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5 de septiembre de 2013

Entre calles y ciudades

Roberto Orozco Melo.
El historiador, abogado y periodista originario de Parras pero con mucho tiempo de residencia en Saltillo Roberto Orozco Melo describe en el presente texto como impulsado por la melancolía y a la manera del califa Harún Al-Raschid se dedica a vagar por la ciudad “buscando soledad en la compañía de otros seres humanos”. El tema se trata en la columna Hora Cero que se publica en varios medios coahuilenses, entre otros El Siglo de Torreón, de cuyo portal electrónico se tomó para compartirlo.

Enlace: http://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/910166.entre-calles-y-ciudades.html

Algunos días vivimos con poca disposición para seguir la rutina y necesitamos algún asidero para colgar la inquietud: esa sensación de inestabilidad que nos desplaza, interior y exteriormente, en un desasosiego interminable. Entonces una melancolía sin definición ni origen preciso invita a deambular por las calles de la ciudad a paso lento, buscando soledad en la compañía de otros seres humanos que cumplen objetivos propios y distintos; o tal vez sea la felicidad de ser uno más de los que en las calles formamos el perfil desconocido de las ciudades.
El califa de Bagdad Harún Al-Raschid.
Así, con displicente andar, viendo sin ver los aparadores cuyos cristales confunden al paseante con los objetos que muestran y venden, las superficies se empañan con el vaho de los curiosos miopes.
En las colonias no privilegiadas el barullo se atenúa por la menor afluencia de vehículos y se amplifica por la alegría de juguetonas parvadas infantiles a mitad de la calle, perseguidas por perros, con o sin dueño, ladradores por sí. Mientras, las señoras vigilan al soslayo con mandiles recogidos en rollo a la cintura y conversan los temas triviales de la vida doméstica. Puntuales y asiduos, hombres de bicicleta y portafolio llaman a las puertas con cuatro golpes rotundos y apremiantes para cobrar rentas y abonos; en alguna esquina, dos o tres señoras fuman, y quizá comenten sucesos trascendentes.
Cae la tarde y sobreviene la hora parda; entonces, de zaguanes y ventanas brotan incandescencias de luz eléctrica y se produce el recogimiento de las familias. Si la ubicación de la cocina lo permite, se puede atisbar indiscretamente el rito sacramental de la merienda, como en una pantalla cromática, tridimensional y bienoliente, que apremia el regreso a la propia casa para protagonizar una escena igual.
Nada hay que pueda acercarnos más a la esencia de nuestra vida gregaria que un paseo a pie por las calles, en soledad y paz interior. En él se advierte, por fuerza, la dimensión exacta del pueblo, su fortaleza ante los infortunios, su decisión de ser y trascender. Durante el regreso, apresurado por las urgencias del apetito, se sigue incurriendo en el más sano de los voyeurismos y se descubre a jóvenes y niños haciendo sus deberes escolares ante la mirada asesora de la madre, mientras tías y abuelas contemplan aleladas las ficciones románticas -¿traumáticas?- de la televisión. Una ventana, más allá, muestra la pequeña gran biblioteca de algún maestro, atiborrada de volúmenes y el ordenado desdén de carpetas y papeles sobre la mesa de trabajo.
Caminar se vuelve una obsesión. En los quicios de algunas puertas los novios se toman de las manos, se acarician o se besan. Nada hay para ellos más importante que ese instante etéreo de feliz comunión. Se quieren. Otros riñen, pues no hay verdadero amor sin conflicto, y luego enjugan llantos precarios. En la esquina de un crucero, el comerciante en abarrotes acomoda con impaciencia su mercancía sobre el mostrador; más allá, un farmacéutico despacha pociones milagrosas a personas angustiadas; al lado, un expendio de licores anuncia con gas neón su mercadería nociva.
Ciudades de hoy, que no son mejores ni peores que las de ayer ni serán como las de mañana. Por ellas se siente el pulso incesante del pueblo con todo lo que sucede. La ciudad parece indiferente a las pasiones de quienes cargan su ambición sobre la espalda de las comunidades y ajena a lo que ocurra en el entorno de los núcleos familiares, pero se indigna necesariamente ante la irresponsabilidad de los dirigentes políticos y se aburre con la efusión de sus vacuas palabras, huérfanas de verdad, carentes de brújula. Ciudades dúctiles a veces; otras, violentamente rebeldes, siempre nobles y dispuestas a creer de nuevo, a esperar en la esperanza.
Harú Al-Raschid salía, en sus Mil y una noches, a escuchar en zocos y callejones la voz del pueblo, y al día siguiente gobernaba mejor, con mano más firme, mente más sabia y corazón más compasivo.

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