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2 de diciembre de 2013

Guillermo Tovar: sabiduría y magisterio

Rodolfo Echeverría Ruiz.
El fallecimiento repentino de Guillermo Tovar y de Teresa dejó un enorme vacío en los ámbitos cultural y político del país y por lo mismo una gran cantidad de personajes que hacen su oficio de escribir comentaron el triste suceso en las páginas editoriales de numerosos medios escritos, el presente artículo es de Rodolfo Echeverría Ruiz, quien colabora en numerosos medios nacionales, como El Universal y que desde hace un par de meses nos favorece con sus reflexiones.

Octavio Paz.
Tan  pronto  me   enteré   de    su   repentino  deceso   ("La muerte --diría Octavio Paz a propósito de la de Alfonso Reyes--, siempre esperada, es siempre inesperada"), meditativo y triste, me puse a releer la suntuosa nota liminar de José Iturriaga al libro La ciudad de los palacios: crónica de un patrimonio perdido (1990), pergeñado, durante muchos años de atormentadas pesquisas, por mi admiradísimo amigo Guillermo, portentoso historiador y experto crítico del arte y de la vida social, política y económica del virreinato, entre otros muchos de sus talentos inconmensurables.  
Guillermo Tovar
y de Teresa.
En eso consistió mi inmediato y espontáneo homenaje a Guillermo. Volví a un texto --elegante, bien domada prosa-- de  nuestro Iturriaga, antecesor suyo en la noble tarea de hacer la crónica urbana y explicar los entresijos sociológicos, artísticos y culturales de la ciudad de México y de dolerse, al mismo tiempo, a la vista de su inmenso patrimonio cultural irremediablemente destruido.
Iturriaga y Rafael Tovar, así como José Luis Martínez y Salvador Novo; Miguel León Portilla,  Carlos Monsiváis y Fernando Benítez; Carlos Fuentes y los mismísimos Francisco Monterde, Luis González Obregón o Artemio de Valle Arizpe, son faros cuyas mejores luces se han proyectado para descubrir y describir realidades y desvelar misterios y secretos históricos y políticos, matices temperamentales y rasgos de identidad anidados en el alma de nuestra gran metrópoli. 
José Iturriaga.
En el curso de un breve pero ominoso lapso he perdido a tres amigos entrañables: José Iturriaga, Miguel González Avelar y Guillermo Tovar de Teresa. Durante varios decenios, desarrollé con don Pepe una intimísima relación paterno-filial. Con Miguel, una también larga amistad, fruto de nuestras muchas coincidencias en la vida política y en los gustos literarios. Y con Guillermo, cultivé un profundo vínculo fraterno. 
Mi estrecho engarce amistoso con Guillermo empezó a fraguarse desde los años en los cuales, muy joven yo y él apenas adolescente, asistíamos a tertulias y a sobremesas memorables con los pintores Ricardo Martínez y José Arellano Fischer; Jesús Guerrero Galván y Raúl Anguiano; el escenógrafo Julio Prieto; el músico Manuel Esperón y el polígrafo Andrés Henestrosa; el dramaturgo Rafael Solana (en aquella sazón colaborador  de  Jaime  Torres Bodet,  Secretario de Educación Pública);  la poeta Griselda Álvarez y el inmenso fotógrafo Gabriel Figueroa; el maestro de teatro Álvaro Custodio y los directores de cine Roberto Gavaldón y Alejandro Galindo; la insigne luchadora feminista Margarita Nelken (traductora de Kafka al español) y las actrices Carmen Montejo y Magda Donato, hermana de la primera;  el torero “Calesero”; los actores Fernando Soler y Augusto Benedico; el historiador José Rogelio Álvarez… 
Griselda Álvarez.
Todos  ellos  --y muchos otros mexicanos  excepcionales también--  acudían con frecuencia a la hospitalaria mesa de Carlos Colín, consultor de importantes empresas y honrado adversario en el foro laboral y antiguo compañero de estudios profesionales de mi padre,  este último abogado y dirigente de sindicatos de electricistas, pilotos aéreos,  trabajadores y actores de teatro, cine, radio, televisión…  
La casa  de Guillermo -hablo de varios lustros nunca interrumpidos hasta el recientísimo y lúgubre día 9 de este mes-  era el lugar privilegiado en cuyo generoso seno tuvieron lugar debates rigurosos y polémicas muy vivas en torno de los más disímbolos temas mexicanos.
Salvador Novo.
A ella acudían filósofos y lingüistas; antropólogos y etnólogos; libreros y editores; críticos de arte y novelistas; médicos eminentes y célebres jurisconsultos; políticos y diplomáticos; militares de alta gradación; narradores y poetas; arquitectos e historiadores; rectores y ex rectores de altas instituciones educativas; hombres de letras, como se decía en otros tiempos; mexicanólogos franceses, británicos, estadounidenses; anticuarios renombrados; museógrafos y mujeres bellas, inteligentes e ilustradas... 
Carmen Montejo.
Allí confluía  durante muchos años el todo México de la cultura  y del arte, de la política (hablo de los políticos de alta mar, no de los de cabotaje)  y de la ciencia; de las finanzas, de la economía, de la lucha social; del gobierno y de sus oposiciones. Guillermo tenía un notable poder de convocatoria. 
Fraterno anfitrión, Guillermo hablaba de manera erudita y desparpajada, con asombroso orden sintáctico y  elegante precisión semántica, como si leyera un texto concebido al cabo de largas meditaciones y corregido, una y otra vez, hasta encontrar el sustantivo adecuado, la imagen descriptiva correcta, el giro conceptual más útil pensado para explicar una abstrusa teoría, un tecnicismo historiográfico, un episodio clave o formular una interpretación imaginativa y novedosa de la cultura nacional. 
Guillermo recordaba con frecuencia el discurso de Jaime Torres Bodet en los funerales de Alfonso Reyes. Ahora, en honor de mi entrañable amigo, traigo a la memoria algunas de aquellas rotundas palabras de don Jaime: Guillermo, como Reyes,  fue “una gran voluntad de luz, una generosa inteligencia capaz de advertir las responsabilidades de la sabiduría.”  

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