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17 de noviembre de 2013

La dictadura de las minorías

El Trapense.
“El avión estaba lleno; el monje rezaba el rosario cuando por el altavoz se escuchó la orden de desalojarlo “por razones técnicas”. Por disposiciones oficiales —sabrían después—, la nave requería tres azafatas y solo quedaban dos después del pleito, al negarse el capitán a volar con su contrincante. Pero ya se había pedido su relevo a la Ciudad de México —les explicaron— y todo era cosa de esperar. Al final, por una disputa entre dos, decenas de viajeros resultaron perjudicados la noche del domingo 20 de octubre, sin poder llegar a tiempo a sus casas en el DF o a conexiones hacia otros destinos”. Escribe El Cartujo (José Luís Martínez) en su espacio de Grupo Milenio.

El cartujo se aleja, busca un asiento y guarda silencio. En el aeropuerto de Monterrey, los demás pasajeros del vuelo 941 de Aeroméxico protestan, gritan, reclaman. Los empleados de la aerolínea los escuchan e intentan calmarlos. En dos horas, tal vez, podrán irse, les dicen. Una discusión entre una azafata y el capitán ha provocado el problema.
El avión estaba lleno; el monje rezaba el rosario cuando por el altavoz se escuchó la orden de desalojarlo “por razones técnicas”. Por disposiciones oficiales —sabrían después—, la nave requería tres azafatas y solo quedaban dos después del pleito, al negarse el capitán a volar con su contrincante. Pero ya se había pedido su relevo a la Ciudad de México —les explicaron— y todo era cosa de esperar. Al final, por una disputa entre dos, decenas de viajeros resultaron perjudicados la noche del domingo 20 de octubre, sin poder llegar a tiempo a sus casas en el DF o a conexiones hacia otros destinos.
¿En cuántas partes del mundo sucede algo así? No importa en realidad. En el Distrito Federal nos hemos acostumbrado a la dictadura de las minorías, generalmente impunes cuando se cubren con el manto sagrado de la lucha social, de la rebeldía contra las instituciones o los resultados electorales. Pueden suspender clases en las escuelas públicas, en ocasiones durante semanas o meses, o trastornar el tráfico, o cerrar las carreteras de acceso y salida de la capital del país. Nadie les hace nada y desde sus tribunas los radical chics, algunos de ellos literalmente de telenovela, justifican y celebran sus acciones con palabrería anacrónica y tendenciosa.
Un viejo conocido del monje se fue a trabajar a Alaska. Estuvo allá dos años, limpiando instalaciones bancarias, ahorrando todo lo posible para montar un negocio en México. Al regresar, compró un pequeño restaurante cercano a la Secretaría de Gobernación, en la calle de Bucareli. Los plantones, las marchas, los cortes frecuentes a la vialidad lo llevaron a la quiebra en unos cuantos meses. Ahora vive en Chicago como indocumentado; no piensa regresar a este lugar donde al parecer solo Tepito es territorio libre.
En el 2006, una empresa de fotocopias aledaña al Monumento a la Revolución prosperaba por su buen servicio y por funcionar las 24 horas. Desde cualquier punto de la ciudad llegaban clientes, seguros de resolver sus urgencias en la materia, sin importar si era de madrugada. Pero se la llevó el diablo cuando el conflicto postelectoral se prolongó con el famoso plantón de Reforma.
Son solo dos ejemplos, pero hay muchos más de la perversa cruza entre la intolerancia de algunos y la ineptitud o cobardía de las autoridades —tanto capitalinas como federales— para garantizar los derechos de todos y no nada más de quienes amenazan e injurian para ganar o conservar prebendas. Dios los perdone.
Queridos cinco lectores, con el recuerdo de don José Sordo, creador de la editorial Aldus, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.

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