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6 de noviembre de 2013

Tenía el Don pero no tenía el Din

Armando Fuentes Aguirre.
A historias en las que se encuentran involucrados la poesía y el romanticismo tendemos a tacharlas de cursis y hasta inverosímiles al considerar que ni la poesía ni lo romántico forman parte de la realidad, las dos características las tiene la historia de Armando Fuentes Aguirre, autor de la columna De política y Cosas Peores donde hace unos pocos meses incluye la sección Plaza de Almas. El relato se publicó en El Siglo de Torreón, el pasado martes 29 de octubre.
      
La historia que voy a contar hoy tiene final feliz. Decir eso no favorece a una historia: la hace sospechosa de cursilería, o la vuelve inverosímil. Si los relatos empezaran todos con la frase "Y vivieron felices", nadie los leería. Shakespeare tuvo éxito -y lo sigue teniendo hasta la fecha- porque siempre jodía a sus personajes. Pues bien: mi relato de este día empieza precisamente con aquella frase, la misma con que acaba: "Y vivieron felices". A mí me gustan los finales felices. No pienso que el buen Dios nos hizo con la deliberada intención de ponernos en un valle de lágrimas.
Él no es Shakespeare. Tristeza hay en el mundo, no lo niego, pero hay también horas alegres. El valle no puede ser todo de lágrimas si en él están la risa y la canción, el pan y el vino, la mujer y el amigo; el niño y el perro; si en él hay San Francisco, Mozart, Chaplin y los hermanos Marx, entre otros muchos rientes decidores y cantores. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Más bien: advierto que no lo he comenzado todavía.
Lo empiezo, pues. En él aparecen una mujer y un hombre. Ella tiene 15 años; 40 él. Esa diferencia de edades es parte principal de la historia, pues sin ella no se entendería lo que sucedió. En los actuales tiempos una tan grande diferencia en años es fatal. Si un cuarentón trata de amores a una quinceañera será objeto de reprobación, sobre todo por parte de las cuarentonas. En la época de mi historia, los principios del pasado siglo, eso no se veía mal. El marido era como un padre para la mujer, a quien se consideraba una especie de menor de edad necesitada de tutela perpetua, así tuviera 70 años. "Debilidades de su sexo", decían de ella los que no sabían ni de debilidades ni de sexo.
El caso es que este hombre de 40 años se enamoró de esta niña de 15. Él era rico. Dueño de haciendas y de minas, comerciaba con mercancías extranjeras y era accionista de fábricas y bancos. El padre de ella gozaba de consideración social, pero no poseía caudales. Tenía el Don, pero no el din. Era un buen hombre, y si me alargo un poco un hombre bueno, pero carecía de ojo para los negocios, y los caudales no muy grandes que recibió en herencia de su padre se le fueron acabando en erráticas aventuras financieras que se volvieron finalmente desventuras, pues él y su familia quedaron reducidos a un modestísimo vivir.
La niña de 15 años era soñadora. En esas circunstancias ¿qué puede hacer una niña aparte de soñar? Su sueño, voy a decirlo de una vez, era el de la Cenicienta. Ella, que se sabía pobre, esperaba a un príncipe que en carroza de oro la llevara a la felicidad. Y sucedió que el rico señor era viejo amigo de su padre. La vio una vez y ya no pudo dejar de verla, aun cuando no la estuviera viendo. Pero ¿cómo declararle su amor a una niña así?. Voy a decir lo que hizo.
Fue a Europa, y en Francia mandó hacer una bellísima pieza de cerámica en la forma de la carroza de la Cenicienta, con sus caballos, sus cocheros y lacayos, los animalitos que amaban a la hermosa doncella, el príncipe, y una corona real como remate del conjunto. Todas las partes de aquella delicada obra, frágil y etérea como el sueño de la joven, eran desprendibles, de modo de poder empacar por separado cada pieza, y conseguir así que la preciada joya hiciera el viaje por mar, y luego por ferrocarril, hasta llegar sin daño a la casa de la muchachita. Ahí se la entregó el enamorado galán. En el momento de declararle su amor levantó la tapa de la corona. En su interior, refulgente, estaba el anillo de compromiso que le ofrecía como prenda de "su afecto". ¿Qué mujer, díganme ustedes, se resiste a una declaración así, y más si tiene 15 años?.
Con el permiso de sus padres ella aceptó el amor de aquel señor tan romántico -y tan espléndido-, y la pareja contrajo matrimonio después de un brevísimo noviazgo. Y fueron felices. Gozaron 40 años de dicha como la de los cuentos; tuvieron hijos, y nietos, y bisnietos. Ahora la carroza de la Cenicienta, con la romántica leyenda de aquel tío abuelo minero y hacendado, está en la sala de la casa que fue de mis mayores, y que hoy la gente de Saltillo considera un museo. Llegan los niños y las niñas de las escuelas y ven los bellos muebles, y los antiguos cuadros, y los vitrales y tibores de aquella casa del siglo diecinueve, pero lo que más les gusta es la carroza de la Cenicienta, y quieren oír una y otra vez la leyenda de amor que el tiempo ha ido tejiendo en torno de ella. Yo miro la carroza y pienso que mientras haya cuentos en el mundo, y leyendas de amor, e historias de hombres y de mujeres que se aman, los finales felices serán posibles todavía... FIN.

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