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25 de agosto de 2015

Conchita Cueto

Vecina desde hace más de tres décadas de la delegación Benito Juárez en el Distrito Federal la torreonense Lilia Margarita Rivera Mantilla nos ofrece un relato en el que recuerda a los personajes que habitaron en un sector emblemático de Torreón, pero que no existen ya más que en la nostalgia y el sentimiento de quienes los trataron.

Era febrero de 1962 cuando llegamos a vivir al centro de la ciudad. Casi exactamente enfrente del lugar donde mi papá trabajó toda su vida: El Siglo de Torreón.
Mis hermanos y yo éramos cuatro niños, en los cuales casi no se distinguía la diferencia de edad; 9, 8 y 7 años, los de la última edad son gemelos. Desde un principio nos dimos cuenta que en la manzana en donde se ubicaba nuestra casa había muy pocas casas habitación, podría decir que cuando mucho cinco solo por decir algo. No se parecía al barrio que acabábamos de dejar. Ahora vivíamos en una casa grande y extraña, nada parecida a las casas modernas tipo americano como las que empezaban a pulular en los nuevos fraccionamientos de la ciudad. Pero a la vuelta de la casa, apenas doblando la esquina, y en la acera de enfrente, había una tienda, algo parecido a una miscelánea, en las paredes de la fachada había unos letreros de lámina, deslucidos, con la publicidad de algunos refrescos. Y nos animamos a ir a comprar dulces con los veinte centavos que nos daban para gastar cada tarde.
El sol del poniente pegaba de lleno a la entrada de la tienda. Había un mostrador de madera y vidrio, en donde se encontraba un escaso surtido de dulces para comprar, y un viejo refrigerador para enfriar con hielo en donde había cierta variedad de refrescos embotellados. La tienda era atendida por dos amables ancianas. Así eran las mujeres de esa época, envejecían rápidamente. Tal vez una tendría sesenta y tantos y la otra al final de la década de sus setenta. Inmediatamente simpatizamos. Nos preguntaron dónde vivíamos y cómo nos llamábamos. Como lo nuestro siempre ha sido la comunicación, fácilmente dimos todos nuestros datos. Una de ellas, la de menos edad, conocía a mi papá y a mi abuelita. Así es que fuimos tratados con mucho cariño por ellas. Pero la de más edad, tenía una historia triste, cubierta del polvo de secretos y malos recuerdos, como ese polvo que se volvía amarillento con la luz del poniente que se filtraba a través de las puertas con mosquiteros. Esa anciana pequeña, de figura un tanto regordeta, de pasos tristes y cansados se llamaba Conchita Cueto.
No mucho tiempo después de haberlas conocido, falleció la mujer de menos edad, que resultó ser comadre de mi abuelita y una especie de cuidadora y dama de compañía de Conchita. No tardé mucho en conocer la historia de una vida en picada de una mujer que, en cierto tiempo, vivió su época de esplendor.
La señora Cueto vivía en la pobreza, se podría decir. Era sostenida por personas solidarias a lo que su marido y ella representaron cuando la naciente Comarca Lagunera tenía dinero y tenía algodón. Su esposo, Don José Cueto, fue un hombre activo dentro de la beneficencia española, y ahora su viuda recibía ayuda, tal vez, de ese mismo organismo en el cual trabajó su marido.
Sí, la casa de Conchita Cueto olía a orines de gato, a rancio, a polvo, a tristeza, a nostalgia, a abandono. Pero yo la visitaba con frecuencia. Platicábamos mucho. Le agradaba tenerme de compañía aunque fuera una niña, una niña que fue creciendo y entendiendo más. Conocía parte de su historia. En lo que supuestamente era la sala, había colgado un cuadro, la fotografía de una mujer joven. Siempre quise preguntarle que si era ella… o su hija. Pero me callaba. Mi abuelita me había contado que Conchita había perdido a su única hija, una mujer muy joven. Y que usando poder e influencias, habían mandado poner un policía en cada esquina de la cuadra –de la Matamoros a la Morelos por la Acuña, o de Acuña a Rodríguez por la Matamoros- para que nadie hiciera ruido y perturbara la paz y solemnidad que debían prevalecer en esos momentos. Ahora se que Concepciòn Cueto Bustamante falleció a los 22 años de edad en febrero de 1925, víctima de tifoidea.
Y la niña Lilia se convirtió en una adolescente vivaracha y dicharachera. Y ahora necesitaba que Conchita le prestara el teléfono. Paradójicamente, en mi casa no había teléfono. Mi mamá se negó rotundamente a que se instalara uno, porque decía, y con razón, que la casa se convertiría en un anexo de El Siglo de Torreón, y todos nosotros en un pequeño ejército al servicio de mi papá. Entonces, iba a la casa de Conchita, hacía mis llamadas telefónicas, pagaba por ellas y, de paso, conversábamos un poco.
Una tarde, en un momento de mucha lucidez, Conchita me abrió su memoria y su corazón. Veo a Conchita tras el mostrador, viendo hacia la calle, hacia la acera de enfrente. Ahora su casa estaba en la acera oriente de la Acuña, casi esquina con la Matamoros y, desde allí, contemplaba parte de la que, cuarenta años atrás, había sido su casa.
Con los ojos vidriosos por las cataratas y las lágrimas contenidas, me contó que habían perdido su casa, esa de la esquina de Matamoros y Acuña, esa que colindaba con la casa de Isauro Martínez, esa de donde salió el cadáver de su única hija casi cincuenta años antes. Y me dijo: la casa donde vives se acabó de construir por 1929, como una copia de la que nosotros teníamos. Mi casa estaba en la Matamoros, al lado de la casa perdida por deudas de juego, eso se decía, pero yo no se lo dije.
El egoísmo recalcitrante de la juventud me hizo alejarme de Conchita. Ya casi no la visité más. Ojalá que alguien me hubiera dicho lo que esa pequeña y acabada mujer representaba en la historia de mi ciudad y de mi vida. Ahora lo lamento mucho.
Las fotografías anexas muestran cómo se encuentran los predios que alguna vez ocuparon la casa de la Familia Cueto Bustamante y la casa de la familia Rivera Mantilla.
En esa casa marcada con el número 1019, se desarrolla la historia descrita en el texto Historia de una pasión. Algunos de ustedes la han leído ya. Para quienes no lo han hecho, les dejo este enlace en donde podrán encontrarla.
http://www.hoyacontecerdelalaguna.blogspot.mx/2015/06/historia-de-una-pasion.html
Gracias a Humberto Aguilera, a Héctor Valdez y a quien generosamente me hizo llegar las fotografías donde se aprecian los lotes de las antiguas casas, y el lugar en donde vivía Conchita Cueto desde el día en que la conocí hasta el día en que la ví por última vez. En ese lugar ahora están asentados varios locales comerciales.
Lilia Rivera Mantilla
Desde el Ombligo de la Luna, agosto de 2015.

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