encima de la mayoría de los ciudadanos. Lo inmoral es el hecho de que a la mayoría de los ciudadanos ya no nos sorprenda nada. Las cosas son como son; nos resignamos ante el desgobierno que padecemos y las cruzadas contra el hambre que se reciclan cada seis años con diferente nombre. Lo inmoral es pretender más impuestos cuando todavía no nos pueden explicar en qué consiste la riqueza inexplicable que disfrutan tantas generaciones de funcionarios y exfuncionarios públicos.
Nuestro gobierno me recuerda a esas personas manirrotas que andan siempre pidiendo prestado porque nunca les alcanza el dinero; y que en lugar de organizarse y poner orden en su cartera, piden más dinero.

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